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El problema del esmoquin para mujeres consiste en que no hay manera de saber qué ponerse encima. Llevo un fino abrigo blanco de Burberry sobre los hombros. Pero le pido al mecánico que me lleve en coche hasta la puerta.

Tomamos la calle de Oesterbro y seguimos por la Strand. El mecánico también lleva esmoquin. Si hubiera estado de mejor humor, tal vez hubiera advertido en voz alta que lleva la talla más grande que existe y que, por lo tanto, le sienta mal, porque necesitaría cinco tallas más. El que lleva, en cambio, parece haberlo comprado en el bazar del Ejército de Salvación y más que mejorar las cosas, las empeora. Sin embargo, estamos demasiado unidos ya, demasiado cerca el uno del otro. Incluso ahora, embutido en su esmoquin, se parece, a mis ojos, a una mariposa saliendo de su capullo negro.

No mira hacia mi lado. Clava la mirada en el retrovisor. Su conducción sigue siendo fluida y suelta. Sin embargo, sus ojos memorizan los coches que tenemos delante y detrás.

Giramos por Sundvaenget, una de las pequeñas calles que desembocan en la calle Strand del lado del Oresund. Tiempos atrás, solía desembocar en la verja de un jardín que llegaba hasta la playa. Ahora desemboca en un alto muro amarillo y en una barrera blanca con su correspondiente garita de cristal, en la que un guardia de uniforme recoge nuestros pasaportes, introduce nuestros nombres en un ordenador y sube la barrera, dejándonos avanzar hasta la siguiente, donde una mujer, vestida con un uniforme similar, nos exige el pago de doscientas cincuenta coronas por persona y nos deja entrar en el aparcamiento, sitio en el que pagamos setenta y cinco coronas más a otro guardia a cambio de una mirada llena de desprecio dirigida al Morris, que ahora deberá vigilar para que podamos atravesar una puerta giratoria en una fachada de mármol, y llegar a un guardarropa, donde nos vuelven a esquilmar cincuenta coronas a cada uno, para que una chica teñida de rubio y tan estirada que es posible verle las ventanas de la nariz sin hacer el menor esfuerzo, recoja nuestros abrigos.

Delante de un espejo que cubre toda una pared pongo remedio a pequeños accidentes con un lápiz de labios, alegrándome por haber ido al lavabo antes de salir de casa y, al menos, de momento, evitar tener que saber lo que cuesta orinar en este lugar.

A mi lado está el mecánico, observando su imagen en el espejo, como si ésta perteneciera a un desconocido. Nos encontramos en el vestíbulo del Casino Oresund, el número doce de Dinamarca y el más nuevo y prestigioso de todos. Un lugar del que he oído hablar pero en el que, sin embargo, nunca hubiera imaginado poner mis pies.

Aquí nos ha citado Birgo Lander y, en este mismo momento, viene a nuestro encuentro. Lleva zapatos blancos, pantalones blancos con una raya longitudinal de color azul marino en cada pierna, jersey cisne de color gris, fular de seda con pequeñas áncoras bordadas y una pequeña gorra de uniforme con visera. Sus ojos están vidriosos, se tambalea ligeramente al andar y brilla como un sol. Con la ayuda de ambas manos retoca cuidadosamente mi mariposa.

– Tienes un aspecto extraordinariamente apetitoso esta noche, tesorito.

– Tú tampoco estás nada mal. ¿Es tu uniforme de cuando eras un joven explorador marino?

Se pone tieso por un instante. Sólo han pasado doce horas desde que nos vimos por última vez. Pero ya había olvidado la sensación.

Entonces sonríe al mecánico.

– Tiene un cheque en blanco en mi corazón.

Se dan un apretón de manos y, de nuevo, vuelvo a notar el apenas perceptible cambio en el semblante del hombre de negocios. Por un instante, mientras sujeta la mano del otro, su borrachera, su vulgaridad autoimpuesta y minuciosamente cultivada, ceden, dando paso a un agradecimiento que roza la veneración. A continuación nos invita a entrar.

