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Pronuncia su nombre lenta y cuidadosamente. De la misma manera que cocina. Su aliento es aromático y fuerte. Sabe a nueces tostadas en la tostadora.

De pie en el dormitorio, nos quitamos la ropa el uno al otro.

Posee una ligera y torpe brutalidad que, en varias ocasiones, me lleva a considerar que, esta vez, me costará la razón. En nuestro mutuo entendimiento que ahora despunta, logro que abra la pequeña ranura en la cabeza del pene, para así poder introducir el clítoris en ella y follarlo.

2

Primero entramos en el salón. Los ojos de buey son de latón; las paredes y el techo de caoba. Los asientos tienen almohadones de piel clara y están asegurados al suelo con herrajes metálicos. Están equipados con unos portavasos de bronce sujetados mediante una suspensión cardán. Los vasos de whisky son, por lo demás, tan altos que incluso en medio de un tifón ártico sería posible disfrutar del tintineo plácido de los cubitos de hielo en el triple Laphroig.

La siguiente habitación es un largo pasillo de veinticinco metros en la dirección de navegación, que se abre paso a través de más caoba y a lo largo de más ojos de buey pulidos, pasando junto a diversos relojes de barcos y escritorios de prestigio fijados con pernos al suelo. Detrás de los escritorios trabaja una docena de personas a un ritmo acelerado, como si todo tuviera que quedar liquidado y listo dentro de los próximos treinta segundos. Las mujeres escriben con sus procesadores de texto; los hombres hablan por tres teléfonos a la vez y el techo ha desaparecido tras una nube de humo de cigarrillos y prisas.

A esta estancia le sigue un antedespacho. Allí se sienta una señora de mediana edad, con maquillaje y blusa de blonda debajo de una chaqueta ajustada con antebrazos, como si hubiera sido contratada en calidad de herrero. Me hubiera sentido intimidada, incluso asustada, de no haber estado acompañada por el mecánico.

Él la conoce. Se dan la mano de una manera que parece que estén a punto de echar un pulso y después proseguimos hasta el camarote del capitán. De camino pasamos junto a unas vitrinas con maquetas de petroleros, de esos en los que la tripulación se ve obligada a acampar tres veces para ir de un extremo a otro.

Aquí dentro, los ojos de buey son grandes como las tapas de los pozos, y más bajos, para que puedas pasear la mirada por los arbustos del pequeño parque que hay en medio de la plaza de Santa Ana y recordar que toda esta parafernalia marítima se encuentra en un segundo piso de un palacete cuya parte trasera da a Amalienborg, y que constituye la peor extravagancia de interiorismo que recuerdo haber visto en toda mi vida.

Detrás del escritorio, provisto de listones de madera para que los bolígrafos dorados no puedan rodar al suelo durante el imaginario oleaje, está sentado un niño que no parece tener más de catorce años, repeinado y con la confirmación recién superada, cabello color arena y pecas en la nariz.

Cuando habla, lo hace con una voz fina y aguda, rebosante de dignidad.

– Sé perfectamente que te mueres de ganas de decirme algo, tesorito. Tienes ganas de decir: ¿dónde está tu papá, amiguito? Porque, de hecho, hemos venido a hablar con él. Pero te equivocas. Voy a cumplir los treinta y tres el mes que viene. Si un infanticida me asesinara por equivocación, mi mujer y mis tres hijos recibirían veinticinco millones de coronas cuando vendieran el negocio.

Me guiña el ojo.

Se llama Birgo Lander. Es el amigo del mecánico. Es armador y director de su propia empresa naviera. Su infancia y adolescencia han transcurrido repartidas en todos los correccionales de Dinamarca, es huérfano, rico, carece de escrúpulos, todavía más disléxico que el mecánico, borrachín, dado a los juegos de azar y con un aspecto que le permitiría fácilmente viajar con un billete infantil si no fuera porque es innecesario, ya que tiene un Jaguar, un custom-made.

Algunas de estas cosas las sé yo y el resto de la población danesa por los periódicos y las revistas del corazón. El resto, me lo ha contado el mecánico en el camino.

