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Estoy sentada en el sofá del mecánico. Debajo de una manta de lana. Él está de pie, intentando abrir una botella de champán. Hay algo en el vino caro, en medio de este salón, que me distrae. Ahora la deja, sin abrir, sobre la mesa.

– Hablé con Juliana esta tarde -me dice.

Ya había notado, en la confitería, y luego, de camino a casa, que había algo que no iba bien.

– Al Barón lo examinaban cada mes en el hospital. Ella re-recibía mil quinientas coronas cada vez. Siempre el pr-primer ma-martes de cada mes. Lo recogían. Ella nunca lo acompañó. Y el Barón nunca decía nada.

Se sienta y contempla la botella fría. Sé en qué está pensando. Está considerando devolverla a la nevera.

Ha sacado dos copas altas y frágiles para nosotros. Primero las ha lavado en agua caliente, sin jabón, y acto seguido, las ha secado con un trapo limpio, hasta conseguir que fueran del todo transparentes. En sus enormes manos, las copas parecen tan frágiles como el celofán.

La lista de espera para conseguir vivienda en Nuuk es de once años. Transcurrido ese tiempo, te ofrecen un cuchitril, un cobertizo, una casucha. Todo el dinero de Groenlandia está apegado a la cultura y a la lengua danesas. Aquellos que dominan el danés, consiguen puestos lucrativos. Los demás, pueden languidecer en las fábricas de conserva de pescado o en las filas del paro. En una cultura cuyo promedio de asesinatos equivale al de un país en estado de guerra.

El haberme criado en Groenlandia ha hecho añicos para siempre mi relación con el bienestar. Sé que existe. Pero, no obstante, nunca podré anhelarlo. Ni tan siquiera respetarlo verdaderamente. Tampoco llegaré a considerarlo una meta.

A menudo, me siento como un cubo de basura. En mi interior, la existencia ha dejado caer las sobras de una cultura tecnológica: ecuaciones diferenciales, un gorro de pieles. Y ahora: una botella de champán enfriado hasta los cero grados. Con el tiempo, se ha vuelto más difícil para mí disfrutar de ello plenamente y sin remordimientos. Si me lo retiraran todo dentro de un instante, estaría de acuerdo.

He dejado de hacer lo posible por mantener a Europa y a Dinamarca alejados de mí. Tampoco les pido que se queden. De alguna manera, son parte de mi destino. A través de mi vida, van y vienen. He desistido de intentar remediarlo.

Es de noche. Los últimos días han sido tan largos que he deseado reencontrarme con mi cama, y con un sueño tan envolvente como el de mi infancia. Pronto, cuando apenas haya tenido tiempo de mojar los labios con el vino, me levantaré y me iré.

Abre la botella sin apenas hacer ruido. Escancia el vino, lenta y cuidadosamente, hasta llenar nuestras copas un poco más de la mitad. Éstas se cubren, instantáneamente, con un velo mate. Desde invisibles rugosidades de los lados arqueados del interior de las copas, suben hacia la superficie estrechas hileras de burbujas, que parecen perlas diminutas.

El mecánico apoya los codos sobre las rodillas mientras contempla las burbujas. Su rostro está absorto, embebido por el espectáculo y, en este instante, tan inocente como el de un niño. Tal como observé en muchas ocasiones que Isaías solía contemplar el mundo.

No toco mi copa y me siento delante de él sobre la mesa baja. Nuestras caras están a la misma altura.

– Peter -le digo-, supongo que conoces aquella excusa de que, como estaba tan borracha, no sabía lo que hacía.

Asiente con la cabeza.

– Por eso hago esto ahora, cuando todavía no he bebido nada.

Entonces lo beso. No sé el tiempo que transcurre. Pero, mientras dura, todo mi cuerpo está en mi boca.

Me voy. Podía haberme quedado pero, sin embargo, me voy. No es por su culpa ni por la mía. Es por el respeto hacia aquello que se ha apoderado de mí. Que no he sentido en muchos años, que ya no creo reconocer más, que se me ha vuelto tan extraño.

