Mahmud saltó por encima del cadáver disparando una ráfaga de subfusil contra aquel hombre que acababa de matar a Hamza. Poco le importaba la muerte de su compañero, pero sintió una oleada de satisfacción cuando vio caer al joven junto al cuerpo de Hamza. El muy estúpido había dudado, había bajado el arma, incluso había sonreído a su asesino. Merecía morir como un perro por su cobardía.
Dio orden de replegarse y, mientras salían del kibbutz, se escucharon las explosiones de la dinamita. Se sentía satisfecho, la operación había sido un éxito: aquel kibbutz había desaparecido de la faz de la tierra.
Era un milagro que aún estuviera vivo. Los disparos de Mahmud le habían reventado un pulmón, hecho añicos la clavícula, perforado el estómago y destrozado una pierna.
Durante varios días transitó por el mundo de los muertos. Los doctores que le atendían se sorprendieron de la resistencia de su corazón y de que no cejara de luchar por la vida.
El ataque al kibbutz había sido una carnicería. Sólo cinco niños habían salvado la vida; de los cien adultos habían sobrevivido treinta, entre ellos él mismo.
Aún no podía hablar: una máscara de oxígeno le ayudaba a respirar y se sentía sin fuerzas siquiera para abrir los ojos. Había creído ver a Martine una vez que los abrió, quizá también a Saul, pero no estaba seguro.
Escuchaba a los médicos decir que aún no le habían rescatado de las garras de la muerte, que era pronto para decir si viviría. Tanto le daba. Prefería dormir, sumirse en los brazos de los fármacos que le suministraban para aliviar los dolores. Cuando recobraba la razón, por tenue que fuera, veía a Hamza sonreírle, ir hacia él con la pistola bajada. Sí, había visto con claridad cómo su amigo no tenía ninguna intención de dispararle, pero él, en cambio, no había dudado un segundo. Le vio caer sonriéndole como si se tratara de un juego, como queriendo decirle algo.
No podría vivir con la mirada de Hamza en su retina. En ningún momento de su vida mientras estuviera despierto podría dejar de ver el rostro sonriente de Hamza y su mano bajando la pistola. En ese instante Hamza había demostrado su valor y él su cobardía. Ese instante le perseguiría como una pesadilla, y él no aceptaría convertirse en un fugitivo. Mejor morir. ¿Por qué no se rendía su corazón? ¿Por qué se empeñaba en latir? Si tuviera fuerzas, se arrancaría todos esos tubos que le tenían aprisionado a la cama, que entraban y salían de su cuerpo uniéndole a unos aparatos que se le antojaban monstruosos.
Tanto esfuerzo por salvarle la vida, ¿para qué? Si la recuperaba, se la quitaría él mismo. Eso es lo que quería decirles pero no le oían, acaso porque no le salían las palabras.
– David, hijo, ¿me oyes?
Creyó escuchar la voz de su padre e intentó abrir los ojos, pero los sentía pesados. No podía ser. Era otro sueño. Otra pesadilla. -Doctor, ¿cree que me oye?
– No lo sé, no se lo puedo decir; es un milagro que aún viva, pero desconozco la evolución que tendrá, ni sé si se podrá mover, o no… Es su corazón el que se ha resistido a morir, un corazón joven y fuerte que no ha dejado de latir. Sigue en coma, no sé cuánto tiempo continuará así…
La voz de su padre murmurándole palabras de aliento le llegaba hasta lo más recóndito del cerebro en aquel sueño del que parecía no poder despertar.
También creía escuchar la voz de su abuelo alentándole a abrir los ojos y a luchar.
– No te rindas, David, estamos aquí, vive, tienes que vivir. A veces les escuchaba con más claridad; otras el sonido se perdía en la negrura de su mente.
– Mi hijo sufre, lo sé -creyó escuchar a su padre. -No, no sufre, está sedado, no se preocupe, no piensa ni siente -respondía el médico.
– Usted se equivoca, lo veo en la expresión de su cara. David sufre, sufre un dolor profundo e insoportable… haga algo… no le deje padecer.
– Le aseguro que no sufre, está totalmente sedado, es imposible que sienta nada.
– Mi hijo siente, doctor, mi hijo siente… yo lo sé, yo siento que siente.
Hamza le sonreía y le tiraba de la mano. No estaba enfadado con él. Quiso hablarle pero no le salían las palabras. Necesitaba pedirle perdón por haberle matado, pero su amigo no quería escucharle, sólo tiraba de su mano llevándole consigo hacia la eternidad.
Ferdinand notó que la mano de su hijo se había quedado helada. Se la apretó con fuerza y luego llamó a la enfermera, gritando.
Entraron otros dos médicos y más enfermeras, mientras él se encomendó a Dios pidiéndole que esta vez no le fallara. No recordaba haber rezado desde la niñez, salvo cuando buscaba a Miriam. Entonces no se había apiadado de él; no podía volver a abandonarle.
Se abrió la puerta de la habitación en la que su hijo yacía monitorizado desde hacía dos largos meses. Las enfermeras salían con la expresión del rostro contraída, como quien acaba de sufrir una dolorosa derrota, dejando que fueran los médicos los que se acercaran a él.
Antes de que dijeran nada, Ferdinand supo lo que iba a oír.
Gritó. Un grito desgarrado repleto de un dolor insoportable. Le sujetaron para evitar que se golpeara la cabeza contra la pared, le obligaron a sentarse, mientras una enfermera le descubría el brazo para inyectarle un calmante, como si algo pudiera calmar el dolor del alma.
