Está a punto de colgar.
– Señorita Lübing -le digo.
– Sí.
– ¿Tuvo alguna vez una baja por enfermedad?
– El Señor me ha protegido.
– Lo sabía -le digo-. Tenía ese presentimiento.
Colgamos las dos.
No tardo ni dos minutos en encontrar el informe. Lo han metido en una carpeta negra de anillas. Tiene cuarenta folios, numerados en la esquina inferior derecha.
El informe está listo para meterlo en mi bolsillo. Luego tendré que quitar el plástico negro de las ventanas y desaparecer lo antes posible por la calle de la Calería sin dejar rastro.
Sin embargo, soy incapaz de controlar mi curiosidad. Me llevo el informe a la esquina más alejada de la habitación y me siento en el suelo con la espalda apoyada contra una estantería. Ésta cede bajo mi peso. Es una estantería de madera muy frágil. Por lo visto nunca creyeron que el archivo acabaría siendo tan grande. Que Groenlandia fuera tan sorprendentemente inagotable. Se han limitado a ir añadiendo. Añadiendo rastros del tiempo sobre un esqueleto frágil de madera.
«La expedición geológica de la Sociedad Criolita Danmark a Gela Alta, julio-agosto de 1991», reza la portada. Echo una leve ojeada a las primeras páginas que, a modo de introducción, explican el objetivo de la expedición: «Examinar los yacimientos de cristales de rubí maclado en el glaciar Barren en Gela Alta». El texto también menciona los cinco expedicionarios europeos. Entre ellos, un profesor de etnología ártica, el doctor Andreas Fine Licht. El nombre hace sonar una campanilla en lo más profundo de mí. Sin embargo, imagino que su presencia explica que en la parte inferior del folio se especifique que la expedición está respaldada por el Instituto de Etnología Artica.
Después viene un informe con una parte redactada en inglés y otra en danés. También lo leo por encima. Relata una expedición de rescate en helicóptero desde Holsteinsborg hasta el glaciar Barren. El helicóptero no pudo acercarse mucho, por el riesgo de que el ruido del motor provocara aludes. Por esta razón, tuvo que desistir y, en su lugar, enviaron un Cherokee Six 3000, algo que, francamente, no sé qué debe ser, aunque parece que aterrizó sobre el agua con un piloto, un navegador, un médico y una enfermera a bordo. Incluye un pequeño informe de la tripulación de rescate y un certificado médico del hospital. Hubo cinco muertos. Un finlandés y cuatro esquimales. Uno de los esquimales se llamaba Norsaq Christiansen.
Los anexos ocupan veinte páginas. Una relación de los testigos de sondeo recogidos. Las cuentas. Una extensa serie de fotografías en blanco y negro, tomadas desde un avión, en las que se muestra un glaciar que se divide y fluye alrededor de una roca clara en forma de cono.
Un portafolios transparente contiene copias de aproximadamente una veintena de cartas, todas relativas al transporte de los cadáveres.
El conjunto parece sobrio y correcto. Trágico pero, sin embargo, nada del otro mundo, algo que podía ocurrir. Nada que pueda explicar de manera satisfactoria que un niño pequeño, dos años más tarde, se haya caído desde un tejado en Copenhague. Por un momento llego a pensar que el resto ha sido fruto de mi imaginación. Que me he perdido. Que todo ha sido una telaraña de suposiciones tejida por mí misma.
Sólo ahora empiezo a percatarme de lo cargada de pasado que está la sala. Cargada de hileras de días, hileras de números, hileras de hombres y mujeres que cada día, año tras año, han comido en la cantina sus cuatro medias rebanadas de pan negro con fiambres y se han partido una cerveza hof con Amanda. Y nunca más de una, salvo por Navidad, cuando el laboratorio suele poner un cuarto de bombona de alcohol de 96° a macerar con comino para la comida navideña. El archivo me grita que todos estaban satisfechos. Y era exactamente lo mismo que ponía en el libro de la biblioteca y lo que también le dijo Elsa Lübing: «Estábamos satisfechos. Era un buen centro de trabajo».