Tardo mucho en dormirme. Pero se debe más a que no tengo el corazón suficiente para abandonar la noche y el silencio y la conciencia, despierta e hipersensitiva, de que él yace en algún lugar bajo mis pies.

Cuando, finalmente, llega el sueño, creo estar en Siorapaluk. Somos varios niños echados en el mismo catre. Hemos estado contándonos cuentos, los demás ya se han dormido. Sólo queda mi propia voz. Oigo, desde un lugar fuera de mí misma, que está intentando mantenerse erguida. Sin embargo, sucumbe, se tambalea, cae de rodillas, abre los brazos y se deja recoger por una red de sueños.

5

El Registro Mercantil Central está en la calle Kampmann, número 1, y da la impresión de estar bien conservado, recién pintado, ser efectivo, formal, servicial y exclusivo, sin llegar a ser ostentoso.

El hombre que me ayuda es un niño. No tiene más de veintitrés años, y lleva un traje de chaqueta cruzado hecho a medida, de tweed Harris fino, con una corbata blanca de seda, dientes blancos y una sonrisa amplia.

– ¿Dónde nos hemos visto antes? -me dice.

Los documentos están metidos en una carpeta, el montón es tan grande como una biblia ilustrada y está marcado como Cuentas anuales para el ejercicio 1991 de la sociedad anónima Sociedad Criolita Danmark.

– ¿Dónde puedo encontrar a la persona que controla la sociedad?

Al consultar los documentos, sus manos rozan las mías.

– No puede deducirse directamente de las inscripciones. Pero, según la ley de sociedades anónimas, hay que listar en la primera página todos aquellos accionistas que posean acciones que superen el cinco por ciento del total del capital social. ¿Acaso fue en una fiesta de la Escuela Superior de Comercio?

La lista es de catorce líneas, en las que se entremezclan los nombres de personas físicas y sociedades. Ving aparece en ella. Y el Banco Nacional. Y Geoinform.

– Geoinform. ¿Podrías enseñarme sus cuentas anuales?

Toma asiento delante del teclado. Mientras esperamos al ordenador, me sonríe.

– Ya me acordaré, ya -dice-. No habrás estudiado derecho, ¿verdad?

Ha estado leyendo un diario francés. Sigue mi mirada.

– Quiero ingresar en la diplomacia -dice-. Así que debo mantenerme informado. No tenemos nada sobre Geoinform. Seguramente no sea una sociedad anónima.

– ¿Es posible averiguar quién está en el consejo de administración?

De una estantería del otro lado de la oficina, saca un volumen que tiene el tamaño de un listín telefónico doble: Fundaciones Danesas de Green. Lo busca por mí. Hay tres personas en el consejo de Geoinform. Me apunto los nombres.

– ¿No puedo invitarla a almorzar?

– Tengo que ir a pasear al Parque de los Animales -le contesto.

– Podría acompañarla.

Señalo sus mocasines.

– Hay setenta y cinco centímetros de nieve allí.

– Podría comprarme unas botas de agua en el camino.

– Estás trabajando -digo-. Labrándote un camino en la diplomacia.

Asiente abatido.

– Quizá cuando la nieve se haya derretido -me dice-. En primavera.

– Si para entonces seguimos vivos -contesto.

Me dirijo al Parque de los Animales. Ha nevado toda la noche. He traído mis kamiks. Pasada la puerta del parque, me los pongo. Las suelas de los kamiks se desgastan con mucha facilidad. Cuando éramos niños, no nos dejaban bailar con los kamiks puestos si había arena en el suelo. Podías desgastarlos en una sola noche. Sin embargo, sobre la nieve y el hielo, donde la fricción es distinta, su resistencia es enorme. La nieve recién caída es ligera y fría. Me aparto todo lo que puedo de los senderos. Durante un día entero, camino lenta y pesadamente entre ramas negras que brillan de nieve. Sigo un rastro serpenteante de corzos hasta que descifro su ritmo. El repentino cojear del animal cada cien metros, su costumbre de orinar en pequeñas cantidades, un poco a la derecha de sus pasos. La regularidad con la que escarba un agujero con forma de corazón, que llega hasta la tierra oscura donde encontrará las hojas.