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Sobre la cama, las cosas del hospital en una bolsa de plástico transparente. Pantalones para la lluvia, zapatillas de deporte, una sudadera, ropa interior, calcetines. Extraída del bolsillo, una piedra blanca y blanda que se utilizó como tiza.

Juliana está en el vano de la puerta llorando.

– Los pañales son lo único que he tirado.

Una vez al mes, cuando la sensación de vértigo aumentaba, Isaías solía usar pañales durante un par de días. Yo misma compré unos en una ocasión.

– ¿Dónde está su cuchillo?

No lo sabe.

En el alféizar de la ventana hay un barco de modelismo, como un grito precioso en el ambiente apagado de la habitación. En el zócalo está grabada la siguiente inscripción: «El barco a motor Jobannes Thomsen de la Sociedad Criolita».

Nunca antes había intentado averiguar cómo lograba ella mantener la cabeza por encima del nivel de agua.

La cojo por los hombros.

– Juliana -le digo-, ¿podrías ser tan amable de enseñarme tus papeles?

Los demás solemos tener un cajón, una carpeta, o algo similar donde guardamos los papeles. Juliana tiene siete sobres grasientos para guardar los testimonios impresos de su existencia. Para muchos groenlandeses, la parte más compleja de Dinamarca es la escrita. El alud de documentos de la burocracia estatal en forma de solicitudes, formularios, impresos y correspondencia obligada con la autoridad pública correspondiente. Hay una fina y delicada ironía inherente al hecho de que, incluso una vida tan analfabeta como la de Juliana, haya arrojado tal montaña de papeles.

Los pequeños papelitos de citación del ambulatorio de toxicomanías en Sundholm, el certificado de nacimiento, cincuenta bonos de la panadería de la plaza de Christianshavn, con los que, una vez has reunido la cantidad correspondiente a una compra de 500 coronas, puedes obtener una rosquilla. La tarjeta de Rudolph Bergh, antiguas tarjetas principales y suplementarias, extractos de cuenta de la caja Bikuben. Una foto de Juliana en el Jardín del Rey a pleno sol. La cartilla de la Seguridad Social, el pasaporte, avisos de pago de la compañía eléctrica. Cartas de información sobre créditos de Riber. Un montón de finas hojas, como si fueran nóminas, de las que se desprende que Juliana recibe una pensión de 9400 coronas al mes. Debajo de los demás papeles, un fardo de cartas. Nunca he sido capaz de leer las cartas de los demás, por lo que me salto las personales. Las del fondo son las oficiales, escritas a máquina. Estoy a punto de devolverlas a su sitio cuando lo veo.

Es una carta extraña. «Por la presente, le comunicamos que el consejo de administración de la Sociedad Criolita Danmark, durante su última reunión, ha decidido otorgarle una pensión mensual de 9000 coronas, importe que será regulado de acuerdo con el índice de precios vigente.» Está firmada en nombre y representación del consejo por «E. Lübing, Jefe de Finanzas».

Supongo que su contenido no tiene nada de raro. Sin embargo, una vez escrita la carta, alguien la ha girado noventa grados. Y con una pluma estilográfica, ha escrito en diagonal y en el margen: «Lo siento mucho. Elsa Lübing».

Es posible llegar a conocer un poco al prójimo por sus anotaciones en los márgenes. Se ha especulado mucho sobre la prueba de Fermat. En un libro que trataba sobre el teorema nunca probado, según el cual, aunque sea posible a menudo descomponer un cuadrado en la suma de otros dos cuadrados, esto deja de ser válido con potencias superiores a dos, Fermat había anotado en el margen: «Para este teorema he descubierto una prueba maravillosa. Pero este margen es demasiado estrecho para exponerla».

Hace dos años hubo una dama en las oficinas de la Sociedad Criolita Danmark que dictó una carta extremadamente correcta. Tuvo en cuenta los formalismos al uso, la carta carecía de faltas de ortografía, era como debía ser. Entonces se la dieron para que la firmara y la volvió a leer, firmándola finalmente. Permaneció pensativa durante unos instantes, giró la hoja y escribió en el margen: «Lo siento mucho».

– ¿Cómo murió?

– ¿Norsaq? Participó en una expedición a la Costa Oeste. Hubo un accidente.

– ¿Qué tipo de accidente?

– Comió algo que le sentó mal. Creo.