Como tantas otras veces, siento un tirón en el pecho, deseando haber estado allí, haber tomado parte. En Tule y en Siorapaluk nadie preguntaba qué hacían los demás, porque todos eran cazadores, todos trabajaban y tenían algo que hacer. En Dinamarca se es asalariado y eso te ofrece una sensación de plenitud: le da un sentido a la vida el saber que ahora te arremangas, te pones el lápiz detrás de la oreja, te calzas las botas de agua y te vas a trabajar. Y cuando acabas de trabajar por la tarde, ves la televisión o les haces una visita a los amigos, o juegas a bádminton o haces un cursillo de formación suplementaria en Comal 80. Desde luego, nadie se dedica a la vida subterránea, a merodear debajo del Strandboulevard en mitad de la noche, a pocos días de Navidad.
No es la primera ni la última vez que tengo este tipo de pensamientos. ¿Qué es lo que nos hace ir en busca de la depresión?
Cuando cierro el informe, me viene un pensamiento a la mente. Lo vuelvo a abrir por el apartado médico. Allí veo algo. Y entonces es cuando tengo la certeza de que ha valido la pena.
He visto amigas en Groenlandia que, justo después de quedar embarazadas, se volvían prudentes y se cuidaban como no lo habían hecho hasta entonces. Esta misma sensación es la que ahora me embarga. A partir de este mismo momento deberé cuidar mucho de mí misma.
El tráfico ha cesado. No llevo reloj pero supongo que deben de ser cerca de las tres. Apago la linterna.
El edificio está en silencio. De repente, en medio del silencio, suena un ruido extraño. Parece demasiado próximo como para venir de la calle. Pero es tan débil como un susurro. Desde donde estoy sentada, el vano de la puerta que comunica con la primera sala es un rectángulo gris débilmente luminoso. Por un instante está allí, al siguiente ha desaparecido. Alguien ha entrado en la habitación, alguien que con su cuerpo tapa la luz.
Cambiando la postura de la cabeza, consigo seguir un movimiento que se desliza a lo largo de las estanterías. Me quito las botas. No me convienen si tengo que correr. Me pongo en pie. Girando de nuevo la cabeza consigo ver una silueta ligeramente iluminada en el marco de la puerta.
Creemos que existe un límite en el miedo. Sin embargo, sólo es así hasta que nos encontramos con lo desconocido. Todos disponemos de cantidades ilimitadas de terror.
Me agarro y vuelco una de las estanterías sobre él. Un momento antes de que la estantería se precipite, cae el primero de los cuadernos. Eso advierte al intruso del peligro, y le permite levantar las manos y detener la caída de la estantería. Primero se oye un ruido, como si se le rompieran los huesos del antebrazo. Acto seguido suena un estruendo como si cayeran quince toneladas de libros al suelo. No puede soltar la estantería, que reposa pesadamente sobre él. Y, lentamente, sus piernas empiezan a flaquear.
Se ha difundido entre la gran mayoría de la población la idea errónea de que la violencia siempre favorece al físicamente más fuerte. No es verdad. El desenlace de una pelea es una cuestión de velocidad en los primeros metros. Cuando me trasladé al colegio de Skovgaard, tras medio año en el de Rugmarken, me encontré por primera vez con la clásica persecución danesa contra las personas diferentes. Del lugar de donde venía, todos habíamos sido extranjeros y nos encontrábamos en la misma situación. En mi nueva clase, yo era la única que tenía el pelo negro y un danés torpe. Había sobre todo un chico de los cursos superiores que era realmente bruto y despiadado. Me enteré de dónde vivía. Un día me levanté muy temprano por la mañana y me puse a esperarle allí donde solía cruzar la calle de Skovshoved. Me aventajaba en quince kilos. Sin embargo, no tenía ni la más mínima posibilidad de vencerme. Nunca tuvo aquel par de minutos que necesitaba para transportarse a sí mismo al estado de trance requerido en estas situaciones. Le golpeé frontalmente en la cara, rompiéndole la nariz. Entonces le di una patada, primero en la rodilla izquierda y luego en la derecha, con el fin de tenerlo a una altura más operativa. Necesitaron darle doce puntos para ponerle el tabique nasal en su sitio. En realidad, nadie llegó a creer que hubiera sido yo la causante de tanto destrozo.