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El matrimonio de Conrad y Nellie Ackroyd estaba tan consolidado que muy pocas personas se molestaban en preguntarse por su incongruencia y se regodeaban cayendo en la especulación lasciva sobre su posible consumación. Físicamente, no podían haber sido más distintos, pues Conrad era regordete, bajito y moreno, con ojos brillantes e inquisitivos, y se movía con tanto brío como un bailarín sobre unos piececillos ágiles, mientras que Nellie era al menos ocho centímetros más alta que él, plana y de tez pálida, y llevaba el cabello rubio entrecano recogido en unas espirales trenzadas a los lados de la cabeza, que semejaban auriculares. Su afición consistía en coleccionar primeras ediciones de historietas de colegialas de las décadas de los veinte y los treinta; su colección de Angela Brazil estaba considerada única. Las debilidades de Conrad y Nellie eran su casa y su jardín, las comidas -Nellie era una cocinera magnífica-, sus dos gatos siameses y la leve condición de hipocondríaco de Conrad. Este todavía dirigía y editaba The Paternoster Review, de la que también era dueño, famosa por la virulencia de sus críticas y artículos sin firma. En su vida privada era el más amable de los Jekyll, y en su papel editorial, un impenitente Hyde.

Cierta cantidad de amigos cuyas vidas voluntariamente sobrecargadas de trabajo y agobios les impedían disfrutar de todos los placeres a excepción de los necesarios, encontraban aun así tiempo para tomar el té con los Ackroyd en su casa eduardiana de Swiss Cottage, con su confortable sala de estar y su ambiente de complacencia ajena a la esclavitud del tiempo. Dalgliesh asistía a esas reuniones de vez en cuando. La merienda era un ritual nostálgico y sin prisas: las delicadas tazas alineadas con sus manos, los bocadillos de pan integral delgado con mantequilla y pedacitos de pepino y las tartas caseras de fruta y bizcocho hacían su esperada aparición, servidos por una sirvienta mayor que habría sido un auténtico regalo para cualquier director de reparto que reclutase actores para un culebrón de ambiente eduardiano. Para los visitantes de edad más provecta, el té evocaba recuerdos de una época más pausada y, para todos, la efímera ilusión de que el peligroso mundo que los rodeaba era igual de susceptible que aquella atmósfera hogareña al orden, la razón, el bienestar y la tranquilidad. Pasar las primeras horas de la tarde de cháchara con los Ackroyd era, en los tiempos que corrían, un exceso demasiado indulgente para con uno mismo. Pese a todo, Dalgliesh sabía que no iba a resultar fácil encontrar una excusa plausible para negarse a llevar a su amigo en coche hasta Hampstead.

– Será un placer llevarte al Dupayne -afirmó-, pero si planeas pasar mucho rato allí tal vez no pueda quedarme.

– No te preocupes, amigo mío. Tomaré un taxi de vuelta a casa.

Dalgliesh sólo tardó unos minutos en recoger los papeles que necesitaba de su despacho, escuchar de labios de su secretario lo ocurrido durante su ausencia y sacar su Jaguar del aparcamiento subterráneo. Ackroyd estaba de pie cerca de la señal giratoria con el aspecto de un niño que esperara obedientemente a que los adultos lo recogiesen. Se arrebujó con cuidado en su capa, subió al coche soltando unos gruñidos de satisfacción, forcejeó con impotencia con el cinturón de seguridad y, dándose por vencido, dejó que Dalgliesh se encargase de abrocharlo. Recorrían Birdcage Walk cuando habló.

– Te vi en South Bank el sábado pasado. Estabas de pie contemplando el río en compañía de una joven guapísima, si me permites el comentario.

– Si hubieras subido te la habría presentado -dijo Dalgliesh sin mirarlo ni alterar el tono de voz.

– Pues estuve a punto de hacerlo hasta que me di cuenta de que iba a estar de trop, de modo que me contenté observando vuestros perfiles, el suyo más que el tuyo, la verdad sea dicha, con más curiosidad de lo que impone la buena educación. ¿Me equivoqué al detectar cierta… compostura? ¿O debería decir contención?

