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Tampoco le inquietaba la voladura de la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma. Pensó en la mujer con la que había mantenido una relación íntima en los últimos años, porque le había servido de ojos y oídos en el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea. Estaba seguro de que tarde o temprano la descubrirían, puesto que ella misma le había comentado que en las últimas semanas la investigación del atentado de Frankfurt había pasado a ser materia reservada para todos los miembros del Centro. Hans Wein, el director, y Lorenzo Panetta, el subdirector, seguían contando con el personal pero sin compartir la información que tenían. Estaba segura de que no habían avanzado, pero el hermetismo de Wein era señal de que sospechaban que tenían un topo.

Aún no había decidido si pedirle directamente que se inmolara o engañarla, aunque esto último sería difícil, porque para garantizar el éxito de la operación lo más seguro era que llevara un cinturón cargado de explosivos. Tenía que pensar qué le diría, aunque no dudaba de que la mujer haría cualquier cosa por él. Quizá, se dijo, para no asustarla lo mejor sería entregarle un bolso cargado de explosivos y pedirle que lo colocara en la capilla donde se conservan las reliquias. Naturalmente, antes de que ella pudiera depositar el bolso y salir, él accionaría el detonador y la haría volar junto a los tres trozos de la Vera Cruz, el travesaño, las espinas de la corona y todas aquellas otras reliquias que guardaban.

En cuanto a Mohamed Amir y su amigo Ali, Omar le aseguraba que estaban listos y que podían confiar en ellos. Morirían si tenían que morir.

Bashir pensó que era imprescindible que fallecieran todos. Era la manera de no dejar huellas.

Sín duda el lugar más fácil de atacar era aquel monasterio de Santo Toribio escondido en las montañas de Cantabria. Carecía de cualquier protección, como si los monjes que custodiaban el Lignum Crucis pensaran que nada ni nadie sería capaz de atacar su cenobio.

Saboreó por adelantado la conmoción que los tres atentados producirían en el mundo. Después de las explosiones, Occidente no tendría más remedio que aceptar que estaba perdiendo la guerra, y sus dirigentes más ingenuos no podrían seguir negándose a ver la realidad. También los países hermanos tendrían que aceptar que ya no habría marcha atrás y los más tibios, a partir de ese momento, no podrían hacer componendas con sus amigos de Occidente, con los que algunos hacían pingües negocios y otros hablaban de alianza de civilizaciones. Estallaría la tercera guerra mundial y la ganarían ellos.

Los elegidos de Dios.

32

Ignacio Aguirre aguardaba a ser recibido por Lorenzo Panetta. Hacía una hora que había llegado a París.

En Roma había estado el tiempo justo para reunirse a solas con el obispo Pelizzoli, responsable del departamento de Análisis del Vaticano.

La conversación fue larga. Lo que dijo el viejo jesuita aumentó aún más la preocupación de Pelizzoli y de las autoridades vaticanas sobre la posibilidad de que se produjera un atentado contra la Iglesia.

Ni el padre Ovidio Sagardía ni el padre Domenico Gabrielli fueron invitados a participar en las deliberaciones del padre Aguirre con el obispo y otros responsables del gobierno de la Iglesia.

Aun así, Ovidio buscó la ocasión para estar a solas unos minutos con el hombre que había sido más que un padre para él.

Antes de partir hacia París, había hablado con el padre Aguirre.

– Padre, si tiene un minuto… -dijo con humildad Ovidio.

El sacerdote accedió, aunque dirigiéndose a él sin entusiasmo. En aquel momento, la menor de sus preocupaciones era lo que pudiera pasarle a Ovidio que, aunque le costaba aceptarlo, le había decepcionado.

– Dime -respondió con sequedad.

– Quiero pedirle perdón. Sé que le he decepcionado, que he fallado cuando no debía ni podía hacerlo. Usted esperaba que fuera capaz de estar a la altura de circunstancias como ésta, para eso me ha hecho prepararme a lo largo de estos años y me ha facilitado todas las oportunidades. Sé que he pecado de ingratitud y he antepuesto mis problemas personales a mi deber para con la Iglesia. Lo siento, me gustaría tener su perdón.

El padre Aguirre se sintió reconfortado por la actitud de Ovidio y le conmovió su pesadumbre.

Había puesto tanto empeño en hacer de aquel joven un hombre útil para la Iglesia que, acaso, había pasado por alto que Ovidio era sólo un ser humano como él mismo.

– No tienes por qué pedirme perdón. Me alegro de que hayas recapacitado. Ahora debo irme, hablaremos en otro momento.

– No me quedo en paz si no sé que me ha perdonado…

– Ovidio, no tengo que perdonarte, lo importante es que te has dado cuenta de que tienes que servir allá donde la Iglesia te necesita. Quédate en paz, hijo mío, y ayuda cuanto puedas en estos momentos difíciles.

– Padre… ¿de verdad la crónica de fray Julián ha desencadenado todo esto?

– ¡Por Dios, qué cosas dices! No, no echemos la culpa a aquel pobre fraile.

