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Se sentó y suspiró. Esperaría a hablar con Mohamed y a conocer a su esposa. Estaba demasiado cansado para hacer caso al estado de ánimo de su propia mujer.

No se despertó hasta las dos de la tarde. Le costaba abrir los ojos por el cansancio, pero su mujer le instaba a levantarse, recordándole que estaba en casa Mohamed.

– Dame unos minutos para asearme. ¿Dónde está mi hijo?

– Están en la sala y ya es hora de comer.

– ¿Por qué no me has avisado antes?

– Mohamed me ha pedido que te dejara descansar…

– ¿Y Laila?

– Salió esta mañana; estará al llegar.

– Bien, comeremos todos juntos. Espero que te hayas esmerado; hace dos años que no vemos a nuestro hijo.

– He preparado cuscús de cordero, sé que os gusta a todos. Cuando Darwish entró en la sala apenas tuvo tiempo de mirar a su hijo porque éste le abrazó de inmediato.

Fátima les observaba de pie en un rincón, junto a sus hijos.

Darwish le dio la bienvenida a la familia y saludó a los niños intentando hacerse a la idea de que eran sus nietos y como tal les debía de tratar a partir de ese momento.

Preguntó por Laila y su mujer, nerviosa, le indicó que aún no había regresado.

– La esperaremos, no tardará. Los sábados siempre comemos juntos; es uno de los pocos días que tú hermana no trabaja.

– De mi hermana deberíamos hablar -sentenció Mohamed ante la mirada preocupada de su madre.

– ¿De Laila? ¿Por qué? -preguntó Darwish intuyendo la respuesta.

– No lleva hiyab, y por lo que ella misma me ha contado, ha abierto una escuela donde enseña el Corán. Estoy avergonzado.

– ¿Avergonzado? Tu hermana no hace nada de lo que debas avergonzarte -respondió Darwish-. Es impetuosa, pero una buena creyente y jamás se ha desviado de la senda del Corán… Pero ya hablaremos de Laila más tarde; ahora, hijo, cuéntame de ti y… de tu esposa e hijos, y dame noticias de Frankfurt. Debes saber, Fátima, que tenemos a tu hermano Hasan por nuestro guía y es un honor que tú hayas unido a las dos familias.

Mohamed ordenó a su esposa que se fuera con los niños a la cocina a ayudar a su madre para quedarse a solas con su padre. Cuando los dos hombres se sentaron frente a frente, sin testigos, Mohamed relató minuciosamente a su padre todos los pormenores del suceso de Frankfurt.

Darwish sentía cada palabra de su hijo como un puñal en las entrañas. Una cosa era participar de las ideas del Círculo, proteger a sus miembros, soñar con que algún día el islam sería la religión de todos y los cristianos no tendrían más remedio que convertirse -de hecho, en Granada cada vez eran más los españoles que apostataban para convertirse en musulmanes-, pero lo que su hijo le estaba reconociendo era que él se había convertido en un muyahid dispuesto a matar y a morir y, lo más sorprendente, que había participado en el atentado en el cine de Frankfurt, donde habían muerto treinta personas, y que también estaba en aquel apartamento de Frankfurt donde el grupo de muyahidin había tenido que sacrificarse ofreciéndose en martirio para que la policía no les detuviera. Sabía que Yusuf había muerto, pero no imaginaba la presencia de su hijo. Sólo Mohamed se había salvado para poder destruir unos papeles que aseguraba haber hecho añicos y después quemado.

Darwish miraba a su hijo con incredulidad sabiendo que éste esperaba su aprobación, pero se sentía desgarrado. Su hijo había participado en la matanza del cine y él había visto por televisión las imágenes de los cuerpos destrozados, incluidos los de unos niños. Se dijo que en Irak morían niños todos los días y que en Palestina no había semana en que el ejército de Israel no disparara sobre algún inocente. Se dijo que estaban en guerra y en la guerra se mata y se muere, y lo único que uno no puede sentir es piedad porque eso te hace débil. Pero a pesar de esta reflexión sentía una punzada de náusea en la boca del estómago mientras miraba a Mohamed, convertido en un hombre distinto. Acaso su hijo era como él había querido que fuera; de lo contrario no le habría permitido ir primero a Frankfurt bajo la protección de Hasan y más tarde a Pakistán; él sabía que si Mohamed iniciaba ese viaje nunca volvería a ser él mismo, pero ahora se encontraba con esa realidad, que le producía un sabor amargo.

– ¿Por qué elegisteis un cinc? Allí había mujeres y niños… -se atrevió a decir tímidamente.

– Allí había enemigos y por eso murieron. ¿O crees que esas mujeres no se alegran cuando nos ven caer a nosotros en Irak, o en Palestina? Sus hijos son futuros combatientes; si crecen irán a luchar contra nosotros. Padre, espero que tus convicciones no flaqueen…

– ¡Hijo!

– No veas mujeres y niños, ve lo que son: enemigos, enemigos en la retaguardia con los que hay que acabar. No es difícil matar cuando sabes por qué matas.

– Y tú, ¿por qué lo haces?

Laila llevaba unos minutos en el umbral y había escuchado buena parte de las explicaciones de su hermano sin que ni éste ni su padre se hubieran dado cuenta de su presencia. El relato de Mohamed le había arrancado lágrimas de lo más hondo de su ser. No podía reconocer a su hermano en el asesino que veía en la sala de su casa departiendo con su padre.