Me mira con ojos desvalidos. Los hombres mueren. No se llega a ninguna parte especulando sobre el cómo y el porqué.

– Lo podemos considerar como un caso totalmente cerrado.

Tengo a la Uña al teléfono. He abandonado a Juliana a sus propios pensamientos, que ahora se mueven como plancton en un mar de vino dulce. Quizás hubiera debido quedarme a su lado. Sin embargo, no tengo vocación de director espiritual, apenas soy capaz de ocuparme de mí misma. Además, tengo mis propias obsesiones. Son justamente éstas las que me han empujado a llamar a la comisaría. Me pasan con la sección A. Allí me dicen que el agente sigue en la oficina. Y por lo que detecto en su voz, lleva ya demasiado tiempo allí.

– El certificado de defunción fue firmado esta tarde, alrededor de las cuatro.

– ¿Y las huellas? -digo.

– Si hubiera visto lo que yo he visto o si usted tuviera hijos, entonces sabría lo irresponsables e imprevisibles que son.

Su voz se convierte en un gruñido sólo con pensar en todos los disgustos y preocupaciones que sus propios hijos le han dado.

– Y en este caso, naturalmente, sólo se trata de un maldito groenlandés -le digo.

De repente, el teléfono se queda mudo. Es un hombre que, incluso tras un largo día de trabajo, sigue teniendo suficientes reservas como para poner el termostato en congelación rápida.

– Ahora le voy a decir una cosa, señora mía. Nunca hacemos distinciones. Aunque sea un pigmeo el que se haya caído, aunque sea un asesino, además de un violador, con siete muertes pesando sobre su conciencia, llegamos hasta el final. Hasta el final. ¿Lo ha entendido? Yo mismo he recogido el informe forense. No hay ningún indicio que pueda hacernos sospechar que se trate de algo más que de un simple accidente. Trágico, pero, al fin y al cabo, tenemos ciento setenta y cinco casos como éste al año.

– Tengo pensado quejarme.

– Me parece una buena idea. Debería hacerlo.

Entonces colgamos. En realidad no he pensado en presentar una queja. Pero de algún modo también ha sido un día muy duro para mí.

Ya sé que la policía tiene mucho trabajo. Lo entiendo perfectamente. He entendido todo lo que me ha dicho.

Todo salvo una cosa. Cuando fui interrogada anteayer contesté a bastantes preguntas. A algunas no respondí. Una de ellas fue la relacionada a mi «estado civil».

– A usted eso no le importa -le dije al agente-. Salvo en el caso de que esté interesado en una cita conmigo.

Por lo tanto, la policía no debería saber nada sobre mi vida privada. Me pregunto cómo supo la Uña que yo no tengo hijos. Es una pregunta cuya respuesta no conozco.

Sólo se trata de una pregunta insignificante. Pero alrededor de una mujer soltera e indefensa, el mundo se dedica con ahínco a investigar por qué, cuando ésta es de mi edad, no tiene un marido y un par de encantadoras criaturas. Con el tiempo, una va desarrollando una cierta alergia hacia la pregunta.

Voy a por un par de folios blancos y un sobre y me siento a la mesa del comedor. En el encabezamiento escribo: «Copenhague, a 19 de diciembre de 1993. Al fiscal. Mi nombre es Smila Jaspersen y, por la presente, deseo presentar una queja».

6

Parece tener unos cuarenta y tantos, pero tiene veinte años más. Lleva ropa deportiva de color negro, zapatos de golf claveteados, una gorra de béisbol americano y guantes sin dedos. De un bolsillo del pecho saca una pequeña botella de jarabe que vacía en un movimiento acostumbrado, apenas perceptible y extremadamente discreto. Es propranolol, un betabloqueante que disminuye las pulsaciones del corazón. Abre una de sus manos y la mira. Es grande, blanca y cuidada, y totalmente tranquila. Escoge un palo del número uno, un driver, taylormade, con una cabeza de palosanto pulida en forma de campana. Lo acerca a la pelota y después lo levanta. Cuando, finalmente, golpea, tiene toda su fuerza, todos sus ochenta y cinco kilos concentrados en un único punto del tamaño de un sello, y la pequeña pelota amarilla parece diluirse y desaparecer. Vuelve a aparecer al aterrizar sobre el green, al borde del jardín, donde, obediente, se posa cerca de la banderilla.