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Museo Ártico. Allí fue donde compraron el barco para Isaías. Del bolsillo profundo de mi abrigo saco la factura del inspector del museo. La composición es magnífica e incluso milagrosa, si se tiene en cuenta que el tipo es ciego. La ha firmado. Su firma es ilegible. Pero también la ha sellado. El sello sí lo puedo leer.

Pone «Andreas Fine Licht. Doctor en Filosofía y Letras. Profesor en lenguas y cultura esquimales».

Me quedo de piedra, hasta que se me pasa el susto. Entonces considero la posibilidad de volver.

Termino por seguir adelante. La cinta es sólo una copia. Y cuando vas de caza, a veces puede ser incluso ventajoso hacerse visible, detenerse y agitar la culata del rifle.

4

Llego prácticamente a la hora convenida. El pequeño Morris azul me está esperando en la avenida de H.C. Andersen, delante del Tivoli.

El mecánico parece un hombre que, tras mucho esperar, ha meditado sobre demasiados asuntos gravosos.

Me siento a su lado. El coche está frío. No me mira. El dolor está grabado en su rostro como en un libro abierto. Juntos miramos al infinito en silencio. Yo no trabajo para la policía. Y, por lo tanto, no tengo razón alguna para adelantar o provocar confesiones.

– El Barón -dice finalmente-, él sí recordaba. Nunca se olvidaba de nada.

Yo misma lo he pensado en varias ocasiones.

– A-a veces podían pasar tres semanas sin que bajara al sótano. Cuando yo era pequeño y en verano estaba de colonias durante tres semanas, al volver a casa, apenas me acordaba de mis padres. Pero el Barón tenía pequeños detalles. Si llegaba a casa y él estaba en el patio jugando, se paraba. Y entonces venía corriendo hacia mí. Y me acompañaba un ratito, caminando a mi lado. Como para mostrar que nos conocemos. Sólo hasta la puerta. Allí se detenía. Y me saludaba con la cabeza. Para demostrarme que no me había olvidado. Otros niños olvidan. Quieren a cualquiera y se olvidan de cualquiera.

Se muerde el labio. No tengo nada que añadir. Es relativamente poco lo que las palabras pueden hacer contra el dolor. En general, siempre es relativamente poco lo que pueden hacer las palabras. Pero, ¿de qué otro remedió disponemos si no?

– Tenemos que ir a una confitería -digo.

Mientras atravesamos la ciudad, no le hablo de mi visita al atracadero 126. Pero sí de la llamada telefónica que hice posteriormente, desde una cabina, a Benedicte Clahn.

La Brioche d'Or está en el Stroeget, cerca de la plaza de Amager, en el primer piso, un par de edificios por debajo de la tienda de la Real Fábrica de Porcelana.

Ya en el portal hay dos fotografías de las cornucopias de un metro de diámetro que la confitería ha suministrado a la Corte con la ayuda de una grúa. Camino del salón, en las escaleras, admiramos una exposición de pasteles de nata, inolvidables, que parecen tratados con una capa de laca para el pelo, y fijados así para la eternidad. La puerta de entrada está custodiada por la maqueta a tamaño natural del boxeador Ayub Kalule, realizada en chocolate cuando obtuvo el título de campeón europeo, y, ya en el salón, hay una larga mesa cubierta de pasteles, que podrían hacer cualquier cosa menos volar.

El techo está adornado con un estucado de nata, y hay arañas de cristal y una alfombra gruesa y esponjosa que tiene el mismo color que un bizcocho bañado en jerez. En las pequeñas mesas cubiertas por blancos manteles, se sientan las damas elegantes que, para digerir un segundo trozo de tarta Sacher, sorben una taza de medio litro de chocolate deshecho. Con el fin de atenuar la expectativa de la altísima factura, así como el temor al encuentro con la báscula de baño, han colocado a un pianista con tupé sobre una tarima, que toca un popurrí de piezas de Mozart de una manera desganada y distraída que se hace realmente chapucera cuando, tras nuestra entrada, intenta al mismo tiempo guiñarle el ojo al mecánico.

