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Trocea cebollas y tomates, lo pasa todo por una sartén con mantequilla, bate las claras hasta que están montadas, añade las yemas, y lo fríe todo por los dos lados. Lleva la sartén a la mesa. Lo acompañamos con leche y tomamos rebanadas de pan negro y suculento que desprenden un aroma parecido al alquitrán.

Comemos en silencio. Sólo cuando como con extraños o cuando tengo mucha hambre, como ahora, soy consciente del significado ritual de la comida. Entonces recuerdo la fusión entre la solemnidad de la reunión de diferentes gentes y las experiencias gustativas fuertes. La grasa de ballena rosada y ligeramente espumeante que comíamos en un solo recipiente. La sensación de que casi todo en esta vida existe para ser compartido.

Me levanto.

Está de pie en la puerta como si quisiera cerrarme el paso.

Estoy pensando en las deficiencias de lo que me ha contado hoy.

Da un paso a un lado. Yo avanzo con mis botas y mi abrigo de pieles en la mano.

– Voy a dejar parte del informe aquí. Será una buena práctica para tu dislexia.

Hay algo burlón en su rostro.

– Smila, ¿cómo puede ser que una chica tan fina y delgada como tú tenga una voz tan gruesa y grave?

– Siento dejarte con la impresión de que únicamente soy grosera con la boca -replico-. Hago todo lo posible por llegar a ser ruda en todos los sentidos.

Entonces cierro la puerta a mis espaldas.

11

He dormido toda la mañana y me he despertado un poco tarde, por lo que sólo dispongo de una hora y media para bañarme, vestirme y maquillarme para el funeral. Muy poco tiempo, como comprenderá cualquiera que, como yo, intente causar buen efecto. Por eso me siento aturdida cuando llegamos a la capilla y, una vez terminada la ceremonia, no me siento mejor. Tal como voy, al lado del mecánico, me siento como si alguien me hubiera abierto la tapa y me hubiera raspado repetidas veces con el gran cepillo de lavar botellas.

Algo caliente cae suavemente sobre mis hombros. El mecánico se ha quitado su abrigo y me lo ha puesto. Me llega hasta los pies.

Nos detenemos y echamos un último vistazo a la tumba y a nuestras propias huellas. Sus grandes tacones desgastados y torcidos. Probablemente sus piernas estén ligeramente arqueadas, de manera apenas perceptible para la vista. Mis pequeñas perforaciones, marcas de los zapatos de tacón alto, pueden asemejarse a las huellas de un corzo. Un movimiento oblicuo que se desliza hacia abajo y hacia el fondo de las huellas; unas marcas negras, donde las pezuñas han atravesado la capa de nieve hasta llegar a la tierra.

Las mujeres nos adelantan. Sólo veo sus botas y zapatos. Tres de ellas llevan a Juliana en brazos, las puntas de sus zapatos se arrastran por la nieve. Junto a la sotana del pastor hay un par de botas de piel bordada. Sobre el portal que da a la avenida hay una lámpara. Cuando alzo la mirada, la mujer levanta su cabeza y con un movimiento hace que su larga cabellera desaparezca ondulante en la oscuridad y su rostro aprese la luz; un rostro blanco con grandes ojos, como agua oscura en medio de la palidez. Anda del brazo del pastor, hablándole con encarecimiento. Algo en las dos figuras, una al lado de la otra, hace que la imagen se congele y permanezca en mi memoria.

– Señorita Jaspersen.

Es Ravn. Y sus amigos. Dos hombres que llevan abrigos tan grandes como el suyo pero que, sin embargo, los rellenan. Debajo visten con trajes azul marino, camisas blancas y corbatas, y gafas de sol para que la oscuridad invernal de las cuatro de la tarde no les hiera la vista.

– Me gustaría intercambiar unas palabras con usted.

– ¿En las oficinas de la brigada especial de delitos monetarios? ¿Es sobre mis inversiones?

Recibe el golpe con el rostro inexpresivo. Tiene un rostro sobre el que, con el paso del tiempo, ha caído tanto que, a estas alturas, ya no hay nada que pueda afectarle. Hace un gesto hacia el coche.

– No estoy segura de tener ganas ahora mismo.

No se mueve ni un milímetro. Pero sus dos compañeros de logia se dirigen imperceptiblemente hacia mí.

– Smila. S-s-si no tienes ganas, no creo que debas ir.

Es el mecánico. Ha interceptado el paso a los dos hombres.

