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– Doña María, su hija doña Marian, don Bertran, sus hijos… -continuó Raymond.

– Pero supongo que usted no será cátaro…

– No, no… ya le he dicho que sólo creo en la diosa razón, pero ésta continúa siendo tierra de cátaros, aunque no se manifiesten.

– ¿Continúa habiendo cátaros? -preguntó Ignacio con sorpresa.

– ¡Claro que sí! No se puede aplastar las ideas ni las creencias. No hay familia en Occitania que no descienda de cátaros.

Ferdinand escuchaba a Raymond con preocupación, ya que en sus palabras parecía aflorar cierto fanatismo.

El almuerzo lo compartieron con los otros dos invitados del conde, que dijeron ser estudiosos del catarismo.

Ignacio permaneció en silencio, escuchando rebatir a Ferdinand algunas de las teorías de los dos estudiosos, hasta que sorprendió a todos al dirigir una pregunta al aire.

– ¿Y ustedes creen que existe el Grial?

Ferdinand le miró con asombro y Raymond con curiosidad, mientras los señores Stresemann y Randall guardaron silencio.

– Bueno, lo pregunto porque he leído mucho al respecto. Hay historiadores que creen que el tesoro de los cátaros era el Grial. Mi profesor no lo cree y nos ha enseñado que es un cuento, pero… no sé, perdóneme, profesor Arnaud, que yo no tenga su convicción -explicó Ignacio.

Nadie parecía tener prisa por responder, incluido Ferdinand, que había captado con admiración la trampa que pretendía tenderles el joven sacerdote.

– Tan posible puede ser la teoría del profesor Arnaud como las que apuntan que, efectivamente, hay un tesoro cátaro escondido y que ese tesoro puede ser el Grial -aseveró el señor Randall.

– No hay por qué descartar nada a priori -apostilló el señor Stresemann.

– Sí, los historiadores descartamos las fantasías y elucubraciones de escritores de novelas esotéricas. Señores, la investigación histórica es una ciencia que no podemos dejar que se contamine con la imaginación desbordante de quienes no son científicos -explicó Ferdinand muy serio-. En cuanto a mi querido alumno… veo que no he tenido demasiado éxito con mis enseñanzas… y eso que ha obtenido sobresaliente en mi asignatura y que con el tiempo espero se convierta en mi ayudante.

– ¿Y ustedes, qué creen que puede ser el Grial? -preguntó Ignacio aparentando una inocencia que no dejaba de sorprender a Ferdinand-. Se supone que es la copa en la que Cristo bebió durante la Última Cena…

– ¿Ha leído la obra de Wolfram von Eschenbach? -preguntó el señor Stresemann.

– Sí, es una obra bellísima. En Parsifal el Grial es algo más, algo que proporciona un poder ilimitado a quien lo posea.

– Exactamente -asintió aquel invitado, que por su acento parecía alsaciano.

– ¡Ojalá alguien lo encontrara! -exclamó con entusiasmo Ignacio.

– Hay mucha gente empeñada en encontrarlo, pero no se puede encontrar lo que no existe -sentenció Ferdinand, que parecía reprobar a su alumno.

– Puede que se lo llevaran los templarios -insistió el sacerdote.

– Son falsas las supuestas relaciones entre cátaros y templarios; eso también lo expliqué en clase, y que yo sepa fue uno de los temas del examen final.

– ¿Cómo puede asegurar usted que los templarios no protegían a los cátaros? -preguntó con aire de enfado el señor Randall.

– No lo digo yo, son los hechos los que lo demuestran. El Temple tenía castillos y encomiendas en el Languedoc y una buena relación con los señores de estas tierras, pero eso no significaba que participaran de sus querellas. Lo único cierto es que los templarios estaban luchando contra los musulmanes también en España, y no consideraban que su misión fuera combatir a otros cristianos, por muy herejes que fueran. Tampoco nadie se lo requirió.

– ¿Y no cree que el Santo Grial pudieron traerlo los templarios y esconderlo aquí, en el Languedoc? -intervino Raymond.

– No, porque el Grial no existe, de manera que difícilmente pudieron traer lo que no existe.

– Pero, profesor, hay estudiosos que aseguran que los templarios encontraron una cámara oculta debajo del Templo de Salomón, en Jerusalén, y que allí había importantes secretos, que les dieron mucho poder y que pudieron chantajear a la Iglesia, que temía que se pudieran difundir…

– Eso son elucubraciones esotéricas que no se basan en ninguna prueba. Los templarios se convirtieron en un estorbo para Felipe IV de Francia, que quiso unificar las órdenes militares y someterlas al poder de la Corona, y desde luego quedarse con sus bienes. El rey estaba enfrentado con el papa Bonifacio VIII y organizó una campaña contra él, precisamente porque éste se oponía a que el monarca francés se hiciera con los impuestos sobre los bienes de la Iglesia que el rey necesitaba porque sus arcas estaban secas a cuenta de la guerra contra Inglaterra. Y su hombre fiel, el consejero Guillaume de Nogaret, fue el brazo ejecutor de la política del rey contra el Papa y los templarios.

– Se les acusaba de escupir en la cruz -recordó Raymond esbozando una sonrisa-, lo mismo que los cátaros, que la rechazaban.

