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– Loyen -dice Lagermann.

Mira a otra parte, como para mantenerlo fuera de la conversación, en un último fallido intento de conservar cierta discreción profesional y proteger a un colega.

– Entró en el hospital por la mañana temprano. Entra y sale cuando le da la gana. Pero el guardia lo vio. Lo consulté en el programa de trabajo. No tenía razón alguna para estar allí. Él fue quien tomó la biopsia. No ha podido contenerse, seguro. El guardia dice que el personal de limpieza coincidió con él. Quizás ésta fuera la razón por la que la tomara sin el menor cuidado, a trancas y barrancas.

– ¿Cómo podía saber que el niño había muerto?

Se encoge de hombros.

– Ving.

Lo dice el mecánico. Lagermann lo mira con hostilidad.

– V-Ving. Juliana lo llamó. Y entonces él debió de haber llamado a Loyen.

Tiene el pequeño Morris aparcado junto a la acera. Estamos sentados, uno al lado del otro, sin decir palabra. Cuando finalmente habla, tartamudea violentamente.

– Te seguí hasta a-aquí. Aparqué en la calle Tuborg y t-te vi a través del pantano.

No es necesario preguntarle por qué. De alguna manera, ambos estamos igualmente aterrorizados por la situación.

Le abro las ropas, me siento encima de él y hago que me penetre. Así permanecemos sentados durante largo tiempo.

Pone cinta adhesiva en la entrada de mi piso. Tiene un tipo de cinta adhesiva blanca y mate, como la que utilizan los grafistas. Con unas tijeras, corta dos finas tiras y las coloca en las bisagras superior e inferior respectivamente. No se ven. Si sabes dónde están, las puedes advertir someramente.

– Sólo durante estos próximos días. Cada vez que vayas a entrar en tu apartamento, deberás asegurarte de que siguen en su sitio. Si se hubieran soltado, me esperas hasta que llegue. Pero lo mejor sería que entraras lo menos posible.

Evita mirarme.

– S-si no tienes nada que objetar, podrías vivir conmigo mientras tanto.

Nunca queda del todo claro lo que abarca exactamente ese «mientras tanto».

En la universidad solían utilizar muchos clichés etnológicos curiosos. Uno de ellos era la enorme deuda de las matemáticas europeas para con las antiguas culturas; sólo hay que fijarse en las pirámides, cuya geometría es motivo de respeto y admiración.

Se trata, naturalmente, de una idiotez disfrazada tras una palmada en el hombro. Según la realidad, que la misma afirmación delimita, la cultura tecnológica es la soberana. Las siete u ocho reglas empíricas de los topógrafos egipcios son matemáticas de ábaco en comparación con el cálculo integral.

Jean Malauri escribe en Los últimos reyes de Tule que un argumento importante para estudiar a los interesantes esquimales polares reside en que, a través de su estudio, puede aprenderse algo sobre el paso de nuestra especie desde el estado de Neanderthal hasta el hombre de la edad de piedra.

Está escrito con cierto amor y cariño. Pero, no obstante, se trata de un estudio con prejuicios no reconocidos.

Cualquier pueblo que se deje medir por una escala de valores elaborada por las ciencias naturales europeas aparecerá, inevitablemente, como una cultura de simios más o menos evolucionados.

Este tipo de calificaciones carece totalmente de sentido. Cualquier intento de comparar las culturas, con el fin de determinar cuál es la más desarrollada, nunca será otra cosa que una torpe proyección más del odio de la cultura occidental hacia sus propias sombras.

Existe una manera de entender otra cultura. Vivirla. Trasladarse a su interior, rogar ser aceptado, tolerado, como invitado, aprender su idioma. Puede que entonces llegue, en algún momento, el entendimiento. Éste no necesitará nunca de las palabras. En cuanto se llega a entender lo extraño, se pierde el deseo de explicarlo. Explicar un fenómeno significa alejarse de él. Cuando yo empiezo a hablar de Qaanaaq, a mí misma o a los demás, estoy a punto de volver a perder aquello que, en realidad, nunca llegó a ser mío.