Cuando un animal, y en gran medida el hombre, se enfrenta a una amenaza física, su cuerpo adquiere cierta rigidez. Desde un punto de vista fisiológico no es nada económico, pero es una ley. Los osos polares son una excepción. Pueden estar al acecho, totalmente relajados, durante dos horas seguidas sin perder, ni por un segundo, el tono de alerta de su musculatura. Ahora veo que también el mecánico es una excepción. Sus extremidades y su porte cuelgan casi sueltos. Sin embargo, hay algo en su concentración ante los dos hombres de una peligrosidad física que me hace advertir de nuevo lo poco que, en realidad, lo conozco.

No parece tener ningún efecto sobre Ravn. Pero provoca que los dos hombres azules den un paso atrás, al mismo tiempo que se desabrochan simultáneamente las chaquetas. Quizás haga demasiado calor. Quizá compartan el mismo tic nervioso. También puede ser que tengan una porra con un relleno de plomo escondida debajo del abrigo.

– ¿Me llevarán de vuelta?

– Hasta la puerta.

En el coche voy sentada en el asiento trasero, al lado de Ravn. En un momento determinado me inclino hacia los asientos delanteros y le quito las gafas de sol al conductor.

– Soy muda como una tumba, pequeñín -le digo-. Mi boca está sellada. Ravn no se enterará por mí de que duermes cuando estás de servicio. A las siete y media de la mañana en la calle Kabbeleje.

Cuando llegamos a la comisaría, nos metemos entre los edificios rojos donde los agentes de tráfico tienen sus oficinas. Nos dirigimos a una barraca baja y roja que da al puerto.

No hay ningún cartel en la puerta del edificio. No nos encontramos con nadie. No se oye el acostumbrado repiqueteo de máquinas de escribir. No hay ningún letrero en las puertas. Únicamente hay paz y tranquilidad. Como en una sala de lectura. O como en el depósito de cadáveres en los sótanos del Instituto de Medicina Forense.

Los dos pajes azules se han perdido. Ravn y yo entramos en un despacho oscuro. Hay persianas en las ventanas. A través de las persianas se vislumbra la luz eléctrica, los muelles, el agua, Islands Brygge.

Es una habitación que de día debe tener bastante luz. A otras horas, no tiene nada. Nada en las paredes. Nada sobre las mesas. Nada en los alféizares de las ventanas.

Ravn enciende la luz. En una esquina aguarda un hombre sentado en una silla. Ha estado un rato esperando en la oscuridad. Nervudo, con el cabello negro casi rapado, ojos azules distantes y una boca con una expresión dura. Viste de una manera muy pulcra.

Ravn toma asiento tras el escritorio.

– Smila Jaspersen -me presenta-. Capitán Telling.

Me han colocado de manera que tenga las ventanas a mis espaldas y a los dos hombres de frente.

No hay cigarrillos, ni café en vasos de plástico, ninguna grabadora, ni tampoco una bombilla eléctrica deslumbrante, en definitiva, ningún ambiente de interrogatorio. Sólo tiempo de espera.

En éste, me vuelvo silenciosa.

Del silencio surge una mujer con una bandeja con té, azúcar y rodajas de limón, todo en porcelana blanca. Seguidamente, el edificio abandonado la absorbe, haciéndola desaparecer. Ravn sirve el té.

Saca una carpeta de uno de los cajones. Es de color rosa. Lee el contenido pausadamente. Como si quisiera vivirlo por primera vez.

– Smila Qaavigaaq Jaspersen. Nacida el 16 de junio de 1956 en Qaanaaq. Padres: Cazadora Ane Qaavigaaq y doctor Joergen Moritz Jaspersen. Estudios primarios en Groenlandia y Copenhague. Secundarios en la Escuela Estatal de Birkeroed, finalizados en 1976. Estudios en el Instituto H.C. Oersted y en el Instituto Geográfico de Copenhague. Morfología glacial, estadística y problemas matemáticos de geotecnia. Viajes al oeste de Groenlandia y a Tule en el 75, 76 y 77. Aprovisionamiento de expediciones francesas y danesas al norte de Groenlandia en el 78, en el 79 y en el 80. En el 82, trabaja en el Instituto Geodésico. Desde el 82 hasta el 85, participante científico en expediciones al Indlandsis, al océano Ártico y a la Norteamérica Ártica. Se adjuntan varias recomendaciones. Una del Mayor Guldbrandsen, que dirigía la patrulla Sirius. Es del 79. Se lamenta de que no sepa llevar trineo con tiro de perros. ¿Tiene miedo de los perros?