– Fue un templario expulsado de la Orden quien empezó a difundir las acusaciones de blasfemia, sodomía, ritos iniciáticos secretos… Este hombre le sirvió en bandeja a Nogaret la excusa para que Felipe iniciara el proceso contra el Temple. Nogaret convenció al inquisidor de Francia, confesor además del rey, para que comenzara a investigar al Temple. En ese momento ya era papa Clemente, que reprendió al inquisidor y protestó al rey por meterse en camisa de once varas. Pero Felipe, a través de Nogaret, volvió a desatar una campaña contra el Papa; aun así, Clemente se resistió cuanto pudo, y hay que recordar que al principio los templarios fueron declarados inocentes por el Papa, que luego decidió que se investigarían las actuaciones de los caballeros, pero individualmente para no acusar a la Orden en su conjunto, ya que algunos templarios habían admitido esas prácticas de las que se les acusaba, aunque otros se retractaron alegando que habían confesado bajo tortura…

– Pero ¿escupían o no en la cruz? -interrumpió tajantemente Raymond.

Ferdinand observó la mirada burlona de Raymond acorde con la intención de la pregunta. El joven sólo aceptaría un «sí» o un «no», poco le importaban las explicaciones o los matices.

– Después de haber sido torturados, algunos templarios confesaron crímenes horrendos, pero en mi opinión, ateniéndome a documentos, es decir, a los hechos, el Temple no era una orden esotérica, por más que algunos novelistas los utilicen como recurso literario presentándolos como unos caballeros misteriosos. La disolución del Temple fue un pulso entre el rey de Francia y el Papa, por motivos que nada tenían que ver con los estrictamente religiosos. Felipe, entre otras cosas, pretendía que Clemente condenara a su antecesor Bonifacio VIII por herejía, a lo que el nuevo Papa se opuso, pero Clemente tampoco podía enfrentarse del todo al rey y terminó cediendo con los templarios.

– No ha respondido mi pregunta -insistió Raymond.

– Si te torturaran, a ti o a cualquiera de nosotros, terminaríamos confesando lo que nos pidieran, de manera que los testimonios obtenidos bajo torturas no tienen un cien por cien de fiabilidad. Por más que muchos se empeñen en presentar al Temple como una orden misteriosa, la realidad es que no lo fue, aunque tuvieron la mala suerte de que su último gran maestre, Jacques de Molay, no fue un dechado de inteligencia y tampoco un político avezado. No diré que tuvo responsabilidad en lo sucedido, pero sí que no era el hombre para hacer frente a una circunstancía tan difícil como aquélla.

– De manera que no niega que escupieran en la cruz -afirmó Raymond satisfecho.

– Sí lo niego: todas esas historias estrafalarias sobre que encontraron el Grial y otros secretos que pueden poner en dificultades a la Iglesia son cuentos, ¡por favor, no confundamos las novelas con la historia!

– Usted le tiene declarada la guerra a los novelistas -apuntó Ignacio.

– Una novela que trata de historia puede ser muy entretenida, pero eso no significa que esté ofreciendo una versión real de lo sucedido.

Cuando concluyó el almuerzo Ravmond se ofreció para hacerles de guía por Carcasona. Al día siguiente, a primera hora, saldrían para Montségur.

A Ferdinand le llamaba la atención la capacidad del jesuita para ganarse la confianza de Raymond; lo hacía cuestionando la verdad histórica para dar cabida a la fabulación, que era el terreno donde desde hacía años se empeñaban en moverse tanto el conde como su hijo.

Ignacio se mostró entusiasmado por Carcasona, y Ferdinand entendió que en eso era sincero.

Por la noche alegó un fuerte dolor de cabeza y cansancio para no bajar a cenar. Lo había acordado con Ignacio, puesto que su presencia coartaba al hijo del conde, que parecía sentirse cómodo con el sacerdote.

Sin embargo, la cena fue decepcionante, ya que ni Raymond ni los otros invitados dijeron nada sustancial ni dieron ninguna pista sobre el supuesto hallazgo del Grial e Ignacio no se atrevió a preguntarles.

A la mañana siguiente se levantaron al amanecer para ir a Montségur. Allí Raymond, dejándose llevar por la magia del entorno, confesó a Ignacio lo que estaban buscando en un momento en que Ferdinand deliberadamente se separó de ellos.

– El profesor Arnaud es un escéptico. Por eso su trabajo sobre fray Julián carece de pasión, por más que todos digan que es espléndido. En realidad mi padre esperaba más.

– ¿Y qué esperaba?

– Alguna pista sobre el tesoro.

– Pero ¿cómo iba a saber fray Julián dónde estaba el tesoro?

– Doña María confiaba en él; no olvides que ella bajó de Montségur con los dos perfectos que llevaban el tesoro.

– Tienes razón -accedió Ignacio-. Y vosotros que lleváis tanto tiempo excavando, ¿no lo habéis encontrado?

Raymond decidió fiarse de aquel joven con el que tanto congeniaba.

– No hemos encontrado nada, ésa es la verdad. Nada que podarnos decir que es el Grial. Hay estudiosos que creen que el Grial es una piedra caída del cielo con poderes ilimitados y que está guardada en algún lugar de por aquí. Otros estudiosos piensan que se la llevaron los templarios a Escocia y que la enterraron en Edimburgo. Y… bueno, un profesor que ha estado aquí sostiene otra teoría: piensa que a lo mejor el Grial no es un objeto.

– ¿Y entonces qué es?

– Puede ser una persona.