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Entonces asiente con la cabeza.

– Él también formó parte de la expedición en el 66.

El mecánico cocina para los dos.

Por norma, en los hogares en los que uno se encuentra a gusto, acaba por entrar en la cocina. En Qaanaaq vivíamos en ella. Aquí me conformo con quedarme en la puerta. Sin duda es grande. Pero él la llena sobradamente.

Hay mujeres que saben hacer soufflé. Que, por cierto, suelen tener una receta de parfait de mocca metida en el sujetador deportivo. Que son capaces de hacer su propio pastel de bodas con una mano, mientras cocinan un entrecot a la pimienta al estilo Nossi Bé con la otra.

Todos debemos sentirnos agradecidos por ello. Siempre que no signifique que los demás debamos sentir mala conciencia por no tutearnos todavía con nuestra tostadora eléctrica.

Dispone una montaña de pescado y otra de verduras sobre el mármol de la cocina. Salmón, caballa, abadejo, diversas platijas. Dos grandes cangrejos. Colas, cabezas, aletas. Además, zanahorias, cebollas, puerros, perejil, hinojo.

Limpia las verduras y luego las pone a hervir.

Le hablo de Ravn y del capitán Telling.

Pone arroz a hervir. Con cardamomo y anís.

Le cuento las cláusulas de confidencialidad que he firmado.

Los informes de los que disponía Ravn.

Cuela el agua de las verduras y hierve los trozos de pescado.

Le hablo de las amenazas. Del riesgo de que pueden arrestarme en cualquier momento, en cuanto les apetezca.

Va sacando los trozos de pescado poco a poco. Recuerdo que también lo hacían así en Groenlandia. En la época en que invertíamos tiempo en cocinar. El pescado tiene muy diversos tiempos de cocción. El abadejo está tierno enseguida. La caballa necesita un rato, el salmón mucho más.

– Tengo miedo de estar encerrada -le digo.

Guarda los cangrejos para el final. Deja que se cuezan con el resto durante un máximo de cinco minutos.

De alguna manera, me siento aliviada de que no diga nada, de que no me riña. Él es quien sabe cuánto sabemos. Cuánto tendremos que olvidar, ahora.

Me siento obligada a especificarle lo que significa la claustrofobia para mí.

– ¿Sabes lo que hay debajo de las matemáticas? -le pregunto-. Debajo de las matemáticas se esconden los números. Si alguien me preguntara qué es lo que verdaderamente me hace sentir feliz, yo contestaría: los números. La nieve, el hielo y los números. ¿Y sabes por qué?

Rompe las pinzas de los cangrejos con un cascanueces y saca la carne con unas tenacillas curvas.

– Porque el sistema numérico es como la vida humana. En el comienzo están los números naturales. Son aquellos que son enteros y positivos. Los números del niño pequeño. Sin embargo, la conciencia humana se expande. El niño descubre el ansia y ¿sabes cuál es la representación matemática del ansia?

Le añade crema de leche y unas gotas de zumo de naranja a la sopa.

– Los números negativos. La formalización de aquello que sentimos que nos falta. Y la conciencia sigue expandiéndose, y crece, y el niño descubre los intervalos. Entre las piedras, entre las manchas de liquen que cubren las piedras, entre los hombres. Y entre los números. ¿Y sabes a qué nos lleva? Nos lleva a los quebrados. Los números enteros más los quebrados nos dan los números racionales. Y la consciencia no se detiene aquí. Su deseo es superar la razón. Añade una operación tan absurda como es la extracción de una raíz. Y llega a los números irracionales.

Calienta las barritas de pan en el horno y rellena el pimentero.

– Es una especie de locura. Porque los números irracionales son infinitos. No se pueden escribir. Conducen a la conciencia hasta el espacio ilimitado. Y con los números irracionales, sumados a los racionales, se obtienen los números reales.

Estoy en medio de la habitación para poder disponer de espacio. Es poco frecuente tener la oportunidad de explicarse ante otro ser humano. Normalmente hay que luchar por la palabra. Y para mí, poder hacerlo me es indispensable.

