Desde entonces entraba y salía del kibbutz con familiaridad, la misma con la que David iba a su casa, donde siempre había sido bien recibido. Ahora tendría que decirle que no volviera. Él tampoco volvería a cruzar la cerca.
Mahmud había dicho que al día siguiente le mandaría a buscar para comenzar su entrenamiento militar. No sabía disparar, sólo arar, pero tendría que aprender a empuñar un arma y matar. Matar. La palabra se le antojaba terrible e irreal. ¿Cómo sería matar? ¿Qué sentiría al ver desplomarse a un hombre ante él? ¿Y si era él quien resultaba muerto?
Siguió caminando sin rumbo hasta sentirse agotado. No sabía cuánto tiempo había andado; tanto le daba: temía la llegada de la mañana.
– No te deberías fiar tanto de él; algún día nos tendremos que enfrentar, es irremediable -sentenciaba Yacob dirigiéndose a David y al grupo de jóvenes con los que departía después de la cena.
– Es mi amigo y nunca lucharé contra él. Podemos hablar y discutir las diferencias, no hay por qué matarse. Nuestro problema son los ingleses, no los palestinos -argumentaba David.
– Nuestro problema es todo el mundo. Los ingleses ya han aflojando la cuerda y permiten la entrada de inmigrantes. Sabemos que muy pronto habrá una nueva resolución de Naciones Unidas proponiendo la creación de dos Estados, pero los árabes se negarán -explicaba Yacob con un deje de impaciencia.
– Estás muy seguro de que dirán que no, pero si consultan a los palestinos a lo mejor os lleváis una sorpresa… -alegaba David.
– Sigues siendo francés -le respondió un hombre mayor que fumaba en pipa-. Esto es Oriente, aquí no funcionan las reglas de la democracia. Nadie va a consultar a los palestinos, serán los egipcios, los jordanos, los sirios, los saudíes, los que decidan por ellos. Llevan tiempo organizándose. Ya hemos tenido enfrentamientos, nos han atacado, en otros kibbutzim se han producido bajas por ataques guerrilleros. ¿Por qué crees que patrullamos la cerca durante toda la noche? Nos atacarán, les ordenarán que lo hagan y lo harán.
David iba a replicar pero se calló. Todos respetaban a Saul, el tipo de la pipa, un hombre que había nacido en Israel, como sus padres, sus abuelos y los padres y los abuelos de éstos. Toda su familia había permanecido en aquella tierra sagrada siglo tras siglo, sobreviviendo a romanos, árabes, cruzados, tártaros, turcos y, también, al protectorado británico. Saul formaba parte de la Haganá, las fuerzas de defensa que habían puesto en marcha para defenderse de los ingleses y de los ataques de los árabes. Recorría el país, iba de un lugar a otro, hablaba árabe a la perfección y podía confundirse con cualquier palestino. Saul era una leyenda porque había vivido en uno de los primeros kibbutzim, en Tell Hay, y también símbolo de valentía y de bravura para todos aquellos que llegaban a Eretz Israel, porque había resistido y repelido los ataques de los árabes del norte.
Eran pocas las cosas que se escapaban a la mirada de Saul, porque tenía amigos en todas partes y, como decía Yacob, fuentes de información hasta en el infierno.
Continuaron hablando un rato más sobre lo que se podía avecinar si finalmente Naciones Unidas votaba a favor de la formación de dos Estados. Saul aseguró que los países árabes rechazarían la fórmula y que entonces se recrudecerían los conflictos con los palestinos.
– Sólo contamos con nosotros mismos, no lo olvidéis -les recordaba Yacob-. Nadie vendrá a ayudarnos, de manera que tendremos que defendernos casa por casa, piedra por piedra.
Yacob destilaba amargura. Era alemán, de Munich, y había llegado a Israel en 1920 a instancias de su padre, que veía cómo la inflación monetaria y el avance del antisemitismo prendían con fuerza entre los alemanes.
Como otros jóvenes, Yacob dejó atrás a su familia, su hogar, sus amigos, su vida. Había participado en la fundación de la primera asociación obrera israelí, y luego ayudó a fundar aquel kibbutz que ahora dirigía.
Sus padres, al igual que la mayoría de su familia, habían muerto en las cámaras de gas. Era el único superviviente de su entorno, y había perdido la sonrisa para siempre.
Saul y Yacob les anunciaron que desde el día siguiente iban a dedicar más tiempo a la instrucción militar, tanto ellos como ellas. Ya no se trataba simplemente de pasearse alrededor de la cerca con un fusil de caza al hombro. Además el kibbutz, al igual que otros, iba a dedicarse a la producción de armas ligeras y munición.
– ¿Y quién nos va a enseñar a hacerlas? -preguntó ingenuamente Tania, la chica rusa que tanto le gustaba a Hamza.
– Vendrá gente de la Haganá, ellos os enseñarán. Necesitamos más armas, debemos estar preparados. No es suficiente con lo que tenemos de los británicos y los polacos. Nadie nos regala nada, por más que nuestra gente hace lo imposible por conseguirlas. Estamos mal armados frente a los árabes, y necesitamos poder defendernos. Debéis aprender a disparar una pistola, una metralleta… También a luchar con vuestras manos o con un cuchillo. A partir de mañana dedicaremos unas horas a la instrucción, así como a construir armas -les anunció Saul.
