Se levanta de la silla con dificultad.
– Entonces sobreviene este desastroso incendio. Desgraciadamente, también tiene que ver con Groenlandia. Y el señor que perece está mencionado en el informe al que antes he hecho referencia. Esta mañana fui apartado del caso. «Debido al carácter complejo del asunto», etc., etc.
Se coloca bien el sombrero y se acerca al escritorio. Da unos ligeros golpecitos sobre la cinta adhesiva roja pegada en el teléfono.
– Muy inteligente -dice-. No tiene límite la cantidad de desventuras que estos aparatos ocasionan a los inocentes ciudadanos. Pero hubiera sido preferible que no hubiera contestado a ninguna llamada, ni hubiera dado su número por ahí. El barco estaba prácticamente consumido por las llamas. Sin embargo, el teléfono debe de estar hecho de un material difícilmente inflamable. Además, lo encontramos tirado por el suelo. Tenía una memoria incorporada que recuerda el último número marcado. El último número que se había marcado desde ese teléfono era el suyo. Me imagino que pronto será requerida para una entrevista.
– ¿No cree que ha sido un poco arriesgado venir hasta aquí? -le pregunto.
Tiene una llave en la mano.
– Pedimos una llave prestada al portero durante las investigaciones previas. Me permití hacer una copia. Por lo que he llegado hasta aquí atravesando el sótano. Pienso tomar el mismo camino apacible de vuelta.
Durante un instante fugaz se produce una transformación en él. Detrás de su rostro se enciende una luz, como si se estuviera ardiendo una puntita de humor y de humanidad detrás de la lava. El recuerdo fósil de la piedra pómez de otros tiempos en que todo era todavía cálido y líquido. Es precisamente esa luz la que me hace preguntar.
– ¿Quién es Toerk Hviid?
La luz se extingue, su rostro se vuelve inexpresivo, como si el alma hubiera abandonado el cuerpo.
– ¿Acaso eso es un nombre?
Recojo su abrigo y le ayudo a ponérselo. Es un poco más bajo que yo. Le quito una mota de polvo del hombro con las uñas. Él posa sus ojos sobre mí.
– Mi número privado está en el listín de teléfonos. Considere la posibilidad de hacerme una llamada, señorita Smila. Pero desde una cabina, si es tan amable.
– Gracias -le digo.
Pero ya se ha marchado.
Resuenan las campanadas de la iglesia del Redentor. Miro al mecánico. Mantengo las manos detrás de la espalda. La estancia está saturada de lo que Ravn ha traído y dejado: sinceridad, amargura, insinuaciones, una especie de calor humano. Y algo más.
– Mintió -digo-. Al final, mintió. Sabe muy bien quién es Toerk Hviid.
Nos miramos a los ojos. Hay algo que anda mal.
– Odio la mentira -digo-. Si hay que mentir, ya me encargaré yo de hacerlo.
– Entonces tendrías que habérselo dicho. En vez de toquetearle, tal como has hecho.
No puedo creer lo que oigo pero, sin embargo, veo que es cierto lo que he oído. En sus ojos reluce el reflejo de los más puros, genuinos y estúpidos celos.
– No le estuve sobando -le digo-. Le ayudé a ponerse el abrigo. Por tres razones. En primer lugar, porque es una cortesía que debes tener para con un señor mayor y enjuto. En segundo lugar, porque seguramente ha arriesgado su posición y su pensión viniendo aquí.
– ¿Y en tercer lugar?
– En tercer lugar -le espeto-, porque, de esta manera, tuve la oportunidad de robarle la cartera.
La deposito sobre la mesa, bajo la luz, donde, hace un tiempo, estaba la caja de puros de Isaías. Es una gruesa cartera de piel de vaca de color marrón.
El mecánico me mira fijamente.
– Hurto -digo-. Se castiga según un indulgente artículo del Código Penal.