– Y la cosa no se detiene aquí. No se detiene nunca. Porque ahora, en este mismo momento, los números reales se expanden mediante los quebrados imaginarios de números negativos. Son números que somos incapaces de imaginar, números que la conciencia normal no puede contener. Y cuando añadimos los números imaginarios a los números reales, obtenemos el sistema numérico complejo. El primer sistema numérico dentro del cual es posible dar cuenta de la creación de cristales de hielo. Es como un gran paisaje abierto. Los horizontes. Una se siente atraída hacia ellos, y ellos siguen moviéndose. Es Groenlandia, de la que no puedo prescindir. Es la razón por la que no quiero que me encierren.

He acabado y estoy frente a él.

– Smila -me dice-, ¿puedo besarte?

Supongo que todos tenemos una imagen de nosotros mismos. Siempre me he visto a mí misma como una doña Mordaz de enorme boca. Ahora ya no sé qué pensar ni qué decir. Siento que me ha traicionado. Que no me ha escuchado como debía. Que me ha sido desleal. Por otro lado, no hace nada. No me molesta. Se queda delante de las ollas humeantes, mirándome.

No sé qué contestar. Simplemente me quedo de pie, sin saber qué hacer conmigo misma y surge el momento y, afortunadamente, pasa.

– F-feliz Navidad.

Hemos cenado sin intercambiar palabra alguna. En parte, por supuesto, porque lo que hemos dejado de decir sigue todavía suspenso en el aire. Pero, sobre todo, porque la sopa lo exige. Es imposible hablar con ella delante. Desde el plato, nos grita, reclamando nuestra entera atención.

También era así con Isaías. Ocurría que, mientras le leía en voz alta algún libro o escuchábamos Pedro y el lobo, mi atención era captada por alguna otra cosa, mis pensamientos se me escapaban. Tras unos instantes, empezaba a carraspear. Un carraspeo amable, reconductor, significativo. Decía lo siguiente: «Smila, estás alejándote de mí en tus sueños».

Lo mismo sucede con la sopa. La tomo en un plato hondo. El mecánico se la bebe en un gran bol. Sabe a pescado. Al profundo océano Atlántico, a icebergs, a algas. El arroz trae recuerdos de los trópicos, de las hojas dobladas del bananero, de los mercados flotantes de especias en Birmania. Así puedo darle un poco de cuerda y dejar que la fantasía corra libremente.

Bebemos agua mineral. Él sabe que yo no bebo alcohol. No me ha preguntado el porqué. En realidad, nunca me ha preguntado nada. Salvo lo de hace un instante.

Aparta la cuchara.

– También está el barco -dice-. La maqueta en la habitación del Barón. Parecía muy caro.

Deposita un tríptico impreso sobre la mesa.

– La ca-caja que tenía en su habitación, aquella con la que se había construido una cueva, era el embalaje del barco. En ella encontré esto.

¿Por qué no lo había visto yo misma?

En la página frontal pone: «Museo Ártico. Barco a motor Johannes Thomsen de la Sociedad Criolita Danmark. Escala 1:50».

– ¿Dónde está el Museo Ártico? -pregunto.

No lo sabe.

– Pero la caja llevaba una dirección.

La ha recortado con un cuchillo. Seguramente para evitar faltas de ortografía. Ahora me la enseña.

– «Abogados Hammer y Ving.» Y una dirección en la calle del Este, cerca de Kongs Nytorv.

– Era el que recogía al Barón en coche.

– ¿Qué dice Juliana?

– Tiene tanto miedo que no para de temblar.

Prepara el café. Con dos tipos de grano, y el molinillo y el embudo y la máquina y el mismo esmero y cuidado sosegados de la última vez. Lo tomamos en silencio. Es Nochebuena. Para mí, el silencio suele ser mi aliado. Hoy me produce una ligera presión en los oídos.

– ¿Tenías árbol de Navidad cuando eras niño? -le pregunto.

Una pregunta de una superficialidad perdonable e inocente. Sin embargo, está hecha para saber quién es.