—¿Ha ido a ver la comedia que dijimos, señor Diodati?
Estuve a punto de echarme a reír ante aquel modo tan torpe de cambiar de tema. Pero Mino no se turbó y dijo:
—No me hable de esa comedia. Es una verdadera porquería.
—Nosotros iremos mañana… Dicen que los actores son magníficos.
Mino replicó que los actores no eran, al fin y al cabo, tan estupendos como decía la Prensa; la señora se asombró de que los periódicos mintieran; Mino replicó tranquilamente que los periódicos eran una pura mentira desde la primera a la última página, y desde aquel momento, la conversación se encauzó por otros derroteros. En cuanto uno de aquellos motivos convencionales se agotaba, la señora Medolaghi se metía en otro, con mal disimulada precipitación. Mino, que parecía divertido, seguía el juego y replicaba con prontitud. Hablaron de los actores, de la vida nocturna de Roma, de los cafés, de los cines, de los teatros, de los hoteles y de otras cosas por el estilo. Parecían dos jugadores de tenis devolviéndose siempre la pelota, atentísimos a que no se les escapara. Pero mientras Mino lo hacía por aquel habitual espíritu suyo de comedia, tan desarrollado en él, el motivo de la señora Medolaghi era miedo y repugnancia de mí y de todo cuanto a mí se refiriese.
Con aquella conversación formal y convencional, parecía que quisiera dar a entender: «Esta es mi manera de decirle que es indecente casarse con una muchacha del pueblo y más indecente aún hacerla venir a casa de la viuda del funcionario del Estado Medolaghi.» La hija no abría boca. Asustada, parecía desear de un modo bastante explícito que la cena acabara de una vez y yo me fuera de su casa lo antes posible.
Durante un rato, me divertí siguiendo las fintas de aquella conversación; después me cansé y dejé que la tristeza que me asediaba el corazón lo invadiera del todo. Me daba cuenta de que Mino no me amaba y el verlo tan claro me resultaba amargo. También había observado que Mino se servía de mis confidencias para poner en pie toda aquella comedia de nuestro noviazgo y no lograba comprender si había querido burlarse de mí o de sí mismo o de las dos mujeres de la casa. Quizá de todos, pero sobre todo de sí mismo. Como si también él hubiera acariciado en su corazón las mismas aspiraciones mías a una vida normal y decente y, por motivos diversos de los míos, no esperase conseguir satisfacer sus deseos.
Comprendí, por otra parte, que aquel elogio que me había dedicado como hija del pueblo no tenía nada de lisonjero ni para mí ni para el pueblo; sólo había sido un medio de hacerse desagradable a las dos mujeres, y esto era todo. Y a través de todas estas observaciones reconocía la verdad de cuanto me había dicho poco antes: que era incapaz de amar con el corazón. Nunca como en aquel momento había comprendido que todo era amor y que todo dependía del amor. Y este amor existía o no existía. Y si existía, se amaba no sólo al propio amante sino a todas las personas y todas las cosas, como me sucedía a mí, pero si no lo había, no se amaba nada ni a nadie como era su caso. Y la falta de amor engendraba incapacidad e impotencia.
La cena había concluido y sobre el mantel lleno de migas, a la redonda luz de la lámpara, había cuatro tacitas de café, un cenicero de loza en forma de tulipán, y una gran mano blanca con manchas oscuras y varios anillos de poco valor en los dedos, que apretaban un cigarrillo humeante: la mano de la señora Medolaghi. De pronto, no pude aguantar más y salté en pie:
—Mino, lo siento —dije acentuando adrede el tono dialectal de mi hablar romano—, pero tengo que hacer… Debo irme.
Mino aplastó su cigarro en el cenicero y se levantó también. Dije: «Buenas noches», en tono sonoro, de plebeya, hice una leve inclinación a la que la señora Medolaghi respondió con sosiego y su hija no respondió en absoluto, y salí. En el recibidor, dije a Mino:
—Temo que la señora Medolaghi te pida, después de lo ocurrido, que busques otra habitación.
