Vaciló y después repuso:
—En tu voluntad de amarme y en mi debilidad frente a esa voluntad… Pero eso no quiere decir que mi debilidad no vaya a tener un límite.
—¿Qué quieres decir?
—Muy sencillo —contestó tranquilamente—, y te lo he explicado muchas veces… Nosotros estamos juntos porque tú lo has querido… Yo no, y, al menos en teoría, sigo sin quererlo.
—Basta, basta —le interrumpí—. No hablemos de nuestro amor… He hecho mal en hablar de esto.
Varias veces, pensando en su carácter, he llegado a la conclusión dolorosa de que no me amaba en absoluto y que para él no era más que el objeto de no sé qué experimento. En realidad, él no se preocupaba más que de sí mismo, pero, dentro de estos límites, su carácter se manifestaba muy complicado. Era, como creo haber dicho ya, un muchacho de familia acomodada provinciana, delicado, inteligente, culto, educado, serio.
Su familia, por lo poco que supe, pues a él no le gustaba hablar de ella, era una de esas familias en las que, en mis vanos sueños de normalidad, hubiera querido nacer. Una familia tradicional, con un padre médico y terrateniente, una madre joven y muy de su casa, dedicada sólo al marido y a los hijos, tres hijas menores y un hijo mayor. Es verdad que el padre era un aprovechado y ejercía un cargo de autoridad, la madre bastante santurrona, las hermanas frívolas y el hermano mayor un libertino por el estilo de su amigo Giancarlo, pero, en fin de cuentas, eran defectos muy tolerables y a quien como yo había nacido en unas condiciones y de unas gentes tan distintas, ni siquiera parecían defectos. Además, la familia estaba muy unida y todos, lo mismo los padres que los hermanos, a Mino.
A mí me parecía que había tenido mucha suerte por haber nacido en una familia así. En cambio, él sentía por su familia una aversión, una antipatía, un disgusto que me resultaban verdaderamente incomprensibles. Y la misma aversión, la misma antipatía y el mismo disgusto parecía sentir por sí mismo y por cuanto era y hacía. Con todo, ese odio a sí mismo no parecía ser más que un reflejo de su odio a la familia. En otras palabras, era como si odiara en sí a todo aquello que seguía adherido a la familia o que, en cualquier modo, había recibido la influencia del ambiente familiar.
He dicho que era delicado, educado, culto, inteligente y serio. Pero despreciaba todo eso simplemente por la sospecha de deberlo todo al ambiente familiar en el que había nacido y crecido. «Pero bien —le dije una vez—, ¿qué quieres ser? Todas esas cosas son unas cualidades estupendas y deberías agradecer al cielo el tenerlas.»
—¡Bah! —contestó a flor de labios—. Para lo que me sirven… Por mi parte, hubiera preferido ser como Sonzogno.
Le había sorprendido mucho la historia de Sonzogno y no sé por qué.
—¡Qué horror! —exclamé—. Es un monstruo y tú querrías parecerte a un monstruo.
—Naturalmente, no es que quiera ser en todo como Sonzogno —explicó con calma—, he nombrado a Sonzogno para que veas claro mi pensamiento… pero de todas maneras, Sonzogno ha sido hecho para vivir en este mundo y yo no.
—¿Y quieres saber qué hubiera querido ser yo? —dije.
—Vamos a ver.
—Hubiera querido ser —dije lentamente saboreando las palabras, en cada una de las cuales me parecía encerrarse un sueño largo tiempo acariciado por mí— precisamente lo que eres tú y tanto te disgusta ser… Hubiera querido nacer en una familia rica como la tuya, que me hubiera dado una buena educación… Hubiera querido tener una casa bella y limpia como la tuya con buenos maestros, como tú los tuviste, y nurses extranjeras… Me hubiera gustado pasar el verano en la playa o en la montaña, y tener buenos vestidos y ser invitada y recibir a mis amistades… Y por último me hubiera gustado casarme con algún hombre que me amara, un hombre excelente que trabajara y tuviera dinero… y hubiera deseado vivir con ese nombre y tener hijos.
