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Terry Goodkind

La Sangre de la Virtud.

El Caminante de los Sueños

A Ann Hansen, la luz de la oscuridad

Agradecimientos

Como siempre, doy las gracias a todos quienes me han ayudado: a mi editor, James Frenkel, por el hábil modo en que sigue subiéndome el listón; a mi editora británica, Caroline Oakley, y a la buena gente de Orion por su empeño en seguir tan bien como hasta ahora; a James Minz, por sus magníficas ideas; a Linda Quinton así como al personal de ventas y marketing de Tor, por su pasión y sus triunfos; a Tom Doherty, por su fe, que me anima a seguirme esforzando; a Kevin Murphy por la sobrecubierta merecedora de un premio; a Jeri, por su paciencia; y también quiero dar las gracias al espíritu de Richard y Kahlan, que continúan inspirándome.

1

Exactamente en el mismo momento seis mujeres se despertaron sobresaltadas, y sus gritos resonaron en el atestado camarote de oficiales. La hermana Ulicia oyó jadear a las otras, mientras trataban de recuperar el aliento. La Hermana tragó saliva intentando normalizar su propia respiración e inmediatamente se estremeció al notar un acerado dolor en la garganta. Sentía los párpados húmedos pero los labios estaban tan secos que se los humedeció con la lengua por temor a que se le agrietaran y sangraran.

Alguien aporreaba la puerta y gritaba, aunque para Ulicia aquellos gritos no eran más que un apagado zumbido en la cabeza. Ni siquiera trató de concentrarse en las palabras o en su significado, pues, después de todo, lo que pudiera decir aquel hombre era intrascendente.

La Hermana alzó una trémula mano hacia el centro del camarote, negro como boca de lobo, y liberó su han —la esencia de su vida y su espíritu—, para inmediatamente enviar un punto de calor hacia la lámpara de aceite que sabía que colgaba del bajo bao. Obedientemente, la mecha se encendió emitiendo una sinuosa voluta de hollín que seguía el lento balanceo del barco mecido por las olas.

Todas las demás mujeres estaban tan desnudas como ella misma y se habían incorporado con la mirada fija en el débil resplandor amarillo, como si buscaran salvación o, tal vez, asegurarse de que seguían vivas y que aún podían ver la luz. Al contemplar la llama a Ulicia también se le escapó una lágrima. La oscuridad había sido asfixiante, como si alguien le hubiera tirado encima una gran palada de tierra negra y húmeda.

Tenía las sábanas empapadas de un sudor frío, aunque eso poco importaba, pues el aire marino lo humedecía todo permanentemente, por no hablar de los rociones que calaban las maderas de cubierta y rezumaban luego hasta cualquier cosa que hubiera debajo. Había olvidado ya qué era sentir en la piel ropa o sábanas secas. Ulicia odiaba aquel barco, odiaba aquella interminable humedad, odiaba sus malos olores, odiaba el constante cabeceo que le revolvía el estómago. Al menos seguía viva para odiar el barco. Con cuidado se tragó la bilis que le había subido hasta la garganta.

La Hermana se pasó los dedos por los ojos para secarse la cálida humedad que le pesaba en los párpados y extendió la mano: tenía las yemas relucientes de sangre. Como si su ejemplo les infundiera valor, algunas de las otras también osaron hacer lo mismo. Todas mostraban sangrantes rasguños en párpados, cejas y mejillas causados por ellas mismas al tratar desesperadamente de abrir los ojos para despertar, en un vano intento por escapar de un sueño que no era un sueño.

Ulicia pugnó por aclararse la mente; seguro que no había sido más que una pesadilla.

Con un esfuerzo muy consciente, apartó la mirada de la llama para posarla en sus compañeras. Frente a ella, en la litera inferior vio a la hermana Tovi, encorvada, contemplando fijamente la llama. Gruesos rollos de carne le colgaban con desmayo a los costados como si se solidarizaran con la expresión taciturna de su arrugado rostro. Sentada junto a ella, la hermana Cecilia presentaba un insólito aspecto con sus rizos entrecanos siempre primorosamente peinados ahora alborotados, y su habitual sonrisa reemplazada por una cenicienta máscara de terror. Ulicia se inclinó levemente hacia adelante para echar un vistazo a la litera de arriba. La hermana Armina, que no era tan mayor como las hermanas Tovi ni Cecilia sino que más bien se acercaba a la edad de Ulicia y seguía siendo una mujer atractiva, se veía demacrada. Aunque por lo general solía mostrarse circunspecta, se enjugó la sangre de los párpados con dedos temblorosos.

