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No entiendo lo que quiere decir.

– El nombre «Hviid» no es un nombre corriente. Hubo un compositor con este nombre: Johannes Hviid. Tuve que llamar a Victor Halkenhvad.

Benja levanta la cabeza. Incluso ella ha oído este nombre antes.

– No sabía que todavía estuviera vivo.

– Francamente, tampoco yo estoy muy seguro de que siga vivo.

Me pasa el sobre. Me lo acerco a la nariz. La mancha es, efectivamente, de vino tinto. Moritz mete un dedo en el cuello de cisne de su jersey y estira de él.

– No fue una experiencia agradable. Ha decaído mucho en los últimos tiempos. En una ocasión me colgó el teléfono con rabia. Cuando estaba a mitad de una frase. Sin embargo, me ha escrito, a pesar de todo.

Sólo he visto a Moritz sentirse apenado y embarazado en contadas ocasiones. Tengo la oportunidad de verlo ahora. Hasta que llego al coche, no me doy cuenta del porqué. Me da alcance en la puerta.

– Te has dejado esto.

Es el otro sobre.

– Un solo recorte sobre Toerk Hviid. Del Servicio de Prensa Danés.

Se trata de una firma de recortes de prensa a la que está abonado. Recogen todas las menciones que se hacen de él en la prensa.

Quiere tocarme. No se atreve. Quiere decirme algo. No lo consigue.

En el coche leo la carta en voz alta. La letra apenas es legible: «Joergen, pequeño bastardo de ayudante de barbero barato».

El mecánico parece desorientado.

– El primer nombre de mi padre es Joergen -le explico-. Y Victor siempre ha sido irritable.

Deben de haber transcurrido unos quince años desde que lo vi por última vez. La Opera le había adjudicado una vivienda de honor en la calle de Store Kannike. Estaba sentado en un sillón que habían colocado cerca del piano de cola. Llevaba un batín, nunca lo vi de otra manera. Sus piernas estaban desnudas e hinchadas. No sé si todavía era capaz de ponerse de pie. Pesaba más de ciento cincuenta kilos. Todo en él colgaba. Me miraba a mí y no a Moritz. No eran bolsas lo que tenía debajo de los ojos, sino verdaderos petates.

– No me gustan las mujeres -me dijo-. Aléjate más.

Me alejé.

– Eras muy mona de pequeña -dijo-. Pero eso ya se acabó.

Firmó la cubierta de un disco y se la tendió a Moritz.

– Sé lo que estás pensando -dice-. Piensas que ya ha vuelto el viejo idiota a grabar un disco.

Era Gurrelieder. Todavía conservo el disco. Sigue siendo una grabación inolvidable. A veces he pensado que el cuerpo, es decir nuestra presencia física en sí, demarca sus limitaciones en función de la cantidad de dolor que puede soportar un alma. Y que Victor Halkenhvad, en ese disco, llega hasta esos límites. Para que los demás podamos escucharlo y aprovechar el viaje sin tener que hacerlo nosotros mismos.

A pesar de conocer tan poco de la historia cultural de Europa, en esa pieza de música, en ese disco, creo percibir todo un mundo escondido debajo. La pregunta es, en todo caso, si ha llegado algo nuevo que la pueda sustituir. Victor no lo creía así.

«He estado consultando mi diario. Es todo lo que queda de mi memoria. Hace diez años que me visitaste por última vez. Deja que te cuente que tengo la enfermedad de Alzheimer. Incluso un médico adinerado como tú debe de saber lo que esto significa. Cada nuevo día me despoja de un trocito de mi cerebro. Pronto, gracias a Dios, no me acordaré ni siquiera de todos los que me habéis abandonado, a mí y a vosotros mismos.»

Lo que resultó determinante fue la indiferencia. Al mismo tiempo que cantaba, tembloroso, al límite, henchido insoportablemente del romanticismo y sus sentimientos, había en él un grado de visión de las cosas, un dominio de la situación, que le permitía enviarlo todo al garete.

