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– Aproveche el sol y no se preocupe por mí. Yo esperaré cuanto haga falta.

Con la urgencia de un animal nocturno al que se le escapa el sol, Ginés saltó del vehículo y se fue hacia la mesa de recepción de los vestuarios. Una mujer hindú le entregó un ticket y le mostró el alineamiento de los pequeños armarios donde guardar la ropa. Primero se desvistió entre la húmeda penumbra de unas habitaciones de madera entristecida por la eterna sombra a la que le condenaban las altas palmeras y la corrosión de una humedad goteante en las duchas, perlada aquí y allá en gotas de agua que parecían vivir y reproducirse.

Salió del vestuario, metió precipitadamente ropa y zapatos revueltos en el armario y corrió hacia el mar, que iba y venía como una rugiente marea de añil y blanco. Tres jóvenes negros lentos se subieron a garitas de madera y palmas, desde donde contemplaban las evoluciones de los bañistas, en este caso del único bañista que avanzaba a bofetadas contra el odio de las aguas.

Sabios cuerpos adaptados a la garita-jaula, los ojos vigilaban la distancia del nadador con respecto a las perpendiculares de los hoyos y los remolinos. Clavados en la arena, los carteles avisaban las zonas prohibidas, pero la fuerza de las aguas acercaban una y otra vez al único bañista a las perpendiculares fatídicas. Entonces los cuerpos jóvenes e indolentes recuperaban una razón de estar, un pito plateado de guardias de tráfico aparecía entre los labios inmensos y los pitidos se encaramaban sobre el fragor del mar para advertir al nadador. Ginés comprendía la advertencia y pugnaba por alejarse de la tentación de muerte. Braceaba ciego contra el mar irritado, reía hasta el gemido cuando golpeaba con los puños cerrados la cara babosa de las olas más altas.

Burlonas de su fuerza, le despegaban de la moviente consistencia del suelo de arena y conchas blancas, le alzaban con fingida suavidad y le atraían mar adentro o le desplazaban en diagonal, como si quieran empujarle hacia los sumideros de la muerte. Buscó una zona donde el mar llegara debilitado, para recuperar aliento y la seguridad del pie firme. Pero al levantar los ojos comprobó que el cielo azul había perdido la batalla contra las nubes y todo el mundo, él mismo quedaba a cubierto de un toldo gris desesperante.

Y además, sonó el trueno como un aviso que llega desde el oeste convertido casi sin tregua en una lluvia caliente, primero blanda, luego furiosa, como hilos de piedra que quisieran clavarle, ensimismarle en su batalla perdida contra los elementos. Quedarse allí con agua hasta el pecho, con el diluvio sobre la cabeza, confundidas las aguas del cielo con las lágrimas que salían de sus ojos a borbotones, con los congojos cada vez más incontrolables. A través de las cortinas de lluvia y lágrimas, el mar era una opción: o avanzar hacia las definitivas profundidades y hundir para siempre la piedra oscura que le ocupaba el cerebro o regresar a la playa para recuperar la penumbra de una fuga frustrada. Y sin embargo, el tibio mar en el que estaba inmerso le prestaba un calor de abrigo, como una manta, un cuerpo de mujer o la sensación de estar en casa un día de otoño, la lluvia más allá de los cristales.

Desde algún lugar donde habita el recuerdo fue creciendo el rostro de la mujer hasta coincidir con la dimensión de su propia cabeza y luego desbordarla y hacerse un horizonte total de rasgos diluidos por las aguas.

– Encarna -musitó y se echó a llorar definitivamente, como si hubiera asumido de repente estar perdido en una ciudad sumergida.

– Si me hubiera dejado a mí, jefe, le habría salido todo mucho más barato.

Carvalho acababa de entrar en su despacho, tenía frío en los huesos y una cierta sensación de haberse equivocado de día o de año. La voz de Biscuter le parecía un paisaje sonoro sin interés y tardó en darse cuenta de que insistía.

– Y no me diga que un día es un día, pero lo habríamos podido celebrar en su casa de Vallvidrera o aquí. Yo tengo unas velas que compré en las rebajas de la cerería de la calle del Bisbe. Todo más íntimo, más personal, no sé.

– ¿Qué hay que celebrar?

– Jefe, vaya despiste. Es fin de año y han telefoneado desde La Odisea. Nos reservan la mesa.

– Fin de año.

– Mesa para tres: usted, la señorita Charo y yo. Me tendré que poner corbata.

– A ti te encanta ponerte corbata.

– A mí la corbata me sienta como la cuerda a un ahorcado. Fíjese qué cuello tengo.

En efecto, parecía el cuello cuidadosamente estrangulado por un verdugo insistente y lento.

– Además compré unas velas que matan los mosquitos.

– Aquí no hay mosquitos.

– Por si acaso. Estaban muy bien de precio. Lo del restaurante, jefe.

No me convence. Será carísimo y nos darán cuatro porquerías.

– La Odisea es un restaurante serio. El dueño es poeta.

– Pues vaya. Con el hambre que pasan los poetas.

Carvalho repasó las llamadas telefónicas anotadas por Biscuter.

– ¿Quién es este Gálvez?

– Me ha dicho que es periodista, que se ha visto metido en muchos líos policíacos, que le secuestraron los de ETA por no sé qué líos de Sofico y que quiere contarle toda la verdad sobre el canal de Panamá.

– Sobre el canal de Panamá sé lo suficiente.

– Ha dicho que volvería a llamar.

– Si vuelve a llamar le dices que se ponga en contacto con la oficina de objetos perdidos del PSOE. ¿Y este Federico III de CastillaLeón?

