– El eslabón es Karakoz -afirmó Lorenzo Panetta.
– Además de Karakoz y del conde d'Amis hay otro eslabón, que es el que debemos encontrar -explicó el padre Aguirre-. La pregunta es si esas operaciones de las que el conde hablaba con Salim al-Bashir tienen algo que ver con esa chica o son independientes. Rezo para que podamos evitar una desgracia. He hablado a primera hora con el obispo Pelizzoli, para que hablen con el señor Wein. Entiendo que el señor Wein no quiera que le acusen de tener prejuicios, pero debe ordenar seguir a Salim al-Bashir.
– Será difícil convencer a Hans Wein de que Salim al-Bashir pertenece al Círculo -afirmó Matthew Lucas.
– Puedo equivocarme, pero… sí, en realidad creo que pertenece al Círculo. Creo también que Raymond de la Pallisière se ha confabulado con esta organización para llevar a cabo su venganza contra la Iglesia, por más que ustedes aseguren que el grupo no necesita del conde, pero no me negarán que si éste paga esas operaciones, el Círculo no despreciará ese dinero. Ustedes mismos aseguran que los comandos actúan de forma independiente y que muchos se autofinancian. Para mí está claro que uno o varios grupos islamistas van a perpetrar un atentado contra la Iglesia y que probablemente la financiación de ese atentado corre a cargo del conde d'Amis.
– Me pregunto cómo es posible que el conde entrara en contacto con ellos -murmuró Lorenzo Panetta.
– Ése es otro de los puntos débiles de su teoría -dijo Matthew Lucas al padre Aguirre, haciendo suya la afirmación de Panetta.
– Me tranquiliza saber que van a poner sobreaviso a las autoridades turcas, porque es obvio que habrá un atentado en Estambul y que el día elegido es el Viernes Santo. Tampoco tengo dudas de que habrá un segundo atentado en Roma, que será imposible de evitar si mis superiores en el Vaticano no logran convencer al señor Wein para que siga al profesor al-Bashir. En cuanto a los otros… ¡le pido a Dios que nos ilumine!
– No sé si Dios nos va a iluminar, pero espero que la fuente que hemos conseguido filtrar en el castillo sea capaz de alumbrarnos -afirmó Panetta.
– Si el conde llegara a sospechar que una persona de su entorno le está espiando… no sé, señor Panetta, pero a veces temo lo que pueda pasar.
– No ha resultado fácil contar con una persona dentro, aunque tengo que reconocer que hasta ahora no nos ha dicho nada que no sepamos a través de la intervención de los teléfonos del conde.
– Pero esa persona corre un gran peligro -reiteró el sacerdote.
– Ha asumido correr ese peligro, y recibirá una recompensa por ello -explicó Matthew Lucas.
– ¡Vamos, Matthew, no sea tan duro! Usted sabe que estar en la boca del lobo es peligroso y que puede significar arriesgar la vida. En cuanto a lo de que recibirá una recompensa… Lo importante es que continuemos manteniendo el secreto de nuestra fuente por su propia seguridad -replicó Lorenzo Panetta.
Estambul
El hotel elegido para su estancia era el Etap Istambul Oteli en la calle Mesturiyet Caddesi Tepebasi. Allí el primo de Ylena había reservado dos habitaciones; una la compartían los dos hombres, otra las dos mujeres. Los cuatro estaban tensos e impacientes, además de convencidos de que nada ni nadie les impediría llevar a cabo su venganza. No se habían dado cuenta de que dos hombres les seguían de cerca, y ellos eran seguidos a su vez por una pareja. Hans Wein había hablado con el jefe del espionaje turco avisándole de la presencia de aquel grupo sospechoso que parecía tener relación con Karakoz. Reunidos en una de las habitaciones, los cuatro repasaban el plan.
– Subiremos a Topkapi para que te vayas familiarizando con el lugar -dijo el primo de Ylena.
– No sé si es buena idea que corramos ese riesgo. Es mejor que vayamos el viernes, tal y como está previsto. No te preocupes, tengo memorizado hasta el último detalle. Los dos días que estuve aquí me bastan para saber cómo lo debemos hacer.
– Tiene razón -intervino su prima-, corremos un riesgo si subimos con la silla, y si vamos sin ella y algún guardia la reconoce, cuando volvamos será difícil explicar que se ha convertido en paralítica en tan sólo dos días.
– ¿Ylena, ¿estás segura? -La voz de su hermano reflejaba tristeza.
– ¡Claro que lo estoy! No me importa morir, sé que les vamos a hacer un daño infinito, destruiremos sus sagradas reliquias. Sí, merece la pena morir por ello.
– A veces temo que todo sea una trampa… no entiendo lo que pretende ese hombre con el que te has reunido en París. Nosotros tenemos una razón para hacer lo que hacemos, pero ¿y él?
– También tiene sus motivos, pero a mí no me importan. Nos dijeron que nos podía ayudar y así ha sido. ¿Cuánto tiempo hemos pasado soñando en devolver el daño que nos hicieron? Es nuestra oportunidad. Ese hombre nos ha dado dinero, ha hecho que nos den las armas y el material que necesitamos; a mí no me importa por qué quiere que destruyamos las reliquias de Mahoma, lo que me importa es por qué queremos destruirlas nosotros.
El coronel Halman, jefe del contraespionaje turco, sintió que le temblaban las piernas. De manera que aquel grupo de jóvenes lo que pretendía era destruir las reliquias del Profeta guardadas en Topkapi, el palacio de los sultanes.