Mino se encogió de hombros:
—No lo creo… Pago mucho y soy puntual cada mes a la hora de pagar.
—Me voy —dije—. Esta cena me ha puesto triste.
—¿Por qué?
—Porque me he convencido de que no eres capaz de amar.
Dije estas palabras sin mirarlo, con tristeza. Después levanté los ojos y me pareció que estaba mortificado. O quizá no era más que la sombra del recibidor en su pálido rostro. Sentí de pronto un gran remordimiento.
—¿Estás ofendido? —pregunté.
—No —contestó esforzándose—. Al fin y al cabo, es la verdad…
El alma se me llenó de afecto, lo abracé impetuosamente, diciendo:
—No es verdad… Lo he dicho por despecho y yo sigo queriéndote… Mira, te había traído esta corbata.
Abrí el bolso, saqué la corbata y se la di. Él la miró y preguntó:
—¿La has robado?
Era una broma y revelaba en él, como pensé más tarde, más afecto que cualquier palabra calurosa de agradecimiento. Pero me dolió. Los ojos se me llenaron de lágrimas y balbucí:
—No, la he comprado en una tienda aquí abajo.
Notó mi mortificación y me abrazó diciendo:
—Tonta, ha sido una broma… Además, me gustaría aunque fuera robada… y hasta me gustaría más.
—Espera, que te la pongo —dije un poco consolada.
Levantó la barbilla y yo le quité la corbata vieja, volví el cuello de la camisa y le puse la nueva.
—Me llevo esta vieja —dije—. No debes volver a ponértela.
En realidad, quería un recuerdo suyo, cualquier cosa que él hubiera llevado.
—Nos veremos pronto —dijo.
—¿Cuándo?
—Mañana, después de cenar.
—Está bien.
Le cogí la mano y fui a besársela. Él la bajó, pero no pudo impedir que mis labios la rozaran. Casi corriendo, sin volverme, me fui escaleras abajo.
CAPÍTULO VII
Desde aquel día, seguí haciendo la vida de siempre. Amaba realmente a Mino y más de una vez experimenté el deseo de abandonar mi oficio que tanto se oponía al verdadero amor. Pero mis condiciones, a pesar del amor, no habían cambiado; seguía hallándome igual que antes, sin dinero y sin posibilidad de ganarlo si no era de aquel modo. No quería recibirlo de Mino; además su dinero era muy limitado, ya que la familia apenas le mandaba lo necesario para su mantenimiento en la ciudad. Más aún, debo decir que sentía continuamente el deseo irresistible de pagar yo en todos aquellos sitios, cafés o restaurantes, a los que íbamos juntos. Él rechazaba regularmente mis ofrecimientos, y siempre quedaba yo desilusionada y amargada. Y cuando no tenía dinero me llevaba a los jardines públicos y nos sentábamos en un banco, conversando y mirando a la gente que pasaba, como los pobres. Un día le dije:
—Pero si no tienes dinero, vamos igualmente a un café. Pagaré yo… ¿Qué te importa?
—No es posible.
—¿Por qué? Yo quiero ir a un café y beber algo.
—Entonces, ve sola.
En realidad, no me importaba tanto ir a un café como pagar por él. Tenía un deseo profundo, lamentoso, tenaz, y más aún que pagar por él me hubiera gustado darle directamente el dinero que ganaba, a medida que lo recibía de mis amantes de turno. Creía que tan sólo así podría demostrarle mi amor, pero también pensaba que, manteniéndolo, lo ataría a mí con un vínculo más fuerte que el de un simple afecto. En otra ocasión le dije:
—Me gustaría mucho darte dinero, y estoy segura de que sentirías algún placer al recibirlo.
Se echó a reír y dijo:
—Nuestras relaciones, al menos por lo que se refiere a mí, no se fundan en el placer.
—¿En qué se fundan, entonces?