Una vez leídos los periódicos encendió el televisor y buscó una cadena que retransmitía en directo la clausura de la cumbre. Cuando el locutor anunció el último discurso se levantó, apagó el receptor, se ajustó la corbata frente al espejo y antes de salir de la habitación llamó a recepción para que el portero tuviera listo su coche frente a la puerta del hotel.
Unos minutos después el hombre se había sumergido en el tráfico caótico de Atenas, que no le impidió llegar puntual a la cita.
Además de unos cuantos árboles centenarios que hacía imposible la mirada de los curiosos, el palacio no se veía desde la calle; una verja alta lo aislaba del exterior.
Del estilo neoclásico tan usado en muchos edificios a partir de mediados del siglo XIX, se notaba que sus dueños mimaban su conservación.
Nadie le preguntó dónde iba ni a quién quería ver. Primero se abrió la verja para permitirle entrar con el coche en la finca, luego aparcó y un mayordomo silencioso que apenas le dio los buenos días le acompañó hasta una sala y le pidió que aguardara allí. Por la ventana pudo observar que comenzaban a llegar limusinas negras que se paraban ante la puerta del palacio, de las que bajaban algunos de aquellos hombres cuyos intereses marcaban la política mundial.
– Buenos días.
Se levantó para saludar al hombre que acababa de entrar en la sala: alto, con el cabello entrecano, de edad indefinida, elegante, el inconfundible acento de la clase alta británica y con el aspecto de quien está acostumbrado a mandar sin que le repliquen.
El dueño de aquel palacio no perdió el tiempo en circunloquios sino que fue directamente al grano.
– Bien, infórmeme.
– Antes de venir he hablado con el conde d'Amis, y el plan sigue su curso.
– ¿Está seguro de no cometer un error confiando en ese conde?
– Estoy seguro. Es el personaje perfecto para llevar adelante el plan. Es un hombre desequilibrado, obsesionado… sí, es el hombre adecuado. Hasta ahora está haciendo lo que le pido sin cometer errores.
– ¿Para cuándo está prevista la culminación del plan?
– Aún faltan algunos detalles, puede que en un mes esté todo dispuesto.
– No se retrase.
– Para que el plan salga bien hace falta preparación, tiempo y dinero.
– Lo sé, pero el tiempo es un material sensible y escaso, del que no disponemos en este momento. ¿Ha seguido la cumbre?
– Sí.
– ¡Cuántas palabras inútiles se han dicho! ¡Pero en fin! Lo que quiere la opinión pública es que les digamos que el mundo irá mejor y que es posible que vivamos todos juntos y felices, como si dando un chasquido con los dedos fuera suficiente para que todos los seres humanos nos convirtiéramos en ángeles.
– Los periódicos dicen que la cumbre ha sido un éxito.
– Sí, eso dicen, ¿y sabe qué hemos decidido? Nada, absolutamente nada. El comunicado consensuado es un largo compendio de buenas intenciones. Los países desarrollados aprobarán planes de desarrollo en los países menos desarrollados. Se abrirán vías de diálogo entre países con distintas culturas respetando la idiosincrasia y diferencias de cada cual, etcétera, etcétera. O sea, nada. En fin… ahora tengo una larga reunión con los caballeros que me están esperando, que sin duda será más productiva. ¿Debo comunicarles algo?
– No, ya le he dicho que todo sigue su curso. Usted sabe que nunca canto victoria antes de tiempo, pero creo que el plan saldrá, se llevará a cabo y tendrá el éxito que ustedes desean.
– Hasta ahora usted no ha fallado…
– No, no lo he hecho, señor, y espero poder seguir cumpliendo sus encargos, como todos estos años.
– Las fuentes de energía no pueden estar en manos de esos ignorantes… es increíble que algunos no se den cuenta del peligro que representan. Sólo hay una manera de acabar con ellos, de hacer que el mundo se dé cuenta de que es necesaria la confrontación…
– Esperemos que el plan sirva para eso.
– Servirá, claro que servirá. Los políticos pueden decir lo que quieran, pero es la opinión pública previamente sensibilizada la que les fuerza a ir en una u otra dirección. Nosotros contribuimos a que la opinión pública acierte. ¿Cuánto tiempo hace que no visita Londres?
– Estuve hace cuatro días, señor.
– ¡Ah! Se me olvidaba que usted está en todas partes. Entonces habrá visto que en Londres hay de todo menos londinenses. Hay barrios que parecen una prolongación de Pakistán… Los musulmanes cada vez se muestran más exigentes y el Gobierno más débil, preocupado por aparecer como el adalid de los derechos humanos… ¡cómo si esa gente lo agradeciera! ¡Quieren destruirnos! ¡Acabar con nuestra civilización!
– Sí, eso es evidente.
– Lo es para cualquiera que no sea un estúpido. Por cierto, ¿ha tenido dificultades para encontrar este lugar?
– No, no ha sido difícil llegar hasta aquí.
– Este palacio pertenece a la familia de mi mujer; ella nunca ha querido venderlo, por una cuestión sentimental, y debo reconocer que al menos nos está sirviendo para la ocasión. Bien, estaré en Atenas un par de días antes de regresar a Londres; si hay alguna novedad, llámeme.
– Lo haré.
– ¿Sabe? He de decirle que estamos satisfechos con su trabajo… usted hace posible lo que parece imposible…
2
Ese mismo sábado, en el castillo d'Amis, sur de Francia
– Señor, ha llegado la prensa.