«Jonathan y yo fuimos juntos al Conservatorio. Ingresamos en el 33 El año en que Schönberg se convirtió al judaísmo. El mismo año en que incendiaron el Reichstag. Jonathan era igual. Poseía el peor y más jodido sentido de lo inoportuno. Compuso una pieza para ocho flautas traveseras y la tituló Pólipos de Plata. En medio de la cursi estrechez de miras de la posguerra danesa, durante la cual incluso se tenía a Nielsen por un provocador. Escribió un concierto genial para piano y orquesta. Sobre las cuerdas del piano de cola deberían depositarse unos antiguos fogones de hierro porque éstos ofrecían un sonido determinado y muy especial. Su obra nunca se estrenó. Nunca, ni una sola vez, la representaron. Se casó con una mujer sobre la que ni siquiera yo tenía nada que objetar. Ella tenía veinte y pocos años cuando tuvieron un hijo. Vivían en Broenshoej, en un barrio que ya ha dejado de existir. Cobertizos de chapa ondulada. Los visité mientras vivían allí. Jonathan no ganaba ni un céntimo. El niño estaba desaliñado: agujeros en la ropa, ojos enrojecidos, no tuvo nunca una bicicleta, recibía una paliza tras otra en la escuela proletaria local porque estaba demasiado débil por el hambre para defenderse. En definitiva, porque Jonathan iba a ser un gran artista. Todos habéis desatendido y abandonado a vuestros hijos a su propia suerte. Y necesitáis de una vieja maricona como yo para que os lo diga.»

El mecánico ha detenido el coche y lo ha aparcado sobre la acera para poder escuchar.

– Los cobertizos de Broenshoej -dice-. Me acuerdo de ellos. Estaban detrás del cine.

«Interrumpió las relaciones. Supe a través de la gente que se habían ido a vivir a Groenlandia. Ella había conseguido un trabajo de maestra. Mantenía a la familia mientras Jonathan componía para los osos polares. Cuando volvieron a Dinamarca, los visité en una ocasión. También estaba el hijo. Bello como un dios. Una especie de científico. Frío. Hablamos sobre música. Estuvo preguntándome constantemente acerca del dinero. Estropeado para siempre, como tú mismo, Moritz. Durante los últimos diez años, no me has visitado ni una sola vez. Ojalá te ahogues en tu propia fortuna. Reinaba una cierta obstinación o terquedad, también en el chico. Como en Schönberg. La música dodecafónica. Pura obstinación. Pero Schönberg no era frío. El chico era de hielo. Estoy cansado. He empezado a mearme en la cama. ¿Podrás soportar oírlo, Moritz? A ti también te llegará algún día.»

No ha firmado la carta.

El recorte que hay en el otro sobre es una simple nota de prensa. La policía de Singapur detuvo al danés Toerk Hviid el 7 de octubre de 1991. El Consulado ha formulado una protesta en nombre del Ministerio de Asuntos Exteriores. No me dice nada. Pero me hace recordar que también Loyen estuvo una vez en Singapur. Para fotografiar momias.

Vamos al puerto Norte. Pasamos ante la Sociedad Criolita Danmark, Peter reduce la marcha y nos miramos.

Abandonamos el coche delante de la central eléctrica de Svanemoellen y seguimos a pie hacia el puerto, por la calle de Sundkrog.

Sopla un viento seco que arrastra consigo cristales de hielo apenas visibles que queman nuestros rostros.

De vez en cuando andamos cogidos de la mano. De vez en cuando nos separamos. Llevamos botas. Sobre la acera se acumula la nieve en montones. A pesar de ello, siento como si fuéramos dos bailarines que se deslizan de abrazo en abrazo, asiéndose y soltándose. No me hace aminorar el paso. No me oprime contra el suelo, no me obliga a apretar la marcha hacia delante. Ora está a mi lado, ora un poco rezagado.

Un puerto industrial tiene cierto viso de honestidad. Aquí no hay puertos deportivos para yates, no hay paseos ni avenidas; no se han despilfarrado energías en las fachadas. Aquí sólo pueden encontrarse silos industriales, almacenes, grúas para transportar enormes contenedores.

Detrás de un portón abierto hay un casco de acero. Subimos por unas escaleras de madera y llegamos a la cubierta. Estamos sentados en el puesto de pilotaje, contemplando la cubierta blanca. Apoyo la cabeza en su hombro. Navegamos. Estamos en verano. Navegamos hacia el norte. Acaso bordeando las costas de Noruega. No muy lejos de la costa, porque tengo miedo del mar abierto. Pasamos por la desembocadura de uno de los grandes fiordos. Brilla el sol. El mar es azul, transparente y profundo. Como si, debajo de la quilla, hubiera un gran bloque de cristal líquido. Luce el sol de medianoche. Un disco de luz rojiza que parece dar brincos. Un débil canto del viento en los cables.