– ¿Cree que su esposa y su hijo estarían satisfechos?
– Un día le dije que era agnóstico; ahora tengo las cosas más claras: no hay nada, no hay Dios. De manera que ni mi esposa ni mi hijo existen más allá de mi cabeza y en las de quienes les han conocido. No piensan, no sienten, no existen; por tanto no pueden sentirse ni satisfechos ni insatisfechos con lo que hago. Por favor, ahórrese los falsos consuelos de cura.
– No era mi intención molestarle, comprendo que usted no crea en nada, pero para mí su esposa y su hijo existen. Permítame que yo también defienda mis certezas.
– Como comprenderá, no tengo ganas de discutir sobre creencias; tanto me da lo que usted crea. Dígame qué quiere, para qué ha pedido verme.
– Sentía la necesidad de hacerlo, de decirle lo mucho que siento lo que le ha pasado. Sí, ya sé que a usted le costará creer que a un desconocido le pueda importar algo de lo que le ha sucedido, pero el caso es que a mí me importa, y no porque sea sacerdote, me importa como ser humano. Puede que usted sea la primera persona a la que he visto sufrir de verdad, y su sufrímiento me haya afectado de tal manera que no puedo dejar de sentirme involucrado en él.
– ¿Esto es todo lo que quería decirme? El rector me habló de que usted quería volver al castillo.
– Así es, pero le aseguro que eso no tiene nada que ver con mi deseo de verle.
– ¿Por qué quiere regresar allí?
– Porque los servicios de seguridad tienen informes sobre las actividades del conde que les inquietan, y porque la Iglesia quiere saber si han avanzado algo en su búsqueda.
– No le acompañaré.
– No se lo he pedido.
– Mejor así.
– ¿Ya no significa nada para usted la crónica de fray Julián?
– Fue un trabajo, nada más.
– Siempre pensé que había sido algo diferente para usted.
– Lo fue, pero eso pertenece al pasado. En el presente no me importa. No sé si se ha dado cuenta de que estoy muerto.
24
Esta vez el viaje en tren se le antojó pesado. Miraba al frente y veía el asiento vacío. En menos de un año su vida había sufrido muchos cambios.
Había terminado sus estudios con buenas calificaciones, trabajaba en la Secretaría de Estado, en un par de ocasiones había estado cerca del Santo Padre… Su familia se sentía orgullosa de él y presumían ante los vecinos. Cada día que pasaba se sentía más seguro de la decisión de haberse hecho sacerdote. Nada podía colmarle más que servir a Dios donde pudiera necesitarle Su Iglesia.
Esperaba estar a la altura de la misión que le habían encomendado. No le iba a resultar fácil; no se sentía cómodo engañando. Temía, además, que en cualquier momento se dieran cuenta de la impostura. Cuando telefoneó a Raymond éste pareció alegrarse, pero luego dudó cuando le anunció que iba a Carcasona y le gustaría visitarle. Le pidió que esperara unos minutos, mientras consultaba a su padre si podían recibirle. Sintió alivio cuando Raymond le dijo que le invitarían a almorzar. De manera que su estancia en el castillo sería corta, ya que la invitación incluía sólo el almuerzo.
Le pareció que Raymond estaba más alto que la vez anterior. Seguramente aún estaba en edad de crecer. Le recibió en la puerta del castillo con cordialidad, pero con la mirada alerta, como si no estuviera cómodo con su presencia.
– Me alegro de volver a verle -le dijo al estrecharle la mano-, ha sido una sorpresa su llamada.
– Espero no haberle molestado. Tenía que venir a Carcasona a mirar unas cosas en los archivos y pensé en pasarme a saludarle, fueron ustedes muy amables conmigo cuando estuve con el profesor Arnaud.
– ¡Ah, el profesor Arnaud! Dicen que ha enloquecido. Ignacio se sintió molesto con el comentario y no fue capaz de contenerse.
– Pues les han informado mal; el profesor está estupendamente.
– Nos habían dicho que la muerte de su hijo le había trastornado…
– Bueno, lo normal en estos casos, imagínese a su padre si a usted le sucediera algo… Pero el trabajo le ayuda a superar este mal momento, y poco a poco vuelve a ser el de siempre.
Raymond no hizo ningún comentario más, pero clavó su mirada en Ignacio y éste supo que no le había creído.
Comenzaron a caminar por los jardines del castillo sin rumbo fijo ni saber muy bien cómo romper el hielo que ambos notaban.
– ¿Cómo va la búsqueda? -planteó Ignacio directamente.
– ¿La búsqueda? ¿A qué búsqueda se refiere?
– Al Grial. Cuando estuve aquí me contó que estaban a punto de encontrarlo.
– Le rogaría que no hiciera mención de esto delante de mi padre ni de sus invitados. Fui indiscreto, hablé demasiado, algo imperdonable en mí.
– ¡Por favor, no se preocupe! Naturalmente que no diré nada delante de su padre. Si le he preguntado es porque como historiador que aspiro a ser, esa misión me parece la más extraordinaria de cuantas se puedan acometer.
– Lo es, pero desafortunadamente aún no lo hemos conseguido. Llevará tiempo y mucha paciencia, pero mi padre está seguro de que lo lograremos.