Raymond de la Pallisière, vigésimo tercer conde d'Amis, se levantó del sillón donde se encontraba repasando unos papeles, para coger de manos del mayordomo los periódicos que puntualmente le llegaban cada mañana.
Una vez solo, volvió a acomodarse en el sillón junto a un ventanal y cerca de la chimenea que caldeaba la estancia.
En la mesita baja que tenía delante colocó los diez periódicos que leía a diario: cinco franceses y cuatro alemanes, además del Herald Tribune.
Había heredado esta costumbre de su padre, que cada mañana se hacía traer los periódicos desde Carcasona y se encerraba con ellos como si se tratara de un trabajo.
En realidad, éste no era el único gesto de su padre que reproducía; casi toda su rutina diaria era una copia de la que había sido la vida de su progenitor.
Desde que su padre murió, apenas había introducido cambios en el castillo; sólo los imprescindibles para seguir garantizando su confort y el de sus invitados.
El personal de servicio sí había ido cambiando a lo largo de los años.
Pensó en su actual mayordomo, un hombre de mediana edad, educado y puntilloso, que siempre se anticipaba a sus deseos. Había tenido suerte con él, porque al anterior le había tenido que despedir por incompetente.
En realidad, el mundo había cambiado tanto que contar con un mayordomo era casi una excentricidad que sólo se permitían los viejos como él, aunque sus amigos y conocidos elogiaban su aspecto diciéndole que no aparentaba la edad que tenía. Se mantenía erguido, con la mirada verde brillante y el cabello rubio, que al haber encanecido le prestaba un aspecto imponente.
Siempre leía en primer lugar el Herald Tribune, lo mismo que antaño había hecho su padre.
De nuevo la noticia del atentado de Frankfurt ocupaba la primera página. La policía no había detenido a ningún sospechoso, aunque el atentado había sido revindicado por un grupo islamista que estaba poniendo en jaque a los países de la Unión Europea y que se autodenominaba el Círculo.
Los líderes del Círculo venían amenazando con no permitir a los europeos vivir en paz, y de hecho lo estaban cumpliendo. Atentados como el del cine de Frankfurt se sucedían cada cierto tiempo y sólo de vez en cuando la policía lograba detenciones importantes.
Los hombres del Círculo tenían muy claro su objetivo: derrotar a los «cruzados» y reconquistar las tierras que según ellos pertenecían a los musulmanes: al-Andalus, incluido Portugal, así como parte de Francia, los Balcanes, etcétera. Y, por supuesto, borrar a los judíos de Israel. Ése era su programa, al que se aplicaban con celo y fanatismo ante el que nada parecía poder detenerles.
Según el Herald Tribune no se habían encontrado «restos importantes» en el apartamento en el que los miembros del comando islamista se habían inmolado para no caer en manos de la policía, y Raymond se preguntó a qué se referían cuando hablaban de «restos importantes», porque era obvio que, importantes o no, algo habían encontrado.
Los periódicos alemanes ofrecían, fundamentalmente, información precisa sobre el atentado, sobre la conmoción en la sociedad alemana, las víctimas del cine, las víctimas del edificio de apartamentos que habían volado los miembros del comando para suicidarse, los estragos que habían causado.
Raymond se sintió inquieto sin saber por qué; se levantó a servirse una copa de calvados a pesar de lo temprano del día; aún no eran las once, pero el calvados se había convertido en su mejor compañía, y tanto en los momentos felices como en los de tensión le resultaba imprescindible.
Se sirvió una copa generosa y luego decidió hacer una llamada telefónica. No la hizo desde el teléfono que reposaba encima de la mesa del despacho, sino que buscó en uno de los cajones de la mesa y extrajo un móvil; marcó un número y aguardó a que le respondieran. El timbre del teléfono sonó insistentemente hasta que escuchó la voz de un hombre a través de la línea.
– Buenos días, quería preguntarle por lo sucedido en Frankfurt…
La respuesta del hombre pareció tranquilizarle. Luego, sin decir una palabra más, apagó el teléfono y lo volvió a colocar cuidadosamente en el cajón. Después miró el reloj; apenas quedaban unos minutos para que llegaran los miembros del consejo de administración de Memoria Cátara, la fundación que presidía desde la muerte de su padre.
Muchos de los miembros de la fundación eran hijos de los fundadores de la Asociación para la Memoria de los Cátaros, puesta en marcha por su padre para dar un aire de respetabilidad a su búsqueda del Grial y del tesoro de los cátaros.
Raymond pensó en el esfuerzo y el dinero que su padre y sus amigos habían invertido en esa búsqueda fallida, aunque creía que, al final, todos los esfuerzos no habían sido inútiles. El Languedoc había vuelto a renacer; ahí estaban los carteles anunciando a los turistas que llegaban al País Cátaro, o el logotipo diseñado como marca turística con forma de disco, o el sinfín de cafés restaurantes y tiendas de souvenirs donde la palabra «cátaro» era una constante. Algunos de los hombres que formaban parte del Consejo de Memoria Cátara eran ricos comerciantes cuyo compromiso con el pasado era tan fuerte como el suyo. Eran los herederos de un país que les habían arrebatado por la fuerza de las armas y que ahora ellos gobernaban a su modo a través de las leyes modernas del comercio.