– Vamos, Mireille, quiero saber si ha llegado a alguna conclusión.
– Aún no, pero… bueno, no me parece imposible encontrar algún sentido a esas palabras sueltas.
– Dígamelo de manera que pueda seguir el hilo de su argumentación.
– Si le parece que lo que digo no es tan descabellado, ¿convencerá a Hans Wein de que me dé otra oportunidad?
– Se la tendrá que pedir usted misma. En el departamento hay reglas no escritas a las que nos atenemos todos. No se juega por libre y, sobre todo, antes de hacer juicios rotundos uno se lo piensa dos veces.
– ¡Pero eso les quita posibilidades! El negocio de la inteligencia, como usted lo llama, debería dejar vía libre a la especulación, a formular combinaciones múltiples por alocadas que parezcan, a pensar juntos…
– Las reglas, Mireille; hay que atenerse a las reglas.
– ¿Usted siempre se ha atenido a las reglas?
– ¿Cómo cree que he llegado hasta aquí? He sido policía muchos años, he trabajado en la calle, pero hasta en la calle hay reglas. Hay que saber moverse a través de ellas, ése es el secreto para sobrevivir a los burócratas. Es el mejor consejo que le puedo dar.
Mireille sonrió agradecida y le fue explicando el porqué de sus extravagantes deducciones.
– Verá, soy de Montpellier, así que pensé que Saint-Pons podía ser el mismo Saint-Pons-de-Thomières de mi región; por eso busqué en internet, para saber si había otros muchos pueblos o lugares con ese nombre. Y tengo que decirle que no.
Lorenzo Panetta enarcó una ceja y a punto estuvo de levantarse pensando que la conversación iba a ser una pérdida de tiempo; había algo en aquella mujer que realmente le desconcertaba. No era ninguna estúpida, de eso sí que estaba completamente seguro.
– Continúe.
– Bueno, pues a lo mejor hay alguna relación entre Saint-Pons-de-Thomières y Lotario.
– ¿Ah, sí?
– Al ver juntos esos dos nombres, Lotario y Saint-Pons…
– ¿Juntos? Si no recuerdo mal sus nombres no han aparecido juntos sino entre restos de papeles quemados, y ni siquiera estaban escritos en el mismo papel.
Mireille le sostuvo la mirada y sintió un escalofrío. Se daba cuenta de que el amabilísimo Lorenzo Panetta era un hombre extremadamente sagaz, un hombre con el que no se podía jugar.
– Saint-Pons está en el sur de Francia -insistió ella.
– ¿Qué Saint-Pons?
– Saint-Pons-de-Thomières.
El gesto de la mano de Lorenzo la interrumpió. Mireille le miró, expectante.
– Bien, dígame, ¿qué relación pueden tener esas palabras con un grupo de terroristas islámicos que deciden volarse en el centro de Frankfurt cuando la policía les va a detener?
– Bueno, en realidad ninguna. Yo simplemente me he limitado a decir que esas palabras tenían sentido.
– Si hubieran aparecido juntas en un mismo papel, quizá, pero… ni aun así. Usted, como es de Montpellier -dijo con ironía-, ha encontrado sentido a Saint-Pons.
– Tiene razón, he sido un poco estúpida. Lo siento. Me he dejado llevar por el entusiasmo. Lo siento de veras.
¿Por qué se rendía tan pronto? Esperaba que ella se defendiera. Pero, de repente, parecía aceptar que todo lo que había dicho era una solemne tontería. Le desconcertaba el comportamiento de la joven. Había algo en ella que no terminaba de captar.
– No se reproche nada, está bien eso de intentar buscar respuestas hasta en lo que aparentemente puede resultar absurdo, significa que no es usted de las que se rinden.
– ¿Es tan terrible haber entrado en el Centro por una recomendación?
La pregunta directa de Mireille le cogió desprevenido. Resultaba evidente que ella lo estaba pasando realmente mal por la animadversión manifiesta de sus compañeros.
– No, no es terrible, pero ya sabe que siempre fastidia que a alguien le abran la puerta cuando uno ha tenido que subir unas cuantas escaleras para llegar. A usted le han simplificado los trámites.
– Sí, pero tengo un buen expediente académico, hablo perfectamente árabe, conozco los países árabes porque he vivido en ellos. Nadie me ha regalado mis títulos universitarios.
– Se tendrá que ganar su respeto para que la consideren una más, y para eso… bueno, lo mejor que puede hacer es ser discreta, no llamar la atención, mostrarse humilde y con deseos de aprender de los veteranos.
– También puedo llevarles el café -respondió Mireille sin poder reprimir el tono airado en la voz.
– Sí, también puede hacerlo, y aun así no es seguro que lo consiga. Sólo puede intentarlo.
– No sé si merece la pena.
– Eso sólo lo puede decidir usted. Bien, me alegro de que hayamos charlado, y si no me equivoco es hora de que los dos nos incorporemos al trabajo.
Salieron de la cafetería el uno junto al otro pero en silencio, cada cual sumido en sus propios pensamientos, que en aquel momento pasaban por desmenuzar la conversación que acababan de mantener. Ambos buscaban grietas, contradicciones, algo especial en lo escuchado al otro.
Cuando entraron juntos a la sala de Análisis, les miraron extrañados, pero nadie dijo nada.
– Bien, a trabajar. Creo que estará usted mejor con el grupo de la señora Villasante. Es una labor más especulativa.
Mireille se quedó callada sin saber qué decir. Andrea Villasante no era una persona fácil, tenía mal genio y era exigente con los miembros de su equipo. Desde luego, era la favorita del jefe. Hans Wein consideraba que Andrea Villasante era la quintaesencia de la persona adecuada para trabajar en el departamento, no sólo por capacidad profesional, que sin duda la tenía, y porque era una reputada psicóloga, sino también por su carácter. Andrea apenas sonreía, se pasaba las horas enfrascada en el trabajo, no daba lugar a la confianza ni a las bromas. Menuda faena le acababa de hacer Lorenzo Panetta.