Hablábamos echados en la cama. De pronto, como hacía a menudo, me saltó encima, apretándome, zarandeándome con fuerza y repitiendo:
—Viva, viva, viva… En fin, hubieras querido ser como la señora Lobianco.
—¿Y quién es la señora Lobianco? —pregunté desconcertada y un poco ofendida.
—Una horrible arpía que a veces me invita a sus recepciones con la secreta esperanza de que me enamore de una de sus horribles hijas, y me case con ella… porque yo soy lo que, en la jerga mundana, se llama un buen partido.
—Pues yo no querría ser como la señora Lobianco.
—Y sin embargo, lo habrías sido a la fuerza, de haber tenido todo eso que dices… También la señora Lobianco ha nacido en una familia rica que le ha dado una excelente educación, con buenos maestros y nurses extranjeras y hasta la mandó a la Universidad, según creo… También ha crecido en una casa bonita y limpia, y todos los veranos ha ido a la playa o a la montaña… También ha tenido bonitos trajes y ha asistido a recepciones y ha recibido muchas amistades… También se casó con un buen hombre, el ingeniero Lobianco, que trabaja y lleva a casa mucho dinero… y, por último, también ha tenido de ese marido, al que creo que ha sido hasta fiel, un buen número de hijos, precisamente tres hembras y un varón… y a pesar de todo es una horrible arpía.
—Pero será una arpía independientemente de lo que la rodea.
—No, lo es como lo son sus amigas y las amigas de sus amigas.
—Así será —protesté intentando deshacerme de su sarcástico abrazo—, pero cada uno tiene su carácter. Puede ser que la señora Lobianco sea una arpía, pero estoy segura de que, en tales condiciones, yo hubiera sido sin duda mejor, pero mucho mejor, de lo que soy.
—Serías tan horrible como la señora Lobianco.
—¿Pero por qué?
—Porque sí.
—Pero veamos, ¿también tu familia te parece horrible?
—Sin duda, horrible a más no poder.
—Y tú, ¿también eres horrible?
—Sí, lo soy en todas aquellas cosas que proceden de mí familia.
—Pero, ¿por qué? Dime por qué.
—Porque sí.
—Ésa no es una respuesta.
—Es la misma respuesta que te daría la señora Lobianco si le hicieras ciertas preguntas.
—¿Qué preguntas?
—Las que sea, no importa —contestó ligeramente—. Preguntas embarazosas… Un buen «sí» dicho con convicción, cierra la boca aun a los más curiosos, así, sin ninguna razón, porque sí.
—No te entiendo.
—¿Qué importa que no nos entendamos si, como es verdad, nos amamos? —concluyó, abrazándome de aquella manera suya, irónica, y en el fondo, sin amor.
Y así acabó la discusión. Porque del mismo modo que nunca se abandonaba completamente con el sentimiento y parecía reservarse siempre una parte, quizá la más importante, de manera que restaba valor a sus escasos impulsos de afecto, nunca abría del todo su mente y cada vez que me parecía llegar al centro de su inteligencia, me rechazaba con una broma o una burla, sustrayéndose a mi atención. Realmente era huidizo en todos los sentidos. Y me trataba como a una persona inferior, casi como una especie de objeto de experimento o de estudio. Y tal vez por esto precisamente yo lo amaba tanto y de una manera tan sumisa y desarmada.
Por otra parte, a veces me parecía que odiaba, no sólo a su familia y su ambiente, sino incluso a todos los hombres. Un día, no recuerdo a propósito de qué, observó:
—Los ricos son horribles, aunque los pobres, por otros motivos, tampoco son mejores.
—Acabarías antes —le dije— confesando francamente que odias a todos los hombres, sin distinción.
Se echó a reír y contestó:
—En abstracto, cuando no estoy entre ellos, no los odio… Los odio tan poco que llego a creer en su capacidad de mejorar. Si no creyera esto, no me ocuparía de política. Pero cuando estoy entre ellos me causan realmente horror.