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– Te presento a David Arnaud. Es francés, y lleva ya un tiempo con nosotros.

– ¿Vive en el kibbutz?

– Sí, a su madre la mataron en Alemania.

– Lo siento -musitó la mujer mientras le tendía la mano y le saludaba con simpatía-. Cuesta creer lo que hicieron…

David no sabía qué decir. Optó por esbozar una sonrisa y guardar silencio.

– Pasa. Abdul está con unos amigos, pero querrá verte enseguida, ya le he mandado avisar.

Pasaron al vestíbulo y a David le sorprendió la sobriedad y elegancia de la casa. La mujer desapareció por una puerta haciéndoles un gesto para que esperaran. Un minuto después se abrió otra puerta y un hombre alto, moreno y vestido también a la occidental, con traje y corbata, abrió los brazos para abrazar a Saul.

– ¡Saul! Pasa, buen amigo, no te esperaba. Estoy con algunos amigos, y es una suerte, porque así podremos hablar contigo de lo que está pasando.

Saul le presentó a Abdul, y David se dio cuenta de que estaba ante un hombre especial. Con ademanes elegantes se dirigió a él en inglés con el acento de las clases altas, antes de que Saul le dijera que podía hablar y entender árabe. Emanaba poder.

Pasaron a una sala amplia donde una mesa grande ocupaba todo el centro. A su alrededor varios sofás bajos llenaban la estancia. Diez hombres, algunos bebiendo café, otros té, charlaban animadamente.

Les recibieron con cordialidad y enseguida les acomodaron entre ellos.

Después de unos minutos de charla intrascendente dedicada a formalidades, Saul se dirigió a Abdul y todos los hombres presentes.

– Estamos cerca de conseguir que Naciones Unidas proponga la creación de dos Estados. Nosotros aceptaremos; es una oportunidad para todos, pero nuestras noticias no son buenas: cada vez hay más kibbutzim atacados, la carretera de Jerusalén se ha convertido en una trampa y algunos de los nuestros han sido ametrallados… ¿Qué podéis decirme, amigos míos?

Los hombres le habían escuchado en silencio con preocupación y antes de que Abdul hablara lo hizo un hombre ya mayor, con la cabeza cubierta con la kufiya.

– Estamos divididos. Muchos de los nuestros no os quieren aquí. Primero llegaron unos pocos y luego más y más. Los nuestros temen que os quedéis con todo, que seamos nosotros quienes paguemos lo que han hecho los alemanes.

– ¿Y tú qué piensas? -le preguntó Saul.

– A esta tierra nunca la han dejado vivir en paz, pero es nuestra; nosotros estábamos aquí, y ahora, ¿qué pasará? Creo que podríamos vivir en paz, pero hay fuerzas importantes que creen lo contrario, os prefieren fuera de aquí, no quieren un Estado judío en nuestra tierra. ¿Qué podemos hacer nosotros?

– Decir que podemos vivir juntos y en paz.

– ¿Y podemos? -preguntó el anciano.

– Nosotros queremos que así sea; sólo necesitamos un hogar.

– ¿Quitándonos el nuestro?

– No éramos libres antes de que comenzaran a llegar judíos. Tu familia siempre ha estado aquí, la mía también, sufriendo a británicos, turcos, tártaros y, antes también, a árabes y a romanos… Pero creemos que juntos podemos vivir en paz.

– Nuestros líderes religiosos no lo ven así-respondió el anciano.

– Vuestro principal líder es un nazi y lo sabéis bien; Amin Husayni era amigo de Hitler y ha envenenado a muchos de vosotros inoculando el odio hacia nosotros. Pero ha llegado la hora de decir no a los locos.

– No es tan fácil, Saul -intervino Abdul-. ¿Crees que no lo hemos intentado? Muchos de nosotros llevamos semanas viajando, yendo de un lugar a otro, hablando. Pero estamos divididos, y los que creemos que es posible vivir juntos tememos ser tachados de traidores. ¿Tenemos que regalar nuestra tierra? Eso es lo que nos preguntan, ¿y por qué hemos de hacerlo? Nos están invadiendo, arrinconando, quedándose con todo… es lo que dicen.

– Tú sabes, Abdul, que la tierra que tenemos o era nuestra o la hemos comprado. No hemos robado nada a nadie, no nos queremos quedar con todo. Sólo necesitamos un pedazo de tierra para tener un hogar, un Estado. Es el momento de que vosotros también tengáis un Estado y que dejéis de ser súbditos y de depender de otros, es el momento de que nosotros y vosotros cojamos las riendas de nuestros propios pueblos y hagamos algo juntos.

– No será posible -terció de nuevo el anciano.

– No lo será si no queremos que lo sea -afirmó Saul.

David les escuchaba en silencio. No comprendía todo lo que decían porque hablaban con rapidez, pero sí lo suficiente para darse cuenta de que Saul y aquellos hombres eran amigos, se conocían y se respetaban, para confirmar que si dependiera de ellos no habría enfrentamientos.

– ¿Y por qué no un Estado palestino en que podáis vivir los judíos? -propuso un hombre de mediana edad, vestido a la occidental, lo mismo que Abdul.

– No, Hattem -respondió Saul-, no vamos a vivir en ningún Estado que no sea el nuestro. Si tú gobiernas sé que nadie me perseguirá, pero ¿y si lo hace otro? Los judíos necesitamos una patria y sólo puede ser la que siempre ha sido. De aquí se fueron muchos de los míos, que ahora están regresando, y otros se quedaron. Nosotros decimos que podemos vivir juntos, que debéis poner fin a los ataques a los kibbutzim, no tenemos por qué enfrentarnos. Estamos a tiempo de evitar una guerra.