– Entonces, es inevitable… -murmuró David.
– Lo es, y cuanto antes lo asumas, mejor para ti y para todos -replicó Yacob-. Antes estabas dispuesto a luchar, decías que no podíamos dejarnos quitar la tierra, que sólo si teníamos un hogar no se repetiría lo que le ha sucedido a tu madre y a tus tíos. ¿No lo recuerdas? ¿Por qué dudas ahora?
– ¡Claro que quiero luchar por esta tierra! Sé que los judíos necesitamos un hogar propio, y que no podemos continuar de prestado en países que luego nos tratan como ciudadanos de segunda o nos matan. No tengo dudas sobre eso, sólo que… sólo que yo creo que es posible vivir en paz con los palestinos, que es posible llegar a acuerdos con ellos, que nuestros derechos son compatibles con los suyos.
El alegato apasionado de David era bien recibido por el resto de los jóvenes. Saul se daba cuenta de que a pesar de la dureza de la vida en el kibbutz, de los discursos alertándoles de los peligros, ellos tenían fe, no sólo en el futuro, sino también en sus congéneres, fueran quienes fueran, y que estaban hartos de tener enemigos.
– Mañana vendrás conmigo, David. Tengo que visitar a algunos amigos palestinos. Son jefes en sus respectivas comunidades, mi familia y las suyas se conocen desde siempre. Son amigos, David, amigos a los que quiero y contra los que tendré que luchar, y ellos contra mí. Vendrás conmigo para que te expliquen lo que va a suceder por más que no nos guste.
David no lograba conciliar el sueño aquella noche. Se despertó un par de veces envuelto en sudor atacado por la misma pesadilla: se veía en una refriega, disparando, y luego sentía un dolor in-tenso en el estómago y se despertaba angustiado.
Optó por levantarse y sentarse a leer, pero no lograba concentrarse. Aún no había terminado el libro de su padre sobre fray Julián. No sabía por qué, acaso sentía rechazo, no tanto por aquel fraile que le parecía tan pusilánime, sino por su descendiente, aquel conde al que aborrecía con toda su alma. En su fuero íntimo pensaba que todas sus desgracias habían comenzado en el castillo del conde d'Amis. Además, la obsesión de su padre por la crónica de fray Julián también les había alejado. Nunca se lo había dicho, pero le reprochaba que no quisiera reconocer qué clase de gente era el conde y sus amigos; él no tenía duda de que se trataba de nazis o por lo menos simpatizantes, por más que su padre le hubiera dicho que buena parte de los franceses no tenían motivos de sentirse orgullosos de lo sucedido durante el Régimen de Vichy. Todo el mundo miraba hacia otra parte, era la manera de resistir, decía. Pero no era verdad; hubo gente que resistió de verdad, que se enfrentó a los nazis, que murió luchando. Su abuelo paterno le había hablado de los republicanos españoles, de aquellos hombres que habían organizado la Resistencia, que no se habían rendido y aguantaron hasta el final.
Pasó la mano por encima de la tapa del libro sin decidirse a abrirlo. Quería leerlo antes de que llegara su padre para comentárselo, pero no había pasado de la página diez. Sabía que su padre no le haría ningún reproche si no lo leía, aunque para él sería una satisfacción que lo hiciera. Lo intentaría al día siguiente. En ese momento se sentía demasiado conmocionado por la charla de Saul y Yacob. No quería ser enemigo de los palestinos aunque sabía que éstos desconfiaban de los colonos judíos, porque así se lo habían dicho Hamza y su padre Rashid. «El problema -se decía- es que nadie hace nada para que nos sentemos a hablar los unos con los otros y decidir cómo queremos vivir y organizarnos. ¿Por qué nadie se decide a hacer ese esfuerzo? ¿Por qué?» Si les dejaran a Hamza y a él, seguro que lo arreglaban sin problemas; discutirían, sí, pero llegarían a un acuerdo.
A lo mejor Hamza y él tenían que dedicarse a la política para hacer entrar en razón a sus gentes.
20
Aún no se había puesto el sol cuando unos golpes secos en la puerta despertaron a Hamza. Se restregó los ojos y miró la hora en el despertador. Fuera del cuarto que compartía con sus hermanos se oía ruido. Su madre y sus hermanas ya estarían trajinando en las labores de la casa, y su padre estaría a punto de dar de comer a los animales antes de salir al campo.
Unas voces le alertaron. Su padre hablaba con alguien en voz baja; un segundo después abría la puerta del cuarto. -Levántate, Hamza, te esperan.
Se aseó deprisa y se vistió con mayor rapidez todavía. Sentía los latidos de su corazón y pensaba que los demás también los escucharían. Su madre había colocado un tazón de leche de cabra encima de la mesa y le indicó que se lo tomara rápido.
Un hombre, que permanecía de pie en el umbral de la puerta, le miró con impaciencia.
– No tenemos todo el día. Hay que irse antes de que se despierten los judíos. Mejor que no te vean.
Apenas dio un sorbo a la leche, se secó la boca con el dorso de la mano y le dijo al hombre que estaba listo.
Salieron de la casa sin hacer ruido. Sentía la mirada de sus padres clavada en la espalda. Ese día comenzaba el resto de su vida e intuía que sería mucho peor que la que dejaba atrás.