Me parece que lloro mucho. Entre otras cosas, por autocompasión. Le hablo del escondite de Isaías. De la cinta. Del profesor. De la llamada. Del incendio. Siento que mi boca no hace más que correr mientras que yo permanezco en algún lugar, fuera de mí misma, observando.
El mecánico no hace ningún tipo de comentario a lo que digo.
Después de un rato, llena la bañera para mí. Me quedo dormida en el agua. Él me despierta. Nos acostamos el uno al lado del otro en su cama y nos dormimos. En intervalos de algunas horas. No consigo entrar en calor hasta que se hace de día.
Es mediodía cuando hacemos el amor. Supongo que sigo estando un poco fuera de mí misma.
III
1
Cambio de taxi dos veces y me bajo en la carretera de Farum. Desde allí, atravieso el pantano de Utterslev y miro hacia atrás unas doscientas cincuenta veces.
Llamo desde la calle Tuborg.
– ¿Qué es el Neocatastrofismo?
– ¿Por qué siempre tienes que llamar desde esas insoportables cabinas telefónicas, Smila? ¿Acaso no tienes dinero? ¿Te han cortado el teléfono? ¿Quieres que haga gestiones para que te lo vuelvan a conectar?
Para Moritz, Fin de Año es la fiesta de todas las fiestas. Sufre del autoengaño cíclico y eternamente recurrente de que es posible volver a empezar, de que se puede construir una nueva vida sobre buenos propósitos. El primer día del año su resaca es tan aguda que incluso se hace audible por teléfono. Incluso llamando desde una cabina.
– Celebraron un seminario sobre el tema en Copenhague, en marzo del 92 -le digo.
Gimotea débilmente, mientras hace esfuerzos para que su cerebro vuelva a funcionar. Lo que finalmente provoca que se ponga en marcha es que mi pregunta parece estar, en cierta manera, relacionada con él.
– Me invitaron -me contesta.
– ¿Por qué no asististe?
– Había que leer mucho.
Durante muchos años lleva diciendo que ha dejado de leer. En primer lugar, es mentira. En segundo lugar, se trata de una manera insufrible de dejar entrever que está tan enormemente capacitado y es tan inteligente que el mundo exterior ya no puede enseñarle nada nuevo.
– El neocatastrofismo es un término que recoge varias materias. El término fue creado por Schindewolf, allá por los años sesenta. Él era paleontólogo. Pero en el debate han participado científicos de todas las ramas de las ciencias naturales. Lo que les aúna es la idea de que el globo terráqueo y, sobre todo, su biología, se han desarrollado a saltos y no de una manera progresiva. Desarrollo que viene determinado por grandes catástrofes naturales que han favorecido la supervivencia de ciertas especies. La caída de meteoritos, el paso de cometas, las explosiones volcánicas, las catástrofes químicas espontáneas… El debate siempre se ha centrado en la cuestión de si estas catástrofes se han producido con intervalos de tiempo regulares. Y, si es así, qué es lo que determina su frecuencia. Se ha creado una sociedad internacional. Su primera reunión se celebró en Copenhague. En el Falkonercenter. Fue inaugurada por la reina. Tenía que ser por todo lo alto, finísimo todo. Reciben dinero de todas partes. Hasta los sindicatos dan dinero, creyendo que se trata de la investigación de catástrofes en el medio ambiente. El Consejo de Industria también lo subvenciona, convencido de que, en ningún caso, se trata de catástrofes en el medio ambiente. Los consejos científicos les dan dinero porque reúnen una serie de eminencias de las que quieren alardear.
– ¿Te suena el nombre de Hviid en este contexto? ¿Toerk Hviid?
– Me parece que hubo un compositor que se llamaba Hviid.
– No creo que sea él.
– Sabes que soy incapaz de acordarme de los nombres de la gente, Smila.