Vacío el contenido de la cartera sobre la mesa. Tarjetas de crédito, billetes. Un estuche de plástico con una tarjeta blanca en la que, bajo una corona negra impresa en relieve, se notifica que Ravn tiene derecho a hacer uso del aparcamiento de los ministerios, en Slotsholmen. Una factura de la sastrería de los Hermanos Andersen. Asciende a ocho mil coronas. Una pequeña muestra de tela de lana gris está fijada al papel con un clip. «Abrigo de caballero, de tweed Lewis, entregado el 27 de octubre de 1993.» Hasta este momento, había considerado sus abrigos como meros errores. Pensé que procedían seguramente de una partida de abrigos usados que le habían regalado. Ahora veo que tienen un sentido. Con unos ingresos normales de funcionario se ha comprado, por unos precios exorbitantes, la ilusión de medio metro más de anchura de hombros. De alguna manera, esto le confiere un cierto aire reconciliador.
Hay un compartimiento para las monedas. Las dejo caer sobre la mesa. Entre las monedas hay un diente. El mecánico se inclina sobre mí. Yo me inclino hacia atrás, apoyándome en él y cierro los ojos.
– Un diente de leche -dice.
Detrás de todo hay un fajo de fotografías. Las deposito sobre la mesa, como cartas en un solitario. Sobre un aparador de caoba hay un samovar. Al lado del aparador hay una estantería con libros. Entre las palabras danesas, que nunca he sabido considerar como otra cosa que como porras lingüísticas para golpear a los demás, está la palabra «cultivado». Pero quizá se pudiera aplicar, en esta ocasión, a la mujer que está en el primer plano de la foto. Tiene el pelo blanco, lleva gafas sin montura y un traje de lana blanca. Debe tener alrededor de los sesenta y cinco años. En las siguientes fotos se la ve rodeada de niños. De nietos. Así se explica lo del diente de leche. Posa junto a un niño en un columpio; corta un pastel que está sobre una mesa en un jardín; coge un bebé que le tiende una mujer más joven, con una mandíbula parecida a la del niño pero tan delgada como Ravn.
Estas fotos son en color. La siguiente es en blanco y negro. Parece una sobreexposición.
– Son las huellas en la nieve de Isaías -digo.
– ¿Por qué tiene ese aspecto la foto?
– Porque la policía no sabe fotografiar la nieve. Si se utilizan flashes o luces desde un ángulo superior a los cuarenta y cinco grados, desaparece todo entre reflejos. Hay que hacer la foto utilizando filtros polarizadores y lámparas que estén colocadas al ras de la nieve.
En la fotografía siguiente aparece una mujer sobre una acera. La mujer soy yo, la acera es la que hay delante de la casa de Elsa Lübing. La foto está movida, tomada desde el interior de un coche a través de la ventanilla. Parte de la ventana del coche ha salido en la foto.
Han tenido más suerte con el mecánico. El pelo parece demasiado corto pero, por lo demás, se le parece. Hay una foto suya de perfil y una de cara.
– Del ejército -exclama el mecánico-. Han encontrado las fotos antiguas de cuando estaba en el ejército.
La última fotografía vuelve a ser en color. Parece una foto de unas vacaciones, con sol y verdes palmeras.
– ¿Po-por qué tienen fotos de nosotros?
Ravn no toma apuntes; no necesitaría las fotos como apoyo para su memoria.
– Para enseñarlas -le contesto-. A otros.
Devuelvo los papeles, el diente y las monedas a su sitio. Lo pongo todo en su sitio. Saco la última fotografía. Palmeras bajo un sol, seguramente insufrible. La humedad del aire, sin duda, rozando los cien. A pesar de todo, el hombre que está en primer plano lleva camisa y corbata bajo su bata de laboratorio. Parece estar fresco y a gusto. Es Toerk Hviid.
4
He escogido una chaqueta de esmoquin con anchas solapas de seda verde. Pantalones negros que llegan hasta las rodillas, medias verdes, pequeños zapatos al estilo Pata Daisy y un diminuto fez de terciopelo que oculta mi pequeña calvicie.