Toma la mano derecha del mecánico entre las suyas. No dice nada, pero lo mira como si se hubiera reencontrado con su hermano mayor, añorado durante largo tiempo. Tomamos asiento. El mecánico empuja su silla un poco hacia atrás y se desentiende de la conversación. Soy yo la que debe dar las explicaciones pertinentes.

– Si deseo alquilar un barco de unas cuatro mil toneladas para transportar una carga de la que no pienso dar detalles, hasta un lugar que tampoco quiero revelar, ¿cómo podría hacerlo? Y si ya estuviera buscando el barco idóneo, ¿podría alguien seguir mis esfuerzos desde fuera?

Se pone de pie. Lleva botas vaqueras con tacón. La verdad es que no modifican su altura de manera ostensible. De un armario colgado en la pared, saca una gran botella transparente de aguardiente de frutas. El mecánico y yo rehusamos amablemente. Se sirve a sí mismo en un vaso de agua largo y cilíndrico.

Huele a peras frescas en todo el despacho. Da unos pequeños sorbos al vaso. Siete, uno detrás de otro. Entonces me observa para ver si me he indignado.

– Normalmente estoy borracho desde las diez de la mañana -me dice-. Y me lo puedo permitir.

Aunque sus ojos están vidriosos, su voz resuena con claridad.

– Cuando intentas conseguir un barco, sólo es posible seguir tus movimientos teniendo un amigo consignatario de buques. Tú lo tienes ahora, tesorito.

De alguna manera, ya ha empezado a caerme bien. Un niño estúpido a quien siempre le ha costado relacionarse con los demás y que, en realidad, nunca ha sentido necesidad alguna de aprender a hacerlo.

En un cajón encuentra un billete de mil coronas que deposita sobre la mesa.

– Todo tiene un anverso y un reverso. Lo corriente es que los dos lados sean del mismo tamaño.

Le da la vuelta al billete cariñosamente.

– Pero en el mundo de los barcos todo está montado de manera tan astuta, que el reverso es mucho mayor que el anverso.

Hace un gesto envolvente con el brazo.

– El anverso es este domicilio social, en este inmueble tan caro y exclusivo. Con toda la madera de caja de puros y las suites que habéis atravesado hasta llegar aquí.

Se da unos golpecitos sobre el cabello ralo.

– El reverso está aquí dentro. No se «alquila» un barco, tesoro. Se «fleta». A través de un armador. Se lleva a cabo mediante un contrato. Un contrato de este tipo tiene un anverso que, en caso de que se pusieran mal las cosas, debe poder presentarse ante el Tribunal Marítimo y de Comercio. En el anverso consta la destinación del barco y la carga que transporta.

Saborea el alcohol.

– Pero tú eres, como decíamos, algo reservada en cuanto a la información sobre el destino y la carga. Por eso pides un contrato en el que ponga «Todo el mundo» como destinación y «Sin especificar» como carga. Este deseo entristecerá a más de un armador. Sus barcos son, para él, como sus hijos. Quiere saber en qué terreno se mueve. Y le gustaría evitar las malas compañías. Pero no hay pena lo suficientemente grande que no pueda ser compensada con dinero. Por lo tanto, sugieres la elaboración de un llamado side letter, o contrato paralelo. La navegación danesa está atiborrada de contratos paralelos. Prácticamente la totalidad de las navieras danesas han transportado carbón desde Sudáfrica y armamento a Oriente Medio durante los últimos quince años. A pesar de ser una práctica contraria a la legislación. Lo cual requiere metros y metros de contratos paralelos que no deben llegar nunca ante el Tribunal Marítimo y de Comercio. Son tan sensibles a la luz como una película que aún no haya sido revelada. Es uno de esos contratos el que tienes que pedir. En él deberá poner que estás dispuesta a pagar una especie de prima con tal de seguir siendo una joven discreta y misteriosa. Te propongo un juego. Hagamos ver que yo soy el armador cuyo barco deseas fletar. El noventa y ocho por ciento de todas las transacciones en este sector se llevan a cabo bajo cuatro ojos. O sea que ahora me confiarás, bajo cuatro ojos, a mí, al tío Birgo, adonde se dirige, en realidad, el barquito.