– Un majara, jefe. Dice que es el rey legítimo de Castilla-León y que le quieren secuestrar los ultras para destronar a Juan Carlos y ponerle a él. Pero no quiere porque es republicano. Me parece que se lo he apuntado todo tal como me lo ha dicho.

– Han soltado a todos los locos esta mañana, por lo visto. Prepárame algo para desayunar.

– ¿Le recaliento las cr(pes de pie de cerdo y alioli que sobraron de ayer?

– Prefiero un bocadillo de pescado frito, frío, con pimiento y berenjena.

El pan, con tomate.

Biscuter emitió el sonido de un motor de explosión en el momento de enfilar la recta final del Gran Premio de Montecarlo y corrió hacia la cocina. Carvalho arrojó la libreta de notas hacia un ángulo de la mesa más despejado en aquel aparador de papelería variada, la mayor parte obsoleta.

Sabía que entre aquellos papeles estaba un resguardo para retirar dos trajes reactualizados por un sastre de Sarriá, pero buscarlo sería una tarea ya para 1984.

– Mañana será otro día.

En cambio tenía prisa por marcar un número de teléfono que se había apuntado en una caja de cerillas. La señora Valdez estaba en casa, ¿de parte de quién? De la Benemérita, contestó Carvalho y se puso a pensar en sí mismo telefoneando a la señora Valdez hasta que la voz de la mujer le obligó a volver a meterse en su propia piel.

– Soy un detective privado que trabajaba por encargo de su marido para vigilarla a usted. Acabo de llegar del aeropuerto. Su marido me había citado allí para pagarme y despedirse.

– ¿Despedirse? Pero es imposible.

Precisamente tenemos esta noche una cena.

– Aplácela. Su marido se ha ido a las islas Maldivas con su cuñada.

– ¿Con la cuñada de quién? ¿Con mi cuñada?

– No, con la cuñada de su marido.

– ¿Con mi hermana?

– Caben otras posibilidades, pero me temo que sí. Se lo comunico yo porque entraba en el precio. Su marido es una rara mezcla de sádico y masoquista. Cuando yo le informé sobre la conducta de usted añadió cincuenta mil pesetas a la minuta a cambio de que yo hiciera esta llamada telefónica.

Callaba pero no lloraba.

– ¿De qué le informó usted?

– De sus encuentros con don Carlos Prats Gasolí en el “meublè” de la avenida del Hospital Militar, más conocido por la Casita Verde.

– ¿Estaba usted allí?

– En dos o tres ocasiones tuve la suerte de presenciar su entrada.

– El suyo es un oficio repugnante.

– La culpa la tiene la moral establecida. La han hecho ustedes los ricos. ¿De qué se quejan? Cámbienla y no harán falta los detectives privados. Mientras tanto soy un profesional que cumple con sus obligaciones.

Su marido está en las Maldivas hasta después de la Epifanía. A continuación piensa establecerse en la República Dominicana. Le ha dejado a su disposición la cuenta del Hispano Americano; en cambio, ha vaciado las del Central y la de la Banca Catalana.

– Las mejores.

– Suele suceder. Primero desaparece la pasión, luego el amor, hasta desaparece el cariño y la costumbre de verse. Finalmente se esfuman las cuentas corrientes.

– Y todo esto ¿por qué no me lo ha dicho él de palabra o por escrito?

– Por escrito era una prueba legal y de palabra era un esfuerzo sin contrapartida. Durante el poco tiempo que traté a su marido me di cuenta de que odiaba enfrentarse a los conflictos.

– No quiero volver a oír su repugnante voz.

– Descuide. No suelo trabajar gratis. Yo he cumplido.

Colgó el teléfono y se dijo: mierda. Biscuter acarreaba un sólido bocadillo que situó ante él como una ofrenda.

– Te he pedido un bocadillo, no una merluza entera.

– Por lo que he oído ha madrugado usted y necesita reponer fuerzas. El pescado tiene mucho fósforo. Va bien para la memoria.

– Tengo demasiada memoria. Biscuter, cualquier día cierro el despacho y nos vamos tú y yo de colonos a Australia.

– ¿Y la señorita Charo?

– Charo es muy suya.

Pero estaba allí, Charo, en la puerta, con el acaloramiento en los pómulos y la respiración entrecortada.

– Menos mal que te encuentro, Pepe. He llamado a tu casa y no estabas.

– La cena es esta noche.

– Déjate ahora de cenas. Has de ayudarme, por favor, no digas nada.

Déjame a mí. Bueno. No sé por dónde empezar.

Charo mantenía la puerta abierta con una pierna, la otra apenas la había introducido en el despacho.

– Iba a comerme este bocadillo.

– Precisamente estábamos hablando de usted.

– Por favor, Pepe, por favor.

Biscuter, llévate el bocadillo a la cocina. Esperadme, vuelvo en seguida.

Vendré acompañada. Pepe, te he hablado a veces de mi prima Mariquita. La hija de una hermana de mi madre, de Águilas, te he hablado, Pepe, seguro. Has de recibirla. Le ha pasado algo muy gordo. A ella no, a otra prima mía, Encarnación. También te he hablado de ella. La de Albacete. No te muevas. Vuelvo en seguida.

Un vuelo de gabardina se la llevó por donde había venido. Carvalho instó a Biscuter a que se llevara el bocadillo y se enfrentó a la puerta de su propio despacho como si fuera el telón de un escenario. Sonaban los timbres. Se apagaban las luces. La función iba a empezar.