– Pero él reclamaba venganza… en su crónica pide que alguien vengue la sangre de los inocentes…

– No nos volvamos locos nosotros también. Fray Julián sufrió porque su conciencia se rebelaba a que se impusiera a Dios haciendo derramar sangre. Por favor, Ovidio, ponte en la piel del buen fraile, pero sobre todo no olvides que es una historia del siglo xiü. A fray Julián le dolía la conciencia y sentía que derramar sangre no podía quedar impune. Ya veo que empiezas a tomarte en serio la crónica de fray Julián…

– Perdóneme, padre, siempre pensé que… en fin, me parecía una excentricidad, una obsesión, su interés por esa crónica. Jamás sospeché que un día iba a convertirse en una pista para un asunto tan terrible como éste.

– Hablaremos de todo esto a mi vuelta. Ahora debo irme.

– ¿Se va de Roma?

– Me voy a París.

– ¿A París?

– Sí, monseñor Pelizzoli os informará de lo que crea que debéis saber sobre cómo están las cosas.

El jesuita pensaba en Ovidio mientras seguía al funcionario que le llevaba al despacho donde Panetta había instalado su cuartel general en París. No le sorprendió encontrar allí a Matthew Lucas, que parecía entenderse bien con Panetta.

– Me alegro de que esté aquí, padre -le dijo a modo de saludo Lorenzo Panetta-. Hans Wein me avisó de su llegada.

– Como puede suponer estamos muy preocupados; no sé si les puedo ser de alguna utilidad… en todo caso he obtenido permiso para estar con ustedes y seguir de cerca la operación.

– Nos serán muy útiles sus consejos y experiencia -le aseguró Panetta-. Y ahora, padre, me gustaría hablar con usted, no sé si bajo secreto de confesión, porque lo que le voy a decir no debe saberlo nadie…

* * *

Raymond no tenía hambre ni ganas de salir. Decidió quedarse descansando en su suite del Crillon. Llevaba un rato intentando leer pero era incapaz de concentrarse y decidió poner la televisión.

El teléfono le sobresaltó, y aún más cuando escuchó al jefe de recepción del hotel.

– Señor conde, perdone que le moleste, pero una dama que dice ser su hija quiere hablar con usted.

Se quedó mudo, sin saber qué decir. Tardó unos segundos en reaccionar. No podía ser cierto que Catherine estuviera allí y mucho menos que quisiera hablar con él.

– No le he entendido -acertó a decir.

– Su hija está aquí y pide que le avisemos. ¿Quiere usted que suba a la suite o prefiere que le espere aquí?

No sabía qué responder. Le resultaba imposible aceptar que Catherine estuviera en ese mismo instante tan cerca de él y sintió que le temblaban las piernas.

– Señor conde… -le conminaba el recepcionista a una respuesta.

– Pregunte a mi hija si prefiere subir aquí o esperarme en el vestíbulo.

Un segundo más tarde el recepcionista le anunciaba que un botones acompañaba a su hija a la suite.

Raymond tenía miedo. Notaba que un sudor frío le recorría la espalda. Temía a Catheríne, de la que sólo sabía cuánto le odiaba. Había soñado con conocerla, abrazarla, pero sabiendo que era un sueño que jamás se cumpliría porque su hija se había negado siempre a encontrarse con él y había hecho público a través de sus abogados su desprecio hacia él, la última vez no hacía ni una semana. Ahora, en dos días, parecía haber cambiado de opinión, primero viniendo a Francia, aunque fuera en un viaje sentimental en busca de las huellas del pasado de su madre y luego pidiendo ir al castillo, y ahora presentándose de improviso en el Crillon.

Unos golpes en la puerta le anunciaron la llegada de Catheríne. Se acercó con paso vacilante a abrir y se quedó inmóvil cuando vio frente a él a aquella mujer de rostro anguloso, cabello castaño con reflejos caoba y unos inmensos ojos negros. El botones les observó con curiosidad mientras esperaba la propina del conde.

Catheríne entró sin decir palabra; parecía segura de sí misma, y en su mirada no se reflejaba ninguna emoción.

– Así que tú eres mi padre -le dijo mirándole fijamente a los ojos.

– Sí -musitó Raymond.

– Eres diferente a como te había imaginado.

Él no respondió. Tenía la boca y la garganta seca y se sentía en situación de inferioridad ante aquella mujer que paseaba su mirada por el salón. Ella tampoco era como la había imaginado; no se parecía a Nancy salvo por la seguridad que desprendía.

– ¿Cómo me habías imaginado? -quiso saber él.

– Supongo que… no sé… con aspecto de monstruo, aunque mi madre decía que habías sido muy guapo, supongo que por eso se enamoró y se casó contigo.

– Así que un monstruo… -musitó él en tono de queja.

– Para mí es lo que eres -respondió Catherine sin vacilar,

– ¿Qué quieres? -le preguntó él con apenas un hilo de voz.

– Quiero visitar los lugares donde vivieron mi madre y mis abuelos. Quiero saber cómo fue su vida aquí. También me gustaría… -Catherine se mordió el labio antes de continuar hablando como si sopesara lo que iba a decir-; en fin, me gustaría saber cómo pudo enamorarse de ti.

– Estabas muy unida a tu madre -afirmó Raymond.

– Lo era todo para mí. Cuando te dejó se dedicó totalmente a mí, hizo lo imposible para que no echara en falta un padre. Nunca me falló, le debo todo cuanto soy.