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– ¿Sabe, señorita Béziers? Es difícil entenderla.

La voz helada de Hans Wein hizo acallar los murmullos del personal del departamento.

Wein era un buen jefe, pero riguroso y metódico, al que nunca le habían visto reír. No era un hombre que en principio demostrara tener prejuicios, la prueba estaba en que había llegado a integrar en el departamento a un grupo heterodoxo de colaboradores de buena parte de los países de la Unión Europea y con especialidades distintas; entre ellos había abogados, informáticos, historiadores, sociólogos, antropólogos, matemáticos, etcétera. Él buscaba a los mejores para el departamento de Análisis y, eso sí, descartaba la intuición y las corazonadas: exigía que quienes trabajaban con él pensaran y actuaran con lógica.

– Bueno, quiero decir que hay muchas probabilidades de que Saint-Pons sea esta localidad del sudeste francés, un lugar precioso, por cierto. Con Lotario lo tenemos más complicado. Hay un personaje en el Quijote… un tal Lotario que pretende a una joven, Camila. También tenemos otros Lotarios, reyes del Sacro Imperio Romano Germánico, allá por el año 800. Los Lotarios se enfrentaron a otros reyes de su época. Se disputaban la herencia carolingia…

– ¡Impresionante! -la interrumpió Matthew Lucas con ironía.

Pero Mireille no se dio por aludida y continuó hablando con entusiasmo.

– Otro Lotario importante fue Lotario di Segni, más conocido como el papa Inocencio III. Y… bueno, hay una ópera de Haendel que se llama así, Lotario, de la que los musicólogos dicen que es una pieza un tanto extraña entre las muchas composiciones de este músico genial.

Se hizo un silencio espeso. Hans Wein clavó su mirada azul de acero en los ojos de Mireille hasta hacerla enrojecer. Lorenzo Panetta carraspeó nervioso y la mayoría de los miembros del equipo parecieron ensimismados en sus respectivos ordenadores, sín levantar la vista. Todos menos Matthew Lucas, que se puso de pie y aplaudió.

– ¡Bravo! Muy imaginativa. Pero ¿sabe que estamos investigando a un grupo islamista? Los hombres que se suicidaron en Frankfurt lo hicieron al grito de «¡Alá es grande!».

– Lo sé… -se defendió ella-, pero aun así, estos nombres…

– Mireille, estas cosas suelen ser más complicadas.

Laura White, la mujer que acababa de hablar, era la asistente de Hans Wein. El director del Centro no daba un paso sin ella y, aunque poco dado a los elogios, solía felicitarse por contar en su equipo con ella.

– Usted lo único que ha hecho es buscar en internet -afirmó con tono de enfado Matthew Lucas-, y nos lee lo que ha encontrado en la red como si hubiera hecho un descubrimiento. ¿A qué cree que nos dedicábamos antes de que usted llegara?

– Bueno… era una manera de empezar -se defendió Mireille.

Hans Wein se dio la media vuelta y se dirigió a su despacho. Llevaba la irritación dibujada en el rostro, preámbulo de la tormenta que se avecinaba en el departamento.

Lorenzo Panetta y Laura White le siguieron hasta el despacho. Lorenzo pensaba que había sido un error incorporar a Mireille al caso de Frankfurt; deberían haberle dado otro cometido. Lo peor era que el error había sido suyo, porque fue él quién le dijo que se uniera al grupo que se encargaba de los suicidas de Frankfurt.

Una vez dentro del despacho Hans Wein se despachó a gusto.

– ¡Esa chica es una estúpida! ¡Quiero que se vaya! ¡Ya! ¡Ahora mismo! Llama al departamento de Personal y que se la lleven a donde quieran. Si es necesario, hablaré con el comisario de Interior de la Unión, con el presidente de la Comisión Europea, ¡con quien haga falta! ¡Por Dios! Que le den un empleo, pero no en «mi» departamento.

– Sí, tendremos que hacer algo, la chica está muy verde para trabajar aquí, aunque lleva un tiempo en la casa y al menos es de confianza -dijo Lorenzo Panetta.

– ¡Mi mujer también es de confianza y no trabaja aquí! -gritó Hans Wein.

– ¡Vamos, cálmate! Gritando no lograremos nada. Hablaré con personal, pero primero deberíamos sugerirle a ella que pida el traslado. No vamos a provocar una crisis a causa de esa chica. Ya sabes cómo son los políticos: se deben favores entre ellos, y el que la colocó en el Centro es porque debe un favor a alguien de la OTAN, de la Comisión Europea o vete tú a saber, de manera que no podemos despedirla sin más. Por otra parte, a pesar de que ya sabemos que la llaman «la enchufada», en esta casa la mayoría ha entrado con algún tipo de enchufe, y la chica tiene buen expediente, no ha trabajado mal allí donde ha estado.

– No hagas de abogado del diablo -le espetó su jefe.

– No creo que debamos de preocuparnos más de lo necesario -intervino Laura-, es evidente que a Mireille le falta experiencia, pero no es tonta, quizá un poco ingenua. Pero si no os gusta, lo mejor es que solicitemos su traslado.

Ajeno a los carteles de PROHIBIDO FUMAR que había por todo el edificio, Hans Wein encendió un cigarrillo. O fumaba o saldría a despedir él mismo a la Béziers.