Había colocado micrófonos en las dos habitaciones que ocupaban los jóvenes. El Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea les había avisado de la presencia en Estambul de un grupo que podía tener intención de cometer un acto terrorista y las informaciones habían resultado ciertas y precisas. Primero les alertaron sobre la llegada de uno de los jóvenes, después, de las dos mujeres y del otro muchacho.
Él se había instalado junto a varios de sus hombres en el hotel, en las habitaciones que estaban junto a las de aquel comando.
– Me voy al cuartel -le dijo a uno de sus hombres-, el jefe tiene que saber lo que están preparando estos locos. Habrá que hablar con Bruselas.
– Deberíamos detenerles ya -le respondió uno de los agentes.
– No, la orden es no hacer nada y esperar a ver si se ponen en contacto con otros terroristas.
Una hora después Hans Wein recibía una transcripción de la conversación mantenida por Ylena Milojevic, su hermano y sus primos. El director del Centro de Coordinación Antiterrorista no pudo evitar un escalofrío y telefoneó de inmediato a Lorenzo Panetta.
– Te envío por la línea de seguridad una transcripción de las conversaciones de la tal Ylena. Quizá deberías ir a Estambul. No te lo vas a creer, pero quieren hacer volar las reliquias de Mahoma.
– ¿Cómo dices? -le preguntó un asombrado Panetta.
– Al parecer en el antiguo palacio de los sultanes hay un pabellón donde se guardan reliquias de Mahoma, creo que tienen desde pelos de su barba, a espadas, una carta escrita sobre cuero y, lo más importante, parece que su manto. La chica quiere hacerlo añicos aunque le cueste la vida.
– ¡Dios Santo! Eso desencadenaría una reacción incontrolada por parte de los islamistas fanáticos. ¡No quiero ni pensaren lo que serían capaces de hacer!
– Puedes imaginártelo. Hemos tenido suerte y… bueno, reconozco que gracias a ti y a tu empeño de seguir a ese viejo conde francés. Ahora ya sabemos en lo que está metido Karakoz.
– No, no lo sabemos, sólo sabemos una parte, pero no tenemos ni idea de lo que va a pasar en Roma. Te recuerdo que el conde habló con Salim al-Bashir refiriéndose a tres operaciones… Por favor, Hans, ¡habla con los británicos y pide a los italianos que sigan a Bashir!
Hans Wein se quedó unos segundos en silencio que a Lorenzo Panetta le resultaron eternos.
– Hablaré y que decidan ellos. No puedo correr el riesgo de mandar espiar a un reputado profesor que asesora al Gobierno británico. Lo siento, pero no podemos hacerlo sin permiso de los británicos.
– ¡Pues no pierdas más tiempo! ¡Estoy seguro que ese Bashir no es lo que parece!
– Sí, ésa es la teoría del padre Aguirre, pero no te dejes influir por él, mantén la cabeza fría, aunque supongo que estará ahí contigo. El Vaticano no deja de presionarme para que les informe cada hora. Ese jesuita les ha convencido de que va a haber un gran atentado contra la Iglesia, y mira por dónde lo que único que tenemos es un atentado contra el islam.
– ¿Sabes, Hans? El padre Aguirre tiene razón. Él nos dijo que Ylena iba a Estambul a cometer un atentado y así es. Creo que no puedes asumir la responsabilidad de quedarte cruzado de brazos, porque si Salim al-Bashir hace algo en Roma… en fin, tuya será la responsabilidad.
– ¿Me estás diciendo que no compartes cómo estoy dirigiendo la operación?
– Te estoy diciendo que por una vez dejes de actuar como un político que teme cometer un error y dar al traste con su carrera.
– Hablaré con los británicos y tú ponte en contacto con el responsable turco de esta operación, un tal coronel Halman -respondió Hans Wein con evidente mal humor.
Lorenzo Panetta colgó el teléfono y encendió un cigarrillo antes de explicar a Matthew Lucas y al padre Aguirre lo que le había contado Hans Wein.
– Tenía usted razón, padre: la chica está en Estambul para cometer un atentado; al parecer quiere destruir las reliquias de Mahoma que se guardan en un palacio.
– En Topkapi -aseguró con el gesto preocupado el jesuita-, y si lo logra… el mundo estallará por los aires. Los islamistas radicales responderán atacando iglesias, harán correr sangre inocente. ¡Dios mío, quien lo haya planeado lo que pretende es un enfrentamiento entre cristianos y musulmanes!
– Podría estallar una guerra -afirmó Matthew Lucas-; si se enciende esa cerilla será imposible apagar la hoguera.
– ¡Vaya con el conde! -La expresión de Panetta estaba cargada de ira.
– Es su venganza contra la Iglesia: provocar una guerra -musitó el padre Aguirre.
– Hans quiere que vaya a Estambul, pero creo que es mejor que me quede aquí…
– Y yo creo que mi agencia no tiene por qué seguir los dictados de Hans Wein, y por tanto voy a llamar a mi superior para recomendarle que nuestra gente de Roma no pierda de vista a Salim al-Bashir.
– Matthew, esto no lo pueden hacer sin nosotros; no me parece el momento para provocar una guerra entre servicios de inteligencia. Le recuerdo que ésta es una investigación del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea y que estamos comportándonos lealmente con su agencia dándoles toda la información; además, yo le agradezco la ayuda suplementaria que me está dando, pero le pido encarecidamente que no dé un paso sin Hans Wein.