En una esquina, sola, está Benedicte Clahn.

Hay ciertas personas que no parecen tener relación con sus voces. Todavía recuerdo mi sorpresa, al encontrarme, por primera vez, cara a cara con Ulloriannguaq Christiansen, quien, durante veinte largos años, trabajó como locutor de las noticias en Radio Groenlandia. Su voz había creado la expectación de un dios. Resultó ser una persona corriente, sólo un poquito más alta que yo.

No obstante, también hay gente cuyas voces y apariencias se reflejan entre sí con tanta exactitud que, cuando escuchas sus voces por primera vez, la reconoces en cuanto la ves. He hablado con Benedicte Clahn durante un solo minuto por teléfono y, sin embargo, sé, con toda seguridad, que es ella. Lleva un traje chaqueta azul marino y no se ha quitado el sombrero. Bebe agua mineral y es hermosa, nerviosa e imprevisible como un caballo pura sangre.

Está en los sesenta, su cabellera es larga, de un color castaño rojizo, y la lleva recogida, a medias cubierta por el sombrero. Es recta de espaldas, pálida, de mentón agresivo y aletas vibrantes. Si alguna vez he contemplado a una persona complicada, ésa es ella.

El tiempo que tardo en atravesar el salón es todo del que dispongo para tomar un par de decisiones definitivas.

Unas horas antes, la he llamado por teléfono desde la cabina de la estación de Enghave. Su voz es profunda, ronca, casi perezosa. Pero, bajo la aparente tranquilidad, creo advertir un fuelle. O acaso haya oído un fatamorgana. Tras haber pasado una hora en el atracadero 126, ya no soy capaz de fiarme de mi oído.

Cuando le explico que estoy interesada en el trabajo que desarrolló en Berlín en el 46, me contesta definitivamente que no.

– No hay nada de qué hablar. Está totalmente enterrado. Debería saber que se trata de secretos militares. Además fue en Hamburgo.

¡Es tan rotunda! Pero, sin embargo, hay al mismo tiempo un ligero vestigio de curiosidad a duras penas contenida.

– Le llamo desde el cuartel de Svanemoellen -le digo-. Estamos preparando un volumen honorífico sobre la participación danesa en la segunda guerra mundial.

Le da la vuelta a la situación.

– ¿De veras? ¿O sea que llama desde el cuartel? ¿Acaso es usted del Cuerpo Auxiliar Femenino?

– Soy historiadora, licenciada. Estoy redactando el libro para el Archivo Histórico del Ejército.

– ¿De veras? ¡Una mujer! Me alegro. Creo que antes debería hablar con mi padre. ¿Conoce a mi padre?

No tengo el honor. Y si quiero llegar a conocerlo, tendré que darme prisa. Calculo que debe de rondar los noventa. Pero no lo digo en voz alta.

– El general August Clahn -me dice.

– Nos gustaría que esta edición especial fuera una sorpresa.

Lo entiende perfectamente.

– ¿Cuándo cree que podría concederme unos minutos para que pudiéramos charlar?

– Será difícil -dice ella-. Debo consultarlo en mi agenda.

Espero. Puedo ver mi imagen reflejada en la pared de acero de la cabina. Muestra un enorme gorro de pieles. Debajo, una cabellera oscura. Entre la cabellera, una sonrisa socarrona.

– Quizá me sea posible organizarlo para esta tarde.

Lo recuerdo mientras atravieso la confitería. Mientras la observo. La hija de un general. Una amiga del ejército. Pero también una voz ronca. Una manera especial de mirar al mecánico. Una personalidad explosiva. Tomo una determinación.

– Smila Jaspersen -me presento-. Y éste es el capitán y doctor en filosofía, Peter Foejl.

El mecánico se queda de piedra.

Benedicte Clahn le sonríe radiante.

– ¡Qué interesante! ¿Usted también es historiador?

– Uno de los más reputados historiadores militares de la Europa del Norte -le explico.