Lorenzo aprovechó para encender a su vez un cigarrillo. También él lo necesitaba, y se lamentó de tener que fumar a escondidas en aquel edificio, lo mismo que hacían la mitad de los que trabajaban allí. Fumar se había convertido casi en un delito; todo por preservar la salud, aunque él opinaba que la moda de lo políticamente correcto se estaba convirtiendo en una dictadura de lo políticamente correcto.

Las diatribas contra Mireille, lo mismo que aquellos cigarrillos fumados clandestinamente en el despacho del jefe, eran una válvula de escape; ambos sabían que les iba a resultar difícil quitarse a la chica de encima.

Laura abrió una ventana para que el humo se perdiera entre la neblina de la mañana. Ella también fumaba, aunque menos que su jefe.

– Indague con discreción qué puestos hay en la casa en donde podamos encajar a la señorita Béziers -le pidió Hans Wein.

– Lo haré -respondió mientras salía del despacho.

– Laura vale mucho -dijo Lorenzo Panetta.

– Sí, es una suerte contar con ella. Además, no es ambiciosa y le gusta el trabajo -respondió Hans Wein.

– ¿Por qué dices que no es ambiciosa?

– Porque una licenciada en Ciencias Políticas que habla cuatro idiomas podría optar a otro puesto que no fuera el de mi asistente, y silo solicitara, moralmente me vería obligado a apoyarla.

– Sí, tienes razón, es una suerte que podarnos contar con Laura.

6

El piloto anunció que en diez minutos aterrizarían en el aeropuerto de Sondica. Ovidio colocó cuidadosamente en la cartera los papeles que le habían mantenido absorto durante el vuelo a Bilbao.

El secretario del Papa le había pedido que ayudara a resolver el misterio que parecía anidar en aquellas frases que se habían salvado del fuego en Frankfurt. No importaba desde dónde lo hiciera; para pensar no necesitaba estar en el Vaticano. Sólo le pedían que pensara, que dedicara una parte de su tiempo a ayudar a desentrañar aquellos restos de papel quemado. Nada le impedía hacerlo desde su nuevo destino en aquella parroquia situada en un barrio nuevo que crecía junto al Gran Bilbao. Allí le aguardaba el padre Aguirre, en realidad la persona más importante de su vida, el hombre que le había descubierto su vocación sacerdotal y que le había ayudado a ser alguien en la vida, a tener una carrera en el Vaticano.

Cerró los ojos para intentar recordar mejor los rasgos de aquel sacerdote ya anciano y que un día, al igual que él hacía ahora, dejó el Vaticano para volver a su tierra a predicar entre los suyos.

Él se había hecho jesuita por el padre Aguirre, había ido a Roma para estar cerca del que consideraba su padre espiritual, y se había puesto en sus manos permitiendo que dirigiera su vida sacerdotal, encauzándola primero hacia la diplomacia vaticana, luego… luego hacia aquella tercera planta del Vaticano donde estaban instaladas unas oficinas sobre las que la prensa solía fantasear. En realidad se dedicaban al análisis de cuanto sucedía en el mundo, y también coordinaban la seguridad del Papa y de la Iglesia.

El padre Aguirre había cumplido ya ochenta y cuatro años, aunque aparentaba unos cuantos menos. Alto, delgado, erguido, a pesar del reuma que le provocaba un dolor permanente en la espalda, con la mirada azul y el cabello níveo, el anciano jesuita esperaba impaciente a su discípulo.

Los dos hombres se abrazaron con emoción. El maestro y el alumno se reencontraban en su tierra, tantos años después, y tenían mucho que contarse.

Siempre había temido que Ovidio terminara adoptando aquella decisión pero no tan pronto; era el porqué del momento lo que intrigaba y preocupaba a partes iguales a aquel viejo jesuita avezado en el conocimiento de las almas atormentadas.

– Vamos, te llevaré a casa. Deseamos que te sientas cómodo, te hemos preparado un cuarto espero que a tu gusto, aunque vivimos modestamente. Mikel está deseando conocerte. Es un buen sacerdote, pero es uno de los pocos jesuitas que no ha sentido la llamada de irse a otros lugares; cree que aquí hay mucho que hacer. Ha trabajado en la Naval hasta que cerraron el astillero y ahora da clases de religión en un colegio. Tiene artrosis, como yo.

– Estaré muy bien, estoy seguro. Y… bueno, quiero darle las gracias por acogerme, por haberme ayudado a que me permitieran venir. Sé que no ha sido fácil.

– El Santo Padre te aprecia y él es ante todo un pastor que quiere lo mejor para los suyos; no creas que me ha costado tanto que comprendieran que debían dejarte venir, aunque ya sabes que no estoy de acuerdo con tu decisión, creo que te equivocas, pero te has comprometido a terminar un trabajo y debes hacerlo.

– Lo haré. Es un asunto muy extraño, y lo que sugiere es… bueno, la verdad es que no había leído los papeles hasta que me subí al avión que me traía aquí. Ni siquiera el día que me los entregaron, ni en las conversaciones con mis superiores me di realmente cuenta de lo extraño de esos papeles. Espero que pueda ayudarme…

– No debo verlos. Es un secreto vaticano, y tú tienes un compromiso de silencio.

– ¡Vamos! Usted tiene el mismo compromiso que yo. Es de la oficina…

– Era… aunque hay lugares de los que uno no se va nunca.

Atravesaron Bilbao para llegar al barrio de Begoña, donde los bloques de casas nuevas se apilaban unos junto a otros con cierta armonía. Ovidio pensó que los barrios obreros ya no eran aquellos lugares tristes de su infancia y se regocijó por ello.