– ¿Estás seguro de que Naciones Unidas os permitirán crear un Estado? -preguntó Hattem.

– Es lo más probable, sí. Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia apoyan la creación del Estado de Israel. ¿Tiene sentido que os opongáis? Eso nos llevará a la guerra y perderemos todos, vosotros y nosotros, sólo que nos tendréis que matar a todos, no podréis dejar ni a un solo judío vivo, porque lucharemos todos. Esta vez no nos dejaremos matar. No, eso no sucederá nunca más.

Discutieron un buen rato sin ponerse de acuerdo. Un sirviente entraba de vez en cuando con agua fresca, té, café y fruta.

David se removía en el sillón, cansado de la inmovilidad y de aquella discusión, que veía no conducía a ninguna parte.

Hasta dos o tres horas después no se marcharon los invitados de Abdul; entonces se quedaron a solas con su anfitrión.

– Lo siento, Saul, he perdido -confesó Abdul levantando las manos en un gesto de impotencia.

– Entonces…

– Entonces estaremos en bandos distintos, lucharemos y nos mataremos y de nada servirá tu muerte y la mía.

– ¿Lucharás?

– Debo estar donde estén los míos. Aunque se equivoquen. Tú harías lo mismo.

– Sí, Abdul, yo haría lo mismo. Rezaré para no encontrarnos en ninguna batalla.

– Yo también rezaré porque no me perdonaría tener que matarte, hermano mío.

Los dos hombres parecían emocionados. David se daba cuenta de que entre ellos el afecto era tan profundo como sincero y se preguntó qué era lo que les unía. Él, que había juzgado con dureza a Saul creyéndole incapaz de entender su amistad con Hamza, descubría que tenía lazos de afecto firmes como las rocas con aquel hombre llamado Abdul.

– Quedaos a dormir esta noche en mi casa -les invitó. -No podemos, he de visitar a algunos amigos -respondió Saul.

– No tendremos muchas oportunidades más -se lamentó Abdul.

– Las buscaremos. ¿Crees que alguien puede destruir nuestra amistad? No, Abdul, aunque tuviéramos que matarnos seguiríamos siendo amigos, yo te llevaré siempre en mi corazón. Te debo la vida -recordó Saul riendo.

– ¡Es que siempre fuiste un imprudente! -respondió Abdul con otra carcajada.

– Cuando éramos pequeños me caí en una acequia -explicó Saul a David que les miraba atónito-, aún no sabía nadar, y él tampoco, pero se tiró a por mí y me sacó. No sé cómo lo consiguió, porque yo me agarraba a su cuello con fuerza y Abdul pateaba el agua con las manos y los pies intentando mantenernos a flote a los dos. Consiguió agarrarse al saliente de una piedra y tirar de mí hasta que logramos salir. Creo que no he bebido más agua en mi vida.

– Ni yo, amigo mío, ni yo…

Abdul y Saul conversaron durante un rato sobre otras anécdotas de cuando eran niños. David les veía reír mientras recordaban, pero sus risas estaban cargadas de nostalgia.

Caía el sol cuando se despidieron de Abdul y de su esposa en el umbral de la casa. Era palpable la emoción que sentían ambos y la tristeza de la esposa de Abdul.

Estaban subiendo al coche cuando Abdul les llamó:

– ¡Saul, ésta siempre será tu casa! ¡Aquí estarás a salvo, pase lo que pase!

Saul se bajó del coche y se dirigió a la casa; de nuevo ambos hombres se fundieron en un abrazo, ante el asombro de David al ver a aquellos dos hombres, dos guerreros, tan emocionados porque tenían que enfrentarse y luchar.

– Yo vivía en aquella casa -le dijo Saul señalando una construcción de piedra muy parecida a la de Abdul, localizada a pocos metros de donde se encontraban.

– Y ya no vive nadie allí…

– Mis padres murieron y yo comencé a trabajar con los grupos de judíos que llegaban a Eretz Israel. Y aunque sabes que nunca estoy en ningún sitio fijo, donde más tiempo paso es en el kibbutz.

Llegaron frente a una verja más baja que la de la casa de Abdul, pero a diferencia de ésta no salió ningún hombre armado. Saul condujo el coche hasta la puerta de la casa, de la que en ese momento salía un anciano vestido a la manera tradicional de los palestinos, con la kefiya cubriéndole la cabeza.

– ¡Saul!

El anciano abrazó a Saul y ambos entraron en la casa sin prestar atención a David que los seguía con curiosidad.

Una mujer palestina con un traje desde el cuello hasta los pies y con el cabello cubierto con el hiyab empujaba a su marido para poder abrazar a Saul.

– ¡Cuánto tiempo sin venir! ¿Qué te ha pasado? -le reprochó la mujer.

– Trabajo, mucho trabajo -se excusó Saul-, pero siempre me acuerdo de vosotros.

– Puedes estar tranquilo, guardamos tu casa como si fuera nuestra -afirmó el anciano.

– Lo sé.

La mujer fue corriendo a por agua, té, fruta y dulces, que colocó primorosamente en una bandeja.

David notó que la vivienda tenía una estructura parecida a la de Abdul, incluso sala con sofás rodeando una mesa que ocupaba el centro.

Se sentaron y Saul escuchó las explicaciones del hombre sobre la última cosecha, las novedades entre los vecinos y el dolor de huesos por la edad.