Él se ruborizó, a pesar de que en la manera de hablar de Inge no había el menor asomo de provocación.
– Y ahora que sabe un poco más de mí, ¿por qué cree que me ha dejado sus papeles?
– No lo sé, en realidad no sé nada de usted. Al profesor Arnaud le fascinaba la crónica de fray Julián, era muy importante para él, pero al mismo tiempo sentía cierta repulsión por el conde. No le ayudó demasiado. En realidad, el conde d'Amis no lo hizo porque no podía decirle que sus amigos pertenecían al grupo de asesinos que habían acabado con la vida de su esposa. De manera que el conde y sus amigos se mostraron indiferentes a la desesperación del profesor y éste nunca se lo perdonó. Tampoco le gustaban sus ideas ni su obsesión por el Grial, ni que creyera que era posible la independencia de Occitania. Creo que el conde esperaba que los nazis le ayudarían a lograr que Occitania se desgajara de Francia. Puede que todo esto le inquietara más de lo que dejaba entrever y quizá decidió fiarse de usted para que hiciera frente al conde si llegaba el momento. Pero le insisto: no lo sé, no me habló de usted.
– ¿Después de Israel no volvieron a hablar?
– Sí, le llamé un par de veces. Y le escribí varias cartas que él me respondió. Pero le aseguro que no dijo nada sobre usted, lo siento. Tampoco tenía por qué decírmelo; que fuéramos amigos no significa que yo lo sepa todo sobre él.
– Habla del profesor en presente, como si estuviera vivo.
– Para mí lo está, lo estará siempre.
– Y ahora, ¿qué hará usted?
– Lo que siempre he querido hacer y él me ha pedido que haga: voy a terminar mi carrera, luego daré clases, seré maestra. Ferdinand ha sido muy generoso conmigo; me ha dejado todos sus ahorros y su casa. Voy a venderla, él me lo ha pedido en la carta. Volveré a estudiar y mantendré ami hijo sin agobios. Él me pide que sea feliz, que al menos lo intente. En realidad, él me ha regalado la felicidad; volver a retomar mi carrera es lo que más anhelaba, era mi sueño oculto.
– ¿Qué estudiaba usted?
– Filología alemana.
– Tendrá suerte.
Inge se encogió de hombros. No creía en la suerte, ella era sólo una superviviente.
Ignacio se dijo que no tenía nada en común con aquella mujer, apenas unos años mayor que él y que sin embargo había sufrido lo que posiblemente él jamás sufriría. Sentía que sus destinos se habían unido porque así lo había querido el profesor Arnaud.
– Le daré mi dirección en Roma por si algún día va por allí; también me gustaría saber dónde encontrarla si voy a Berlín. El profesor Arnaud nos ha convertido en sus herederos…
– ¿Y piensa que eso le une a mí? -preguntó ella con un deje irónico en la voz.
– Sí, pienso que eso me une a usted. No sé por qué, pero lo pienso, mejor dicho, lo siento así. Puede que alguna vez necesite ayuda; si es así, acuérdese de mí. Haré lo que esté en mi mano por ayudarle.
– Yo no creo en Dios -afirmó ella como respuesta.
– No le he preguntado en qué cree. ¿Por qué me lo dice? Inge se levantó y le tendió la mano para despedirse.
– Le veo atormentado por la muerte de Ferdinand, y no debería estarlo. Murió porque para él ya no tenía sentido vivir. Ahora está en paz.
La vio salir del café andando con paso firme y pensó que aquella mujer nunca le necesitaría, ni a él ni a nadie. Ella misma se lo había dicho: era una superviviente. Y ya había sobrevivido a lo peor.
Telefoneó al padre Nevers para despedirse.
– Quédate a cenar.
– No, prefiero regresar a Roma. Tengo mucho trabajo, el padre Grillo no puede quedarse sin secretario; con un poco de suerte cogeré el último vuelo.
En realidad, necesitaba estar sólo para leer con calma la carta del profesor Arnaud.
Tuvo suerte y pudo hacerlo en el avión. Rasgó con cierta emoción el sobre blanco que contenía unos cuantos folios escritos con letra pequeña y apretada, pero clara.
El profesor Arnaud le decía que todos aquellos papeles de su trabajo sobre la crónica de fray Julián ya no tenían ningún sentido para él, pero
… puede que algún día usted localice en ellos algo que le ayude a afrontar lo que el conde pueda hacer con sus estrambóticas ideas, aunque ya sabe que en mi opinión nunca hallará nada porque no hay nada que encontrar. Poco me importan ya las cosas de los vivos, puesto que ya no me siento de este mundo, pero usted es joven y conserva intacta su fe en la humanidad, de manera que puede hacer algo por ella: luche para evitar que se derrame sangre inocente.
A lo largo de la historia se ha derramado mucha sangre porque algunos hombres se creen dioses y no les importa sembrar el mundo de muerte, porque para ellos los otros hombres son sólo carne con forma pero sin voz, sin alma. No les ven, no les sienten, no les importa que mueran con tal de que sirvan a sus intereses. También se ha derramado mucha sangre en nombre de Dios, ¡qué contradicción! ¿Qué pensará Dios de estos hombres que han utilizado y utilizan su nombre para matar? ¿No cree que la Iglesia debería reflexionar sobre esto? Y hacer algo, sí, ¿por qué no empieza usted?