Nunca aprenderé a moverme en los lugares caros. Cada paso que doy, lo doy con una sensación de que, en cualquier momento, vendrá alguien y me dirá que no tengo derecho a estar allí. Al mecánico le pasa algo parecido. Camina con mirada furtiva unos metros detrás de nosotros, intentando introducir la cabeza entre los hombros. Birgo Lander se pasea como si el casino fuera de su propiedad.

– ¿Sabías que soy propietario de una parte del pastel, tesorito? ¿Acaso no lees los periódicos? Junto con Unibank, que ha financiado el Marienlyst, y con el Casino Austria, que dirige el casino del Hotel Scandinavia y los de Aarhus y Odense. Me he embarcado en esta aventura para evitar jugar yo mismo. Les está prohibido a los propietarios jugar en sus propios casinos, lo mismo vale para los croupiers y los dealers. El estado austriaco edita un libro con fotografías de todos ellos y ninguno puede jugar en los demás casinos de la sociedad.

Nos conduce a través del restaurante. Es una sala grande y circular en cuyo centro se abre una pista de baile. En el fondo hay una barra larga suavemente iluminada. Sobre una tarima está tocando un cuarteto de jazz, dulce y anónimamente. Los manteles son de color amarillo claro; las paredes de color crema; la barra, de acero inoxidable. Todas las paredes están adornadas con remaches y los marcos de las puertas tienen un grosor de un metro y están provistas de pernos. Todo está hecho para que parezca una enorme caja de caudales y es sólido, caro, tristemente frío y extraño, como un baile de fin de curso celebrado en una caja fuerte. Parte de una de las paredes está provista de grandes ventanales que dan al estrecho. Se vislumbran las luces de Suecia y la prolongación del casino; las salas de juego que, como arcos de cristal iluminados, se extienden en el agua. Debajo de los ventanales se percibe el hielo gris flotante en el borde helado de la playa.

El mecánico se queda atrás. Lander me coge del brazo. A nuestro lado se deslizan mujeres con vestidos escotados y hombres en esmoquin; con camisas violeta y americanas blancas; con camisetas de gamuza, luciendo Rolex y peinados con mechas al estilo marinero.

Es una sala oval cerrada por una pared acristalada que da al mar y que ahora parece un muro negro; la única luz en el salón proviene de las lámparas que iluminan con suavidad las mesas de juego. Hay cuatro mesas arqueadas de Black Jack y dos grandes ruletas. Una cuerda que se desliza entre las mesas crea un reservado. Dentro del apartado están sentados tres croupiers jefes; uno para las mesas en las que se juega a las cartas; dos, cada uno sobre su silla alta, al final de las ruletas francesa y americana respectivamente. Por cada dos mesas hay un inspector; en cada mesa, un croupier. Bulle tal gentío alrededor de las mesas que es imposible ver las cartas. Los únicos ruidos que se distinguen son las voces de los croupiers y el suave clic de las fichas cuando son amontonadas.

Todos los jugadores son hombres. Unas cuantas mujeres asiáticas los acompañan a la mesa. Las mujeres europeas, muy pocas, observan el juego sin tomar parte en él. La atmósfera de la sala vibra en una profunda concentración. Los rostros de los jugadores están pálidos bajo la luz; absortos; embelesados.

De vez en cuando, una figura logra despegarse de la mesa y desaparece. Algunos afligidos, otros con los ojos brillantes; pero la gran mayoría, neutrales, concentrados. Algunos saludan a Lander; a mí nadie me ve.

– No me ven -digo.

Me da un apretón en el brazo.

– Tú has ido al colegio, amorcito. Supongo que recordarás el aspecto que tienen los hombres por dentro. Corazón, cerebro, hígado, riñones, estómago, testículos. Cuando entras en este lugar, se produce un cambio. En el momento que cambias tus fichas, un pequeño animal empieza a ocupar tu interior, un pequeño parásito. Al final, no queda más en tu interior que el intento de recordar qué cartas han salido ya, el intento de percibir dónde se detendrá la bola, la probabilidad de diversas combinaciones de cartas y el recuerdo de lo que llevas perdido.

Observamos las caras alrededor de la mesa a la que me ha llevado. Son como cáscaras. Vistos así, no creo que pueda concebirse que tengan vida fuera de esta sala. Tal vez no la tengan.