– ¡Lada! -gritó su padre, sobresaltado-. ¡Sal de aquí! Ésta es una conversación de hombres.

– ¿De hombres? ¡Lo que Mohamed ha contado es horrible! ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo has podido…? -gritó Laila con los ojos anegados por el llanto.

– ¡Sal de aquí! -le ordenó su hermano con furia-. Sal antes de que te apalee, desgraciada. Y cúbrete la cabeza si no quieres que te la cubra yo.

– ¡Atrévete! ¡Atrévete! -gritó Laila.

Su madre y Fátima entraron en la sala asustadas por los gritos. Y Laila se refugió llorando en los brazos de su madre.

– ¡Es un asesino! Él mató a toda esa pobre gente del cine de Frankfurt… ¡Oh, Misericordioso! ¿Cómo lo has permitido?

Fátima bajó la cabeza entre avergonzada y temerosa. Ella sabía que Mohamed había participado en la matanza de Frankfurt lo mismo que Yusuf, su primer marido, pero eso, hasta ese momento, les convertía en héroes a sus ojos, porque su visión de la realidad era la misma de su hermano Hasan y la comunidad, aunque las lágrimas de Laila la conmovían y la hacían dudar.

Laila salió de la sala y se encerró llorando en su cuarto mientras su madre insistía para que le abriera la puerta. Darwish Mohamed no se habían movido de la sala, mientras que Fátima había vuelto a refugiarse en la cocina con sus dos pequeños, temerosa de lo que pudiera pasar.

Los dos hombres comieron solos y estuvieron hablando hasta bien entrada la tarde, cuando Darwish se dirigió a la habitación de Laila y le ordenó salir de inmediato.

Cuando Laila abrió la puerta, apenas se le distinguían los ojos, hinchados por el llanto.

– Lávate la cara y ven a la sala, tenemos que hablar -le ordenó su padre.

Mansamente se encaminó al cuarto de baño, donde se restregó la cara con agua fría mientras intentaba ahogar nuevas lágrimas que se deslizaron por sus mejillas. Cuando por fin se presentó en la sala donde la esperaban su padre y su hermano, se sentía agotada y empequeñecida.

– Me escucharás y obedecerás, porque de lo contrario puedes acarrear la desgracia a esta familia -le dijo su padre a modo de preámbulo, pero Laila ni siquiera respondió, bajando la cabeza-. Estamos en guerra, Laila, por más que tú no lo quieras ver así. Ha llegado el momento de que nos defendamos y saldemos todas las afrentas y humillaciones a las que nos han sometido los cristianos en los últimos siglos. Nos han ido arrinconando, expoliando y despreciando hasta intentar reducirnos a la nada, y muchos de nuestros dirigentes se han dejado corromper por Occidente. Pero Alá quiere que esta situación termine y por eso ha inspirado a algunos hombres santos para que lideren una nueva comunidad de creyentes, donde los limpios de corazón deberán sacrificarse para conseguir que la bandera del islam vuelva a ondear a lo largo y ancho del mundo.

– ¿Matando inocentes? -se atrevió a preguntar con apenas un hilo de voz.

– ¡Es que no lo entiendes! -exclamó con furia su padre.

– No, no lo entiendo. No entiendo el fanatismo. No entiendo por qué no podemos vivir juntos musulmanes y cristianos. No entiendo por qué los seres humanos nos empeñamos en hacer de la diferencia un abismo infranqueable. No lo entiendo porque no creo que Alá sea diferente al Dios cristiano o al Dios judío…

Laila no pudo seguir hablando porque su hermano se levantó con extraordinaria rapidez y le propinó una bofetada que la hizo tambalearse.

– ¡Blasfema! -gritó Mohamed alzando el puño que estrelló contra el rostro de su hermana.

Su padre se interpuso entre ambos para evitar que Mohamed golpeara de nuevo a Laila. Se sentía impotente ante la situación.

De nuevo su esposa irrumpió en la sala chillando a su vez al ver a su hija con el labio partido, un ojo amoratado y sangrando a causa del puñetazo de Mohamed.

– ¡Que Alá sea misericordioso con nosotros! ¿Qué hemos hecho? -gritaba la madre, asustada, abrazando a Laila.

– ¡Vosotros tenéis la culpa de esto! -gritó Mohamed dirigiéndose a sus padres-. Nunca debisteis consentirle llegar tan lejos. ¡Tú, madre, has engañado a mi padre ocultándole las faltas de Laila, tú eres la responsable!

La mujer bajó la cabeza, asustada. No reconocía a su hijo en aquel joven lleno de ira que le gritaba amenazante, pero no se atrevió a responderle, ni siquiera intentó defenderse, sabiendo que si decía una sola palabra podía aumentar aún más la rabia de Mohamed. Tampoco sabía cómo iba a reaccionar su marido. Hasta ese día había sido un buen hombre que jamás las había golpeado, ni a ella ni a Laila, pero ahora veía en los ojos de su esposo un brillo especial que no sabía cómo interpretar. Abrazada a Laila y conteniendo las lágrimas, se dijo que lo único que podía intentar hacer era proteger a su hija con su propio cuerpo si Mohamed insistía en golpear a su hermana.

Los segundos se le hacían eternos hasta que por fin su marido habló.

– Llévatela y que no salga de su habitación hasta que yo lo diga. Laila tiene que obedecer, Mohamed tiene razón.