Andrea ocupaba un rincón de la enorme sala, junto a otras cinco personas que trabajaban directamente bajo su batuta. Con paso decidido se plantó donde estaban Lorenzo y Mireille.
– ¿ Querías hablar conmigo? -preguntó con sequedad a Lorenzo.
– Mireille Béziers pasa a trabajar directamente contigo. Te será úticlass="underline" habla árabe y ha vivido muchos años en países árabes, de manera que conoce bien aquel mundo y puede ayudar a desentrañar el porqué de tanto fanatismo.
– De acuerdo. Siéntese allí, junto a la ventana, hay una mesa libre -indicó a Mireille sin apenas mirarla.
Sin atreverse a rechistar, Mireille siguió a Andrea con gesto desolado. La española no se andaría con contemplaciones y la pondría de patitas en la calle al menor renuncio. Contaba además con todas las bendiciones del jefe, Hans Wein.
Sintió una punzada de envidia hacia Andrea. Había llegado allí por méritos propios, nadie le había regalado nada. Era la mayor experta de Europa, y seguramente del mundo, en psicología terrorista. Había estudiado y analizado a presos de las Brigadas Rojas, del IRA, ETA, talibanes, tutsis y hutus, serbios, croatas y bosnios partícipes de matanzas y de limpiezas étnicas en la antigua Yugoslavia, pasando meses, incluso años, visitándoles en las cárceles, ganándose tanto la confianza de algunos como la indiferencia de otros. Incluso había sufrido alguna agresión. Pero Andrea Villasante no había cejado jamás en su empeño de intentar desmenuzar las mentes asesinas, de querer entender por qué un ser humano es capaz de convertirse en una alimaña para sus semejantes.
Cuando Andrea terminó la carrera de psicología sacó oposiciones para trabajar como funcionaria de prisiones en España y allí empezó a tratar con terroristas de la ETA.
No se había casado, ni tenía hijos, y a sus cincuenta años parecía no tener otro objetivo que dedicar todas sus fuerzas y energías al mismo afán: desentrañar la mente de los terroristas, no importa en nombre de qué mataran.
Mireille siguió a Andrea hasta la mesa que ocuparía a partir de ese momento. Pensó que su jefa no era fea, aunque tampoco lo suficientemente llamativa para molestar a otras mujeres, distraer a los hombres y ganarse las antipatías de las unas y los otros. De estatura mediana, con el cabello castaño corto, los ojos de igual color, no le sobraba un kilo pero tampoco le faltaba, y vestía siempre con impecables trajes de chaqueta oscuros.
– Siéntese, le explicaré cómo trabajamos en esta sección. Luego, para cualquier duda que tenga, pregunte a Diana Parker.
Mireille se sentó obedientemente dispuesta a no salirse del guión. Si lo hacía estaría fuera de juego y eso era lo último que quería.
Mientras Andrea le explicaba en qué iba a consistir su trabajo, no pudo evitar desviar la mirada hacia Matthew Lucas. El norteamericano tenía reflejado en el rostro un gesto de antipatía, de antipatía hacia ella, y se preguntó por qué, aunque inmediatamente constató que el sentimiento era mutuo. A ella tampoco le gustaba Matthew. Sentía una profunda desconfianza hacia los arrogantes funcionarios de las agencias de información norteamericanas, fuese la CIA o cualquier otra. Se comportaban como si sobre ellos recayera la responsabilidad de salvar al mundo y los europeos fueran todos unos ingenuos izquierdistas condicionados por sus opiniones públicas que siempre anteponían la libertad a la seguridad.
Suspiró resignada. Le había costado mucho llegar hasta allí y no podía echarlo a perder por motivos personales.
– Vamos, no es tan terrible trabajar con nuestro equipo.
Diana le acababa de devolver a la realidad. Le sonrió. Eran más o menos de la misma edad y parecía simpática; al menos siempre se había mostrado amable con ella. Sabía que se había licenciado en Antropología y que también hablaba árabe. Mireille se dijo que quizá podía llegar a ser amiga de aquella inglesa de larga melena rubia y ojos azules, por más que fuera la mano derecha de Andrea Villasante.
8
El viaje fue largo y pesado. Desde Frankfurt llegaron hasta Estrasburgo, luego atravesaron Francia y cruzaron los Pirineos por Perpiñán, y por la carretera de la costa hasta Granada. En total habían tardado cuatro días que se le habían hecho eternos, preocupado porque le pararan en un control rutinario en cualquier carretera y le detuvieran.
Pero los infieles no parecían desconfiar de una familia; los niños pequeños le habían sido de gran ayuda para despejar la desconfianza de las miradas.
Aunque tenía miedo, se sentía feliz desde el momento en que había entrado en la provincia de Granada, colmada del olor a azahar, limones y espliego. Eran los olores de su infancia. Aún conservaba en la memoria cada rincón de su ciudad, porque era suya, más suya que de aquellos infieles que osaban mancillarla con su presencia. Algún día expulsarían a todos los infieles y el suelo sagrado de sus antepasados volvería a sus legítimos dueños. En realidad, la reconquista había comenzado con cautela pero sin vuelta atrás. Cada vez eran más los granadinos que volvían los ojos a la verdadera fe y aclamaban a Alá como su único Dios. La comunidad musulmana se extendía por todos los rincones ante los ojos de los españoles que, llevados por su afán de tolerancia y para que nadie pudiera acusarlos de perseguir a otras razas o religiones, se dejaban conquistar sin oponer resistencia.