Le enterraron en el kibbutz, cerca de la verja que les separaba de la huerta de Rashid. Ferdinand vio a aquel hombre mirarle a través de los árboles y reconoció en sus ojos el mismo dolor que él sentía. Su hijo había matado al hijo del árabe y otro hombre había matado al suyo.
No tenían nada que decirse, ni siquiera habrían sido capaces de darse consuelo.
Cuando la última pala de tierra cubrió la tumba, Ferdinand supo que había perdido definitivamente. Su vida ya carecía de sentido. Su padre le sujetaba cubriendo su espalda con el brazo, y al otro lado, Inge le daba la mano. Se había presentado allí junto a John Morrow. Como siempre, Inge estaba presente en los momentos más trágicos de su vida.
Detrás de ella, Martine lloraba en silencio.
Miriam no tenía tumba. Había desaparecido en una fosa común en Berlín. Su hijo se quedaba en aquel rincón del mundo, en una patria que quería para sí, en un lugar que proclamaba que sólo luchando se podría evitar lo que le sucedió a su madre.
Un hombre con una pipa vacía en la mano se le acercó.
– No hay palabras para consolar a un hombre que ha perdido a un hijo, pero quiero que sepa que su asesino está muerto.
Luego se dio la media vuelta y se marchó. Ferdinand, inmóvil y sin saber qué hacer o decir, escuchó a Martine que le susurró una explicación.
– Se llama Saul y es un oficial de la Haganá. Anoche vengó la muerte de David: buscó al hombre que le había disparado, averiguó su nombre. Se trataba de Mahmud, un dirigente de la guerrilla. Saul le mató y se jugó la vida para hacerlo. Fue solo, le sorprendió en su casa cenando con algunos de sus hombres y acabó con la vida de todos.
– ¿De qué me sirve su muerte? -preguntó Ferdinand.
– Ojo por ojo, diente por diente, ésa es la ley en Oriente. Si matan a uno de los nuestros, tienen que saber que no podrán esconderse, porque los encontraremos y los mataremos. Estamos solos, Ferdinand, muy solos; rodeados de enemigos por todas partes, no podemos permitirnos el lujo de la debilidad. Para Saul no ha sido sólo una respuesta que había que dar; él tenía afecto a tu hijo, sabía lo que para David representaba Hamza, y temió siempre el momento en que tuvieran que enfrentarse.
– Fue David el que mató a Hamza.
– Sí, le disparó, le enseñaron a defenderse. No puedes imaginar el infierno de aquella noche, quince niños murieron asesinados…
– Lo sé, Martine, lo sé. No juzgo a nadie, sólo sé que mi hijo está muerto y que otro joven también lo está, que ni sus padres ni yo tendremos consuelo. A ellos les quedan otros hijos, a mí no me queda nada salvo esperar el momento de mi propia muerte.
– Eres un gran historiador…
– Soy un hombre perdido en su propia historia.
23
Ignacio rezaba en la capilla cuando un sacerdote se le acercó para decirle que le llamaban del Vaticano.
Se levantó, nervioso, preguntándose quién podía llamarle desde Roma un sábado.
La voz del padre Grillo le sobresaltó. Hacía dos meses que había terminado su trabajo temporal en la Secretaría de Estado y había regresado a sus estudios en la universidad. Aquel tiempo transcurrido entre los muros del Vaticano le había afectado, aunque en realidad lo que más le había marcado había sido su extraño viaje a Francia.
– Te prometí que te daría noticias del profesor Arnaud. Acabo de recibir un telegrama de Jerusalén. Su hijo ha muerto, le enterraron hace unos días y el profesor regresa a Francia.
– ¡Dios mío, pobre hombre! -exclamó Ignacio.
– Sí, el profesor Arnaud es un hombre al que Dios ha mandado unas pruebas terribles… debe de estar destrozado.
– Sólo tenía a su hijo -musitó Ignacio-, pensé que Dios se iba a mostrar misericordioso con él salvándole la vida.
– No pudo salir del coma profundo en que estaba; si ha resistido tanto tiempo es porque su corazón era joven, pero los médicos nunca creyeron que pudiera vivir.
– He rezado tanto por él… -se lamentó el joven sacerdote.
– Todos hemos rezado.
– ¿Cree que podría darme la dirección y el teléfono del profesor Arnaud?
– Cuando vengas te los daré. ¿Podrías acudir ahora al despacho?
– ¿Ahora?
– Sí, he hablado con tu superior y no tiene inconveniente en que vengas, salvo que tú no puedas por algo.
– No, no tengo nada especial que hacer, iré.
– Te espero.
La llamada del padre Grillo le desconcertó. ¿Qué podían querer de él un sábado por la tarde en la Secretaría de Estado?
Se habían vuelto a ver en un par de ocasiones en las que el padre Grillo había visitado la casa de los Jesuitas. Encuentros afectuosos y breves, con apenas tiempo para evocar lo vivido en Francia.
Recordaba al profesor Arnaud corriendo por el andén seguido de su padre hasta perderse entre la multitud. A él le habían llevado a la nunciatura donde le esperaban el padre Grillo, el padre Nevers, el nuncio, y dos hombres que le presentaron como miembros de los servicios de seguridad franceses, ansiosos por saber lo que habían averiguado en el castillo d'Amis.