Como ahora, sentada en su sofá, cuando me asalta el deseo de contarle por qué me siento atada a los esquimales. Contarle que se debe a su capacidad para saber, sin la menor sombra de duda, que la vida tiene sentido. Que se debe a la manera en que ellos, en su conciencia, sin que su cultura perezca y sin necesidad de buscar una solución simplificada y esquemática, son capaces de convivir con la tensión entre antagonismos irreconciliables. Al corto, cortísimo camino que necesitan recorrer para llegar al éxtasis. Porque son capaces de encontrarse con otro hombre y verlo tal como es, sin valoraciones de índole alguna y sin que su clarividencia se vea enturbiada o debilitada por los prejuicios.

Tengo ganas de decírselo todo. Dejo que esta necesidad crezca en mí. Noto cómo ejerce su presión sobre mi corazón, mi garganta, detrás de la frente. Sé que se debe a que soy feliz en este momento. No hay nada que corrompa tanto como la felicidad. La felicidad nos hace creer que, como compartimos el ahora, también podremos compartir el pasado. Si es lo suficientemente fuerte como para tenerme ahora, también será capaz de abrazar mi infancia.

Dejo que se escape la necesidad. Es una presión. Ahora se eleva en el aire, desapareciendo a través del techo y él nunca sabrá que ha existido.

Está asando plátanos. Los deja en el horno hasta que las cáscaras empiezan a estar negras. Mientras tanto, tuesta unas nueces. En la tostadora de pan. Me asegura qu-que ofrece un tu-tueste mu-mucho más regular.

No tiene ganas de reírse. Es tan solemne como un sacerdote. Hace un corte en los plátanos que están amarillos y maduros. En la ranura del corte, vierte un poco de miel y unas gotas de licor.

Por mí, el mundo podría detenerse ahora mismo. No hay nadie que tenga que decir nada más.

Se lleva la servilleta a los labios, secándoselos con ligeros golpecitos. Labios sensuales y boca ancha. El labio superior algo grueso.

– En el 66 suben hasta Groenlandia. En los siguientes veinticinco años se mantienen quietos. Entonces vuelven a subir. Se mantienen en calma durante un año y medio. Entonces muere el Barón. Y la policía se muestra muy interesada. Entonces se quema el museo.

Ambos deseamos que sea el otro quien lo diga.

– Algo se está moviendo, Smila.

– Sí -digo.

– Están preparándose para volver a Groenlandia. En invierno. Es la época ideal para preparar el viaje. De ma-manera que puedan partir en primavera.

Es exactamente lo mismo que he pensado yo.

– Pero, ¿cómo pi-piensan hacerlo? No pueden organizar el viaje, ni fletar el barco y el equipo a través de la Sociedad Criolita. Está casi liquidada.

Tengo ganas de ver el cielo estrellado, por lo que apago la luz. Desde aquí el resplandor de la calle es sensiblemente distinto al que yo disfruto desde mi piso.

– Loyen, Licht, Ving -digo-. Ellos lo descubrieron. Sea lo que sea. Descubrieron que estaba allí. Quizá durante su estancia en Hamburgo. Ellos se encargaron de los primeros viajes. Pero ya son muy mayores. No podrían volver a hacerlo. Y alguien ha asesinado a Licht. Detrás de estos tres hombres, se esconde alguien más, algo más importante, mayor, que carece de escrúpulos.

Se acerca a mí y me abraza. Puedo apoyar mi cabeza contra su axila.

– Van a necesitar un barco -dice el mecánico pensativo-. Tengo un amigo que sabe de barcos.

Siento ganas de preguntarle, para llegar a saber parte de todo aquello que desconozco de él. Sin embargo, desisto.

– Estuve en el Registro Mercantil Central. Geoinform tiene a tres personas en su consejo de administración.

Menciono los tres nombres. Sacude la cabeza negativamente. Al otro lado de la ventana, en la oscuridad, las Pléyades asoman en el cielo. Las señalo con el dedo.

– Las Pléyades. En mi idioma se llaman qiluttuusat.