Dalgliesh no respondió, y al observar su rostro y sus delicadas manos, que por un segundo se crisparon en torno al volante, Ackroyd juzgó prudente cambiar de tema.

– Al final he decidido prescindir de las habladurías en la Review -prosiguió-. No merece la pena publicarlas a menos que sean rumores recientes, rigurosos y difamatorios, y en ese caso corres el riesgo de que te denuncien. A la gente le gusta tanto poner pleitos… Estoy intentando diversificarme un poco, de ahí lo de esta visita al Dupayne. Estoy escribiendo una serie de artículos sobre el asesinato como símbolo de su época, o el asesinato como historia social, si lo prefieres. Nellie cree que con esto sí podría obtener el éxito de mi vida, Adam. Está muy entusiasmada. Mira los famosos crímenes Victorianos, sin ir más lejos; no podrían haber ocurrido en ningún otro siglo: esos salones atestados de objetos claustrofóbicos, la respetabilidad de cara a la galería, la sumisión ciega de la mujer… Y el divorcio, si es que la esposa encontraba motivos para justificarlo, algo que ya de por sí resultaba bastante difícil, la convertía en una paria social. No es de extrañar que las pobrecillas empezaran a empapar de arsénico las tiras matamoscas. Sin embargo, ésos son los años más fáciles; los de entreguerras resultan más interesantes. En el Dupayne hay una sala dedicada a los casos de asesinato más famosos de las décadas de los veinte y los treinta, no para despertar el interés del público, te lo aseguro, pues no se trata de esa clase de museos, sino para demostrar lo que quiero poner de relieve: el asesinato, el crimen por excelencia, es un paradigma de su época. -Hizo una pausa y miró fijamente a Dalgliesh por primera vez-. Pareces un poco cansado, jovencito. ¿Va todo bien? No estarás enfermo…

– No, Conrad, no estoy enfermo.

– Precisamente ayer Nellie comentó que no te vemos nunca. Estás demasiado ocupado encabezando esa brigada de nombre inofensivo creada para resolver los asesinatos de naturaleza sensible. Suena extrañamente burocrático; ¿cómo define uno los asesinatos de naturaleza insensible? Aun así, todos sabemos lo que significa. Si el presidente de la Cámara de los Lores aparece muerto de una brutal paliza en salto de cama y con peluca en su woolsack del Parlamento, llamad a Adam Dalgliesh.

– Me parece que no. ¿Te imaginas que le den una brutal paliza mientras la cámara está reunida, sin duda mientras algunas de Sus Señorías contemplan la escena con satisfacción?

– Pues claro que no; sucedería después de que se hubiese levantado la sesión.

– Entonces, ¿por qué iba a estar sentado en el woolsack?

– Lo habrían asesinado en alguna otra parte y habrían trasladado el cadáver. Deberías leer novelas de detectives, Adam. En la actualidad, los asesinatos de la vida real, aparte de estar a la orden del día y de ser, y perdóname el comentario, un poco vulgares, coartan la imaginación. Pese a todo, trasladar el cadáver sería un problema; requeriría grandes dosis de planificación. No creo que funcionase.

Ackroyd hablaba con pesadumbre. Dalgliesh se preguntó si su siguiente entretenimiento sería escribir novelas policiacas. En ese caso, habría que disuadirlo. El asesinato, real o ficticio, y en cualquiera de sus manifestaciones, era aparentemente un entretenimiento poco probable para Ackroyd, pero la curiosidad de éste siempre había abarcado muchos temas, y, una vez seducido por una idea, la perseguía con el entregado entusiasmo de un experto obsesionado con ella durante toda su vida.

Además, parecía probable que la idea persistiese.

– ¿Y no existe una convención -prosiguió- según la cual en el palacio de Westminster jamás muere nadie? ¿No meten el cadáver en la ambulancia con unas prisas indecentes y luego aseguran que el deceso se produjo camino del hospital? Vaya, eso sí arrojaría algunas pistas interesantes sobre la hora real de la muerte. Si fuese una cuestión de herencia, por ejemplo, el tiempo sería importante. Ya tengo el título, por supuesto: Muerte en la Cámara de los Lores.