Es cierto. Se acuerda de los cuerpos. De los títulos. Es capaz de reconstruir cualquier golpe, en cualquier campeonato de golf de los muchos en que ha participado. Sin embargo, se olvida con cierta frecuencia del nombre de su propia secretaria. Es sintomático. Para la persona realmente egocéntrica, el mundo que la rodea palidece y pierde su nombre y su identidad.
– ¿Por qué no fuiste al seminario?
– Francamente, Smila, me pareció demasiado turbio. Con todos esos intereses enfrentados, con toda esa política. Sabes que hago lo posible por evitar la política. A fin de cuentas, ni tan siquiera se atrevieron a utilizar la palabra «catástrofe». Finalmente lo llamaron Centro para la Investigación del Desarrollo.
– ¿Podrías averiguar quién es Hviid?
Suspira profundamente, pletórico por el poder inesperado del que dispone.
– Entonces puedo contar con que vendrás aquí mañana -me dice.
Estoy a punto de pedirle que me envíe la información. Pero me siento débil y, de alguna manera, enternecida. Moritz me lo nota.
– Te puedes encontrar conmigo y con Benja en Savarin mañana.
Suena como una orden pero es un intento de llegar a un compromiso rápidamente.
Me abre la puerta uno de los niños.
Soy la primera, y la más dispuesta, en admitir que el clima frío es imprevisible. Sin embargo, me sorprendo momentáneamente. Fuera, son las cinco de la tarde. Sobre un cielo despejado y azul marino, despuntan las primeras estrellas de la noche. Pero al otro lado de la puerta, en el recibidor, alrededor de la niña, está nevando. Se ha posado una fina capa de nieve sobre su cabellera roja, sus hombros, su cara, sobre sus brazos desnudos.
La sigo. El salón está cubierto de harina. Hay tres niños sentados en el suelo, amasando una pasta directamente sobre el parquet. En la cocina, la madre de los niños está untando los moldes con mantequilla. Sobre la mesa de la cocina, está sentada una niña pequeña, amasando algo que parece pastaflora. Ahora mismo está intentando que la pasta absorba una yema de huevo. Con las manos y los pies.
– La bolsa de harina se rompió en el salón.
– Sí -digo-. El suelo se ha puesto perdido.
– Está en el invernadero. Le he prohibido fumar aquí.
Tiene una fuerza autoritaria semejante a las ideas que yo me hacía de pequeña sobre Dios. Y una dulzura inamovible, semejante a la de un Papá Noel de una película de Disney. Si realmente se quiere saber quiénes son los verdaderos héroes de la historia mundial, hay que echar un vistazo a las madres. En las cocinas, trabajando con los moldes. Mientras los hombres están sentados en los lavabos, echados en las hamacas, fumando en los invernaderos.
Lo encuentro cepillando los cactus, envuelto en un aire espeso por el humo de los puros que ha fumado. Tiene una pequeña escobilla en la mano, tan estrecha como un cepillo de dientes, pero curva, de cerdas de unos treinta centímetros de largo.
– Es para evitar que se obturen los poros. Impediría que respiraran.
– Bien considerado -le digo-, quizá sería mejor que no lo hiciera.
Me mira con aire compungido.
– Mi mujer no me permite fumar cerca de los niños.
Me muestra la colilla del puro.
– Romeo y Julieta. Un habano clásico. Y endiabladamente bueno. Sobre todo los últimos centímetros. Cuando estás a punto de quemarte los labios. Ése es el trozo empapado de nicotina.
Cuelgo mi plumífero amarillo encima de una de las sillas de hierro forjado. Luego me quito el pañuelo que me cubre la cabeza. Debajo, llevo un trozo de gasa. También me lo quito. El mecánico ha limpiado la herida y la ha untado con pomada de clorhexidina. Inclino la cabeza para que le pueda echar un vistazo.
Cuando vuelvo a levantar la cabeza, su mirada es dura.
– Una quemadura -me dice pensativo-. ¿Acaso estuvo usted cerca?
– Estaba a bordo.
Se lava las manos en un hondo lavabo de acero.