Las dos Hermanas más jóvenes y más dueñas de sí ocupaban las dos literas situadas encima de Tovi y Cecilia, al otro lado del angosto pasillo. Unos irregulares arañazos estropeaban el perfecto cutis de la hermana Nicci, y mechones de su cabello rubio se le pegaban a las lágrimas, el sudor y la sangre que le cubría el rostro. Por su parte, la hermana Merissa, igualmente hermosa, estrechaba una manta contra su pecho desnudo no por decoro, sino porque temblaba de terror. El pelo, largo y oscuro era una enmarañada mata.

Las otras Hermanas eran mayores y habían templado su poder en la forja de la experiencia, pero tanto Nicci como Merissa eran poseedoras de insólitos y oscuros talentos, de una capacidad imposible de adquirir con la experiencia. Pese a sus años, hacían gala de una gran astucia y no se dejaban engañar ni por un momento por las amables sonrisas ni la obsequiosidad de Cecilia y Tovi. Aunque eran jóvenes y seguras de sí mismas, eran conscientes de que Cecilia, Tovi, Armina y, especialmente, Ulicia podían hacerlas pedazos si quisieran. No obstante eso, eran dos de las mujeres más formidables que hubiesen hollado la faz de la tierra, dueñas de una excepcional maestría. Pero lo que las había convertido en escogidas del Custodio había sido su implacable ansia de poder.

Era inquietante ver en semejante estado a aquellas mujeres a las que tan bien conocía, aunque lo que realmente impresionó a Ulicia fue ver a Merissa aterrorizada. Nunca había conocido a una Hermana tan dueña de sí, tan fría, tan implacable y tan despiadada cono Merissa. De hecho, la hermana Merissa tenía un corazón de hielo negro.

En los casi ciento setenta años que hacía que la conocía Ulicia no recordaba haberla visto nunca llorar. Pero ahora sollozaba de manera incontrolada.

La visión de sus compañeras en tan lamentable estado de debilidad infundió nuevas fuerzas a la hermana Ulicia, e incluso la complació; así debía ser, puesto que, como líder, ella era la más fuerte.

El hombre seguía aporreando la puerta, preguntando qué pasaba y a qué venían todos aquellos gritos.

— ¡Déjanos en paz! —gritó furiosa Ulicia—. ¡Si te necesitamos, ya te llamaremos!

El marinero se retiró mascullando maldiciones entre dientes. Cuando se hubo alejado, el único sonido que se oyó fueron los crujidos de la madera debido a los bandazos que daba el barco cuando las fuertes olas se estrellaban contra la quilla, y también los sollozos.

— Deja ya de gimotear, Merissa —le espetó Ulicia.

— Nunca había ocurrido algo así —replicó Merissa, fijando en la líder una oscura mirada aún vidriosa por el miedo. Tovi y Cecilia asintieron. —He cumplido sus mandatos. ¿Por qué nos hace esto? No le hemos fallado.

— De haberle fallado, ahora estaríamos allí junto con la hermana Liliana —repuso Ulicia.

— ¿Tú también la viste? —intervino Armina—. Yo la vi…

— Sí, la vi —dijo Ulicia en un tono sereno que pretendía enmascarar su propio horror.

La hermana Nicci se apartó del rostro una retorcida y empapada guedeja rubia.

— La hermana Liliana falló al Amo —declaró, haciendo un esfuerzo por recuperar la compostura.

— Y ahora está pagando el precio de su fracaso —añadió Merissa con voz tan fría como la escarcha que se forma sobre los cristales de una ventana. Poco a poco su mirada ya no era tan vidriosa y dio paso al desdén—. Ahora y para siempre. —Aunque casi nunca permitía que sus impecables facciones revelaran el menor signo de emoción, frunció el entrecejo en cruel gesto—. Contravino tus órdenes, hermana Ulicia, y las del Custodio. Arruinó nuestros planes. Fue culpa suya.