Naturalmente ésta ha sido la dirección en la que nos hemos movido desde el comienzo.
– Sí -le digo-. Me acuerdo perfectamente de que me lo prometió. Era cuando usted todavía trabajaba para la Fiscalía de Copenhague.
– Señorita Smila -me dice en un tono sumamente dulce-, la podemos enviar a la cárcel en cualquier momento, ¿entiende? La podemos encerrar en una celda individual, en un tanque de aislamiento, en cuanto nos parezca adecuado o nos apetezca. Ningún juez vacilaría al ver sus antecedentes.
Desde el comienzo, esta reunión debía haber tratado de la autenticidad. Él ha deseado mostrarme de lo que es capaz. Que puede conseguir la información que yo envié al ejército o a la Dirección General para Groenlandia. Que ha podido seguir todos mis movimientos. Que tiene acceso a cualquier archivo. Que en cualquier momento puede requerir la presencia de un oficial de los servicios secretos a las seis de la tarde en Navidad. Y todo esto lo ha hecho para que no me quepa la menor duda de que me puede meter en chirona en cuanto a él le plazca.
Lo ha conseguido. Ahora sé que es capaz. Que las cosas van a ser como él quiera. Porque debajo de sus amenazas yace una capa de conocimientos. Que ahora saca a la luz.
– El encierro -dice lentamente- en un pequeño cuartito insonorizado y sin ventanas es, por lo que me han contado, especialmente desagradable para aquellos que se han criado en Groenlandia.
No hay ningún rasgo de sadismo en él. Sólo un conocimiento preciso y, tal vez, ligeramente melancólico de los medios de que dispone.
No existen cárceles en Groenlandia. La mayor diferencia entre la legislación danesa y la de Nuuk es que en Groenlandia suele castigarse con multas las infracciones que hubieran significado penas de arresto menor o cárcel en Dinamarca. El infierno groenlandés no es el paisaje rocoso con su cenagal de azufre de la imaginería europea. El infierno groenlandés es el espacio cerrado. Recuerdo mi infancia como si nunca hubiéramos estado dentro, en las casas. Para mi madre era impensable vivir en el mismo lugar durante mucho tiempo. Guardo para con mi libertad espacial la misma relación que he notado en los hombres para con sus testículos. La mezo como a un bebé y la venero como a una diosa.
Con la investigación de la muerte de Isaías he llegado al final del camino.
Nos levantamos. No hemos tocado las tazas. El té se ha enfriado.
II
1
Se puede intentar ocultar una depresión de varias maneras. Por ejemplo, pueden escucharse las obras para órgano de Bach en la iglesia del Redentor. Puede depositarse una raya de buen humor en polvo sobre un espejo de bolsillo con una hoja de afeitar y esnifarla con una pajita. Se puede pedir ayuda a gritos. Y puede hacerse por teléfono, para, de esta manera, estar segura de que lo ha oído quien debía.
Éste es el modelo europeo: confiar en salirse de los problemas mediante la acción.
Yo elijo el camino groenlandés. Éste consiste en refugiarse en el humor negro. En colocar la derrota bajo el microscopio y recrearse en su imagen.
Cuando las cosas están verdaderamente mal, como ahora, veo un túnel negro ante mis ojos. Me dirijo hacia él. Me desprendo de mis ropas caras, de la ropa interior, de mi casco de seguridad y de mi pasaporte danés y me introduzco en la oscuridad.
Sé que surgirá un tren del túnel. Una locomotora de vapor forrada de plomo que transporta estroncio 90. Voy a su encuentro.
Puedo hacerlo porque tengo treinta y siete años. Sé que allí, en el túnel, bajo las ruedas, entre las traviesas, hay un pequeño punto de luz.
Es la mañana de Nochebuena. En los últimos días, me he ido desligando del mundo gradualmente. Ahora me preparo para el descenso final. Que tiene que llegar. Porque me he dejado coaccionar por Ravn. Porque le estoy fallando a Isaías, porque lo he abandonado. Porque no consigo alejar a mi padre de mis pensamientos. Porque no sé qué decirle al mecánico. Porque es como si no aprendiera nunca.
