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Dos días después Ignacio estaba en la nunciatura de París junto al padre Nevers y dos policías que habían acudido a interrogarle.

Le explicaron que no había nada extraordinario en el fallecimiento del profesor Arnaud y que la autopsia había confirmado el infarto de miocardio.

El padre Nevers estaba nervioso. Le incomodaba la situación. ¿Por qué el profesor Arnaud había tenido la infeliz idea de dejar en herencia a Ignacio Aguirre todos sus papeles referentes a su investigación histórica sobre fray Julián? La pregunta se la hacía él, pero también se la formulaba la policía. Por eso habían solicitado a la nunciatura hablar con el sacerdote español.

Ferdinand Arnaud había fallecido de un infarto, pero el día antes de su muerte había dejado sus cosas perfectamente ordenadas, así como y una caja de considerable tamaño con una dirección y un nombre escrito: «Ignacio Aguirre. Secretaría de Estado. Ciudad del Vaticano».

Naturalmente la policía había abierto la caja y encontró un sinfín de papeles y libretas que para ellos no tenían ningún sentido. En ellas, con letra apretada, Ferdinand había ido escribiendo el libro sobre fray Julián, pero también reflexiones más personales sobre el conde y sus amigos. Además de los papeles, había una carta cerrada y lacrada también para Ignacio.

Encima de la mesa del despacho habían encontrado también otra carta dirigida a una dirección en Berlín a nombre de una mujer: Inge Schmmid, con la que la universidad se había puesto en contacto. La policía también mostró interés en hablar con la señora Schmmid.

La carta a la señora Schmmid no parecía contener nada relevante, excepto que le indicaba la dirección y el teléfono de un notario de París con el que ella debía ponerse en contacto de inmediato. Le daba las gracias por haberle ayudado a mantenerse en pie en los momentos más difíciles de su vida y le instaba a buscar la felicidad.

– A esta señora la ha hecho heredera de sus bienes materiales: el piso de la rue Foucault donde vivía, el coche y todos sus ahorros. Un buen pellizco… -les contaba uno de los policías.

En cuanto a la carta para el sacerdote, la policía no terminaba de entender si había alguna clave relevante; por eso habían insistido en verle, ya que, decían, no se habían atrevido a abrirla, algo de lo que Ignacio dudaba a pesar de que parecía tener el lacre intacto.

– Les aseguro que no sabía que el profesor Arnaud iba a decidir entregarme precisamente a mí sus papeles más preciados -aseguraba Ignacio.

– ¿Eran muy amigos? -preguntó uno de los policías.

– ¡Apenas se conocían! -afirmó el padre Nevers, aunque la pregunta no se la habían hecho a él.

– Era una persona muy especial para mí, más que un amigo. En cuanto a por qué me eligió para que tuviera sus papeles, no lo sé; puede que se fiara de mí, que supiera…

– Que supiera… ¿qué? -preguntó el policía.

– Que voy a necesitar estos papeles en el futuro, que aquí pueden estar las claves de lo que pueda suceder.

– Pero ¿a qué se refiere usted? ¿Qué puede suceder que tenga que ver con esa crónica medieval? -terció el otro policía, hastiado de aquella conversación que se le antojaba inútil.

– Verán, no puedo decirles lo que no sé. Sólo que me siento muy honrado porque el profesor Arnaud me haya legado sus papeles.

– Preparó esta caja el día antes de morir… Sin embargo, la autopsia revela que murió por causas naturales, un infarto. Por eso no entendemos estas dos cartas de despedida.

– Ya estaba muerto -afirmó Ignacio, ante el estupor de los policías y del padre Nevers.

– ¿Cómo dice? -preguntó uno de los policías.

– Que estaba muerto, había dejado de vivir aunque continuara respirando. Murió el mismo día en que enterró a su hijo David.

– ¡Pero, Ignacio! ¿Cómo puedes decir eso? -protestó el padre Nevers.

– Es la verdad, se puede estar muerto en vida. Yo no lo sabía, lo he sabido después, la última vez que vi al profesor Arnaud. Sólo esperaba que se le parara el corazón, y era cuestión de días.

– ¡Qué cosas dices!

Ignacio no quería quedarse mucho tiempo en París, pero sentía curiosidad por conocer a esa frau Schmmid de la que nunca había oído hablar. Por eso les preguntó a los policías si seguía en París.

– Sí, tiene que arreglar los papeles de la herencia. Se aloja en el hotel Sena, en la orilla izquierda. Es un hotel pequeño y modesto, cerca de Saint-Michel.

El padre Nevers frunció el ceño al ver que la intención de Ignacio era ir a ver a la desconocida mujer.

– Pero ¿por qué quieres conocerla? ¿Qué más te da quién sea? Ni a ti, ni a nosotros nos concierne la vida del profesor Arnaud.

– Tiene razón, padre, pero siento la necesidad de conocerla; puede que ella sepa por qué el profesor Arnaud ha decidido legarme sus papeles.

– Tienes la carta del profesor Arnaud; seguramente en ella te explica el porqué de su decisión.

Pero Ignacio no se dejó convencer por el padre Nevers. -No se preocupe usted por mí. Regresaré por mis propios medios.

– ¡Pero si ni siquiera sabes si esa señora está en el hotel! Ignacio no replicó; se bajó del coche y, sonriendo, se despidió de él.

– Ya le llamaré, padre, no me iré sin despedirme de usted.