Fray Julián clamaba por que algún día alguien vengara la sangre de los inocentes, pero creo que es más útil que no se siga derramando. La venganza de nada le sirve a los muertos…
Ignacio no pudo contener las lágrimas. Aquella carta era algo más que un testamento: era una petición para que hiciera algo, para que dedicara su vida a evitar la muerte de los inocentes. A Inge le había pedido que fuera feliz y a él que le diera un sentido a su vocación como sacerdote, un sentido distinto del que él mismo había imaginado. ¿Podría y sabría hacerlo?
Cuando llegó a Roma era noche cerrada. Estaba agotado, pero se sentía incapaz de dormir. Abrió la caja donde el profesor Arnaud había colocado con cuidado sus papeles y comenzó a viajar por los años en que había vivido fray Julián. Quiso ver la mano de Dios en el hecho de que su destino se viera unido al de aquel fraile dominico que clamaba venganza en nombre de los inocentes.
TERCERA PARTE
1
1 Sábado en Atenas, época actual
El hombre observaba distraído desde el balcón de su habitación cómo el tenue sol de la mañana se reflejaba en el mármol haciendo que pareciera aún más blanco y reluciente.
Aunque aún no eran las ocho en la plaza Sintagma el tráfico estaba en su apogeo. Limusinas negras aguardaban a la puerta del hotel Gran Bretaña para trasladar a algunos de los banqueros, políticos y empresarios que se alojaban en el viejo y señorial hotel, todos ellos participantes de la Cumbre para el Desarrollo que se celebraba en Atenas.
Durante un segundo el hombre pensó que él, al igual que algunos de aquellos hombres que movían los hilos en el mundo, prefería el Gran Bretaña a otros hoteles más modernos y sofisticados de Atenas. Y no sólo porque el hotel estuviera situado en el corazón de la ciudad, frente al Parlamento, sino porque el Gran Bretaña seguía conservando el glamur de los viejos hoteles europeos.
Miró distraído el reloj sabiendo que disponía de tiempo antes de acudir a la cita concertada con algunos participantes en un discreto palacio situado en una zona residencial en las afueras de la ciudad. En realidad, era en aquel palacio donde se tomarían las decisiones que iban a tener una repercusión sobre los ciudadanos del mundo entero durante los siguientes meses y años. Pero eso era algo que no sabían ni los cientos de periodistas que habían acudido a informar sobre la Cumbre para el Desarrollo y mucho menos los confiados ciudadanos.
Buscó el móvil que había dejado sobre la mesilla y marcó un número de teléfono de otro móvil; apenas transcurrió un segundo antes de que respondieran a su llamada.
– Buenos días, conde -le dijo al hombre que le escuchaba a cientos de kilómetros de distancia-, quería asegurarme de que nuestros asuntos continúan por buen camino.
La conversación fue breve, de apenas dos minutos, y cuando cerró la tapa del teléfono sonrió satisfecho. Todo iba por buen camino. Durante un segundo dejó volar su imaginación y vio al conde d'Amis sentado en la butaca de madera forrada de terciopelo verde, tras la mesa de roble macizo de su despacho, perfectamente trajeado y con el cabello peinado de manera que no se le movía ni un pelo de su sitio.
Había sido un hallazgo el tal conde d'Amis. Una perla perdida en el océano de la vida, una perla que engarzaba a la perfección en su plan.
En su trabajo no podía permitirse ningún fallo; se basaba en la confianza que hombres poderosos depositaban en él sabiéndole capaz de conseguir lo que ellos querían. En definitiva: que otros se ensuciaran las manos para conseguir sus objetivos. Y a él no le importaba que sus manos estuvieran manchadas; hacía tiempo que se había inmunizado contra cualquier olor desagradable. Le pagaban demasiado bien para tener escrúpulos.
Unos golpes discretos en la puerta le sacaron de su ensimismamiento. Una camarera le preguntó, solícita, dónde podía dejar la bandeja con el desayuno y los periódicos del día. Echó una ojeada a la primera página del Herald Tribune mientras se sentaba disponiéndose a desayunar.
En la portada compartían titulares la Cumbre para el Desarrollo y las secuelas de un reciente atentado islamista en un cine de Frankfurt: cincuenta muertos y casi un centenar de heridos. Se sirvió una taza de café y se aplicó a la lectura.
Sonrió al comprobar la ingenuidad de los periodistas al calificar la cumbre de «histórica». En realidad, la cumbre era la tapadera perfecta para que algunos hombres poderosos se pudieran reunir ante los ojos del mundo entero sin llamar la atención. Una docena de banqueros, seis o siete dirigentes de multinacionales, algunos políticos retirados pero influyentes, formaban parte de un selecto club que no tenía nombre, ni razón social, ni sede, ni número de teléfono. Eran hombres con poder, que movían los hilos de la economía mundial con inversiones y desinversiones, cuyo único objetivo era el beneficio, y para los que los países y los ciudadanos eran sólo dibujos en un gran mapa que creían poder mover a su antojo.
Estos hombres eran respetados y respetables, figuras mundiales, inaccesibles para el común de los mortales. Eran hombres fuera de toda sospecha, incapaces de ensuciarse las manos.