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Es lo mismo ahora, con más de la mitad de mi vida a mis espaldas, aquí en La Incisión Blanca. Me es indiferente no haber tenido un hijo propio. Disfruto del mar y del hielo, sin tener por qué sentirme siempre engañada por la Creación. Un niño que nace es algo que debe perseguirse, algo que buscar; una estrella, una aurora boreal, una columna de energía en el universo. Y un niño que muere es una crueldad.

Me levanto y bajo a llamar a la puerta.

Sale en pijama. Aturdido por el sueño.

– Peter -le digo-, tengo miedo. Pero, sin embargo, seguiré adelante.

Él se ríe, medio despierto, medio dormido.

– Ya lo sabía -me dice-. Ya lo sabía.

2

– El treinta es un número bíblico -dice Elsa Lübing-. Judas recibió treinta monedas de plata. Jesús tenía treinta años cuando fue bautizado. En el nuevo año, hará treinta años que la Sociedad Criolita incorporó la contabilidad mecánica.

Hoy es 27 de diciembre, el tercer día de Navidad. Estamos sentadas en las mismas sillas. La misma tetera está sobre la mesa, los mismos salvamanteles bajo las tazas de té. Nos rodea la misma vista vertiginosa, la misma luz blanca invernal. Podría parecer que el tiempo se ha detenido. Que hemos permanecido sentadas durante la última semana, sin movernos, y ahora, alguien hubiera apretado un botón y retomáramos la conversación donde la dejamos la última vez. Sería así si no fuera por un pequeño detalle. Ella da la sensación de haberse decidido a hacer algo. Detecto la determinación en su rostro.

Las cuencas de sus ojos son profundas y está más pálida que la última vez, como si le hubiera costado noches enteras de insomnio llegar hasta aquí.

O quizá todo sea invención mía. Quizá tenga el aspecto que tiene porque ha celebrado la Navidad ayunando, velando o rezando setecientas plegarias del corazón, dos veces al día.

– Los últimos treinta años, en cierto modo, lo han cambiado todo. En cierto modo, todo ha permanecido igual. El director de entonces, en los cincuenta y en los primeros años sesenta, era el consejero Ebel. Él y su señora tenían cada uno su Rolls Royce, especialmente diseñado para ellos. De vez en cuando, uno de los coches se detenía en la puerta y el chófer de librea esperaba al volante. Entonces sabíamos que él o su esposa estaban de visita en la fábrica. A ellos nunca los vimos. Ella disponía de un vagón de tren privado que solía aguardar en Hamburgo y que varias veces al año se enganchaba al tren que los llevaba hasta la Costa Azul. La dirección diaria la ocupaban el director financiero, el director de ventas y el ingeniero superior Ottesen. Ottesen siempre estaba en el laboratorio o en la cantera de Saqqaq. Nunca lo veíamos. El director de ventas siempre estaba de viaje. De vez en cuando volvía a casa y repartía sonrisas, regalos y anécdotas frívolas en toda ocasión. Recuerdo que la primera vez que volvió de París, después de la guerra, trajo medias de seda.

Se ríe sólo con pensar que hubo una vez en que pudo alegrarse por un simple par de medias de seda.

– Me he fijado en que a usted también le interesa la ropa. Este interés desaparece con la edad. Durante los últimos treinta años, únicamente he vestido de blanco. Si limitas lo terrenal, liberas el pensamiento hacia lo espiritual.

No digo nada, pero tomo nota del comentario. Para la próxima vez que tenga que ir al sastre Tvilling, en la calle Heiene, a hacerme unos pantalones. Él colecciona este tipo de chismes.

– Era un aparato de ciento sesenta y cinco centímetros por un metro por ciento veinte centímetros. Funcionaba con dos palancas de accionamiento. Una para las monedas continentales y otra para las libras esterlinas. La información relevante estaba troquelada en una especie de código perforado en fichas que se introducían en la máquina. Esto significaba que la información era menos accesible. Cuando los datos se convierten en códigos y se comprimen en fichas perforadas se hace más difícil interpretarlos. En eso consiste, en definitiva, la centralización. Fue lo que dijo el director. Que la centralización siempre conlleva algunos costes.

En apariencia se ha vuelto fácil orientarse en el mundo moderno. Todos los fenómenos se han convertido en internacionales. El Comercio de Groenlandia desmanteló, como parte de la centralización, la tienda en Maxwell Island en el 79. Mi hermano había sido cazador allí durante diez años. Era el rey de la isla, tan inaccesible como un babuino macho. El cierre de la tienda lo obligó a bajar hasta Upernavik. Cuando fui enviada a la estación meteorológica, él barría los muelles del puerto. Al año siguiente se ahorcó. Fue el año en que el índice groenlandés de suicidios llegó a ser el más alto del mundo. El Ministerio para Groenlandia publicó en el Atuagagdliutit que, aparentemente, iba a resultar difícil conciliar la centralización necesaria con el oficio de cazador. No escribieron que probablemente surgirían muchos más casos de suicidio en el camino. De alguna manera, se sobreentendía.

– Pruebe los pasteles -me dice-. Son Spekulaas que yo misma he hecho. He invertido toda mi vida en aprender a volcarlos del molde sin que se rompa el dibujo.

Los pasteles son planos, de un marrón oscuro y con trocitos de almendra incrustados en su superficie. Los observo con atención. Un ser humano que ha estado solo toda la vida puede permitirse refinar ciertos intereses especiales. Como por ejemplo, lograr que los pasteles se suelten del molde.

– Hago un poco de trampa -me dice-. Por ejemplo con éste. Tiene la forma de una pareja. Es francamente difícil que salgan los ojos. Sobre todo con la pasta muy seca. Por eso utilizo una aguja de hacer punto, una vez los he sacado del horno y están sobre la mesa. Nunca mantienen la forma originaria pero casi. Ocurre algo parecido en una empresa. Allí se le llama «buena práctica contable». Es un concepto un tanto elástico que abarca lo que el auditor puede aprobar. ¿Sabe de qué manera está distribuida la responsabilidad en las empresas que cotizan en Bolsa?

Lo niego con la cabeza. El pastel combina la mantequilla y las especias con tal habilidad que podría comerme cien y no descubriría hasta muy tarde lo mal que iban a sentarme.

– Naturalmente, la dirección es responsable ante el consejo de administración y, en última instancia, ante la junta de accionistas. El director financiero era «presidente y consejero delegado». Puede considerarse una distribución del poder muy racional. Sin embargo, requiere un alto grado de confianza. Ottesen siempre se encontraba en la cantera. El director de ventas, siempre de viaje. No creo que sea una exageración decir que el director financiero, durante muchos años, tomó todas las decisiones importantes de la sociedad. Naturalmente, no había razón para dudar de su integridad. Siempre fue enteramente honesto en su toma de decisiones. Era jurista y economista. Había sido concejal anteriormente. Socialdemócrata. Ostentó, y sigue ostentando todavía, varios puestos en diversos consejos de administración. En sociedades constructoras de viviendas y en cajas de ahorros.

Me pasa la fuente. Los daneses expresan sus sentimientos más profundos a través de la comida. Lo entendí la primera vez que fui de visita con Moritz. Cuando volví a coger pasteles, me miró a la cara directamente.

– Repite hasta que te sientas avergonzada -dijo.

Mi danés no era muy bueno por aquel entonces, pero entendí el significado de sus palabras. Repetí tres veces más. Desafiándole con la mirada. El espacio había desaparecido. La gente que nos había invitado había desaparecido, yo había dejado de saborear los pasteles. Para mí sólo existía Moritz.