Me he preparado, obviando el desayuno. Adelantaré la confrontación. He cerrado la puerta con llave. Me siento en el sillón grande. Y convoco al mal humor: aquí está Smila. Hambrienta. Cargada de deudas. El día de Nochebuena. Un día en que todos los demás tienen a sus familias. A sus novios. A sus periquitos. En el que los demás se tienen los unos a los otros.
Es efectivo. Ya me encuentro delante del túnel. Una mujer de mediana edad. Fracasada. Abandonada.
Llaman a la puerta. Es el mecánico. Lo sé por la manera en que llama a la puerta. Cautelosamente, a tientas, como si el timbre estuviera atornillado directamente en el cráneo de una anciana a quien no quisiera molestar. No lo he vuelto a ver desde el entierro. No he querido molestar. No he querido pensar en él.
Salgo y desconecto la clavija. Me vuelvo a sentar.
Realizo un revelado interno de las imágenes de la segunda vez que me escapé y Moritz me vino a buscar a Tule. Estábamos de pie sobre las plataformas de cemento por las que se recorren los últimos veinte metros hasta llegar al avión. Mi tía gemía y lloraba. Inspiré todo el aire que pude. Pensé que de esta manera conseguiría llevarme el aire claro, seco y dulzón hasta Dinamarca.
Llaman a la puerta de la cocina. Es Juliana. Se arrodilla y grita a través de la ranura del buzón del correo.
– Smila, he mezclado pasta de pescado.
– Déjame en paz.
Ella se ofende.
– La echaré por la ranura de tu puerta.
Antes de subirnos al avión, mi tía me dio un par de kamiks para usar en casa. Sólo el trabajo con las perlas la había mantenido ocupada durante todo un mes entero.
Suena el teléfono.
– Hay algo de lo que me gustaría hablar con usted.
Es la voz de Elsa Lübing.
– Lo siento -le digo-. Cuénteselo a otra persona. No eche margaritas a los cerdos.
Arranco el cable de la pared. Empiezo a sentirme atraída intermitentemente por la celda de aislamiento de Ravn. Es uno de aquellos días en los que no puede evitarse que lo próximo sea que alguien llame a las ventanas. En un cuarto piso.
Llaman a mi ventana. Fuera, hay un hombre vestido de verde. Abro la ventana.
– Soy el limpiacristales. Sólo quería advertirle. Para que no se le ocurra desnudarse.
Me sonríe con una sonrisa amplísima. Como si limpiara cristales metiéndose todo un entrepaño en la boca.
– ¿Qué coño quiere decir? ¿Está insinuando que no tiene ganas de verme desnuda?
Su sonrisa se marchita. Aprieta un botón y la plataforma sobre la que está de pie lo hace desaparecer de mi vista.
– ¡No quiero que me limpies las ventanas! -le grito-. De todos modos, a mi edad apenas puedo ver a través de ellas.
Durante los primeros años en Dinamarca no le hablaba a Moritz. Solíamos cenar juntos. Así lo había exigido él. Sin mediar palabra, nos sentábamos uno delante del otro, tiesos en las sillas, mientras el ama de llaves de turno servía platos siempre distintos. La señora Mikkelsen, Dagny, la señorita. Holm, Boline Hsu. Albóndigas, conejo a la crema, verduras japonesas, espaguetis húngaros. Sin intercambiar ni una sola palabra.
Cuando alguien habla de lo rápido que olvidan los niños, lo rápido que perdonan, lo sensibles que son, dejo que me entre por un oído y me salga por el otro. Los niños son capaces de recordar, de sentir rencor y guardárselo y tratar a las personas que no les gustan con extrema frialdad.
Creo que tenía alrededor de doce años cuando entendí, aunque sólo ligeramente, la razón por la cual me habían traído a Dinamarca.
Me había escapado de Charlottenlund. Estaba haciendo autostop hacia el oeste. Había oído decir que si se iba hacia el oeste, tarde o temprano se llegaba a Jutlandia. En Jutlandia estaba Frederikshavn. Desde allí se podía llegar a Oslo. Desde Oslo salían regularmente barcos mercantes hacia Nuuk.