El recepcionista del hotel le miró con curiosidad. No era habitual ver a un cura en aquel lugar. Y se sorprendió más cuando preguntó por la señora Schmmid.

– Tiene usted suerte, porque salió esta mañana temprano y acaba de regresar no hace ni cinco minutos. Siéntese en aquella silla, la avisaré.

Inge no tardó ni dos minutos en bajar a la recepción y se dirigió hacia Ignacio con la inquietud reflejada en el rostro. ¿Qué podía querer un sacerdote de ella?

– Buenas tardes, ¿qué desea?

A él le asombró cómo era ella. Pensó que andaría por los treinta, pero las arrugas alrededor de los ojos y el rictus de los labios eran huellas claras de alguien que había vivido y sufrido.

– Perdone que la moleste, señora Schmmid, me llamo Ignacio Aguirre.

Su nombre a ella no le decía nada. Nunca había oído hablar de él.

Él le explicó quién era, y ella le escuchó sin decir palabra ni mostrar tampoco curiosidad.

– ¿Conocía desde hace mucho tiempo al profesor Arnaud? -se atrevió Ignacio a preguntar a aquella mujer de gesto inescrutable.

– Sí, nos conocimos hace tiempo.

Ignacio se impacientó; ella no parecía dispuesta a darle ninguna explicación.

– Siento importunarla, pero… en fin, me gustaría saber algo más del profesor Arnaud; me he encontrado con un legado que no esperaba y no sé por qué. Si he querido conocerla es porque sé que usted es la persona a la que ha dejado cuanto tenía. Por favor, ¿podríamos ir a algún sitio a tomar un café y hablar?

Inge dudó unos segundos; luego clavó su mirada directa y franca en los ojos de Ignacio.

– Si quiere, podemos ir a tomar un café y hablar, pero no creo que yo pueda despejar sus dudas. Nunca me habló de usted, no tenía por qué hacerlo.

Salieron del hotel y caminaron hasta llegar a un café con una terraza cubierta por cristales. Instintivamente Ignacio buscó un rincón apartado donde no les molestaran.

Inge pidió té y él café, y aguardaron hasta que el camarero se lo trajo para comenzar a hablar.

– No sé por qué el profesor Arnaud decidió dejarle sus papeles; lo siento, no tengo esa respuesta, que es la única que usted necesita.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio al profesor Arnaud? -quiso saber Ignacio.

– En el entierro de su hijo, en Palestina. Nos despedimos en el aeropuerto; él regresaba a París y yo a Berlín. Estaba destrozado. Para él la vida se había acabado en el instante en que enterraron a David.

– Yo estaba con él cuando le dieron la noticia de que su hijo estaba malherido. Yo le acompañé al castillo d'Amis; estuvimos apenas dos días, y al regreso estaba el padre del señor Arnaud en la estación esperándole para explicarle lo sucedido.

– Supongo que fue un momento terrible para él. ¿Y cuándo le volvió a ver?

– Hace ya algún tiempo. Fui a París para hablar con él, yo tenía que regresar al castillo.

– Y quería que él le acompañara, ¿no?

– Me habría gustado, sí, pero sobre todo fui a verle porque necesitaba decirle que sentía lo de su hijo. Le había mandado una carta de pésame pero no había tenido ninguna respuesta.

– ¿Por qué le importaba tanto el profesor?

Ignacio se había hecho esa pregunta en repetidas ocasiones y aún no había encontrado la respuesta.

– No lo sé; quizá fue la conversación que mantuvimos en el tren a propósito de Dios, de la Iglesia… Me impresionó. Pensé que para declararse agnóstico demostraba una envidiable fe en Dios y en la Iglesia. Me sorprendió, y me hubiera gustado proseguir aquella conversación.

– Había sufrido mucho.

– Sí, sé lo de su esposa. ¿Usted la conoció?

Entonces Inge le explicó cómo se conocieron, y el vínculo invisible que se estableció entre ellos en aquellos años de búsqueda de Miriam. Que, juntos, habían descubierto lo sucedido a los tíos de Miriam, que más tarde la señora Bruning, la portera de la casa de Sara y Yitzhak, les había confesado que había sido ella quien había denunciado a Miriam y cómo se la habían llevado.

– Perdone que le haga una pregunta muy personal, pero ¿usted qué hacía en aquellos años?

– Era una joven comunista, con un novio comunista con el que tuve un hijo, y unos padres nazis que renegaban de mí. Sara y Yitzhak me ayudaron, me dieron trabajo, me trataron como a un ser humano. Pero si quiere saber qué relación tuve con los nazis, la respuesta es que soy una superviviente, no tiré bombas a su paso, ni maté a ninguno; no hice nada, sólo sobrevivir.

– No, no le preguntaba por eso, perdone, no quiero remover sus heridas.

– No lo hace, no me reprocho nada a mí misma.

Ignacio no se atrevía a preguntarle si a ella y Ferdinand les había unido algo más que el infortunio, pero Inge se dio cuenta de lo que el sacerdote quería saber.

– Y si se pregunta si en esos años hubo algo entre nosotros la respuesta es no. Nunca me miró como a una mujer, ni yo a él como a un hombre. Aunque le cueste creerlo, es posible la amistad entre un hombre y una mujer.

– No, no me cuesta creerlo.

– En aquella situación desesperada en que nos encontrábamos ninguno de los dos necesitábamos amor, no esa clase de amor. Creo que llegamos a estar más unidos que si nos hubiéramos metido en la misma cama.