– Ese día, aun a riesgo de resultar maleducado, le pediré que me permita ver lo que encuentren.
Raymond rió halagado. Se sentía poderoso ante ese joven aspirante a historiador que parecía estar suplicándole que le permitiera meter las manos en el pastel.
– No se lo puedo prometer, no dependerá de mí, pero le aseguro que lo intentaré.
– ¿En qué fase están?
– Buscamos documentos, tenemos gente investigando en Escocia, seguimos excavando… nada nuevo, pero lo encontraremos, no lo dude, el Grial será nuestro.
El almuerzo transcurrió casi en silencio. Al igual que en la ocasión anterior el conde se mostró seco y distante, en el límite para no ser tachado de mal anfitrión.
Los invitados del conde eran un grupo heterogéneo formado por chicos jóvenes de la edad de Raymond y hombres de la edad del conde. Ninguno hizo alusión a las razones que les habían llevado a estar allí.
Después del almuerzo todos desaparecieron dando las excusas más variopintas. Raymond invitó a Ignacio tomar café antes de que el coche le llevara a Carcasona.
– ¿Sabe? Parece cada vez más evidente que el Grial es la sangre de Jesús. Sí lo confirmamos, adiós Iglesia. Son patéticos esos curas arrodillados ante la cruz, ante un objeto de tortura. Están enfermos. Lo peor es la cantidad de estúpidos que les creen.
– Es una teoría interesante -acertó a decir Ignacio-, pero difícil de probar.
– A la Iglesia le haría daño que se difundiera. A lo mejor algún día escribo algo al respecto; veríamos la reacción.
– ¿Escribir? Pero ¿qué?
-Un libro sobre los secretos de Montségur, una recopilación de leyendas… incluso una novela.
– Pero nada de eso sería una demostración de lo que quieren probar.
– Ya sabe que si se repite algo millones de veces…
– Ésa es una frase de Goebbels.
– Por desgracia, no por ello deja de ser verdad.
– ¿Se trata sólo de hacer daño a la Iglesia?
– Se trata de muchas cosas, pero de eso también. Tienen que pagar por lo que han hecho. Han derramado mucha sangre inocente; recuerde la crónica de fray Julián.
Regresó a Roma insatisfecho. Había fracasado en el intento de acercarse al profesor Arnaud, y tampoco era extraordinaria la información que había obtenido en el castillo.
El padre Grillo no pensaba lo mismo. Creía que Raymond le había dicho más de lo que habría querido.
– Van a empezar a difundir especulaciones sobre Jesús y María Magdalena, y habrá mucha gente deseosa de creerlo. El propio Raymond te lo ha dicho: el objetivo es hacer daño a la Iglesia, encontrarán quien escriba uno o varios libros, pueden inundar las librerías con novelas, falsos ensayos… intentarán polemizar con nosotros. Debemos estar preparados para cuando eso suceda y ponderar la respuesta.
– La mejor respuesta es que no haya respuesta -propuso Ignacio.
– ¿Que no digamos nada?
– Eso pienso. La Iglesia no debe responder a infundios ni a teorías peregrinas, sólo puede responder a hechos. -Transmitiré tu opinión al secretario de Estado.
– No se burle de mí.
– No me estoy burlando; cuando despache con él sobre este asunto, le diré lo que opinas. Puede que tu consejo sea el acertado.
Hasta un mes después el padre Grillo no volvió a mencionar el asunto. Cuando entró en su despacho, en su rostro serio Ignacio vio el preámbulo de una mala noticia.
– En primer lugar quiero decirte que el secretario de Estado ha decidido que te hagas responsable del asunto francés. De ahora en adelante te encargarás de procurar que tengamos noticias de los trabajos del conde y sus amigos, de estar alerta a cualquier publicación sobre el Grial; dispondrás de los medios que necesites. Quién iba a imaginar que un fraile dominico de la Inquisición nos iba a dar tanto trabajo y quebraderos de cabeza. Fray Julián se ha convertido en una pesadilla.
– Bueno, el pobre fraile no tiene la culpa de lo que hagan los descendientes de su familia.
– Esa crónica… en fin, no le voy a juzgar. Es evidente que el pobre sufría.
– Supongo que algún día la Iglesia tendrá que revisar algunas de sus actuaciones para poder explicarlas a la luz de hoy.
– Eso, Ignacio, no es asunto ni tuyo ni mío; bastante tenemos con estar alerta frente a lo que pueda hacer la familia de fray Julián. No te separes de su crónica, porque es la causante de todo. Y… bueno… tengo que darte una mala noticia; sé que te afectará.
Ignacio tragó saliva y esbozó una oración pidiendo que no se refiriera a su familia.
– El profesor Arnaud ha muerto de un infarto. Ha tenido un final triste. Al parecer llevaba dos días sin ser visto y en la universidad se preocuparon; se pusieron en contacto con su familia y… bueno, le encontraron muerto.
– No, no murió, ya estaba muerto.
– ¡Ignacio…!
Ignacio salió del despacho con la Crónica de fray Julián en la mano. Sabía que aquel libro le había unido para siempre con Ferdinand Arnaud.