A pesar de todo, no me siento, en ningún momento, tentada a moverme, a rendirme al frío. Como el aullido prolongado de una sirena interna, mi instinto me dice que hay alguien esperando. Y que ese alguien me espera a mí.
Ni tan siquiera le oigo marcharse. Durante un pequeño instante, he cerrado los ojos porque el frío ha hecho que lagrimeen. Cuando los vuelvo a abrir, una sombra se ha desprendido del tejadillo y se está alejando. Una silueta estirada, un paso rápido y fluido. Y sobre la cabeza, como un halo o una corona, algo blanco, quizás un sombrero.
Hay dos maneras de marcar osos polares. Lo normal es anestesiarlos desde un helicóptero. El aparato baja hasta posarse encima del animaclass="underline" sacas el cuerpo de la cabina y, en el momento en que la presión atmosférica del rotor le da de pleno, el oso se aprieta contra el suelo y tú disparas.
También existe otra manera, la que solíamos utilizar en Svalbard. Desde motos de nieve, the viking way. Disparas con un rifle de aire comprimido especialmente diseñado por la casa Neiendamm, en Jutlandia del sur. Esta práctica exige que te aproximes menos de cincuenta metros. Es preferible que sea a menos de veinticinco. En el momento en que el oso polar se da la vuelta, encarándote, lo ves de verdad, tal como es. No aquella especie de cadáveres vivientes con los que te entretienen en el zoo, sino el oso polar, el del escudo de Groenlandia, colosal, enorme, tres cuartos de tonelada de músculos, huesos y dientes. Con una capacidad explosiva extremadamente alta y peligrosísima. Una fiera que ha existido sólo durante veinte mil años y que, en este tiempo, sólo ha conocido dos categorías diferentes de mamíferos: su propia especie y su presa, su alimento.
Nunca he fallado el tiro. Disparábamos con unos cartuchos en los que un dispositivo de gas inyectaba una enorme dosis de Zolatil en sus carnes. Solía derrumbarse al instante. Sin embargo, ni una sola vez pude librarme de sentir un terror espeluznante y lleno de pánico.
Así es también este momento para mí. Aquello que se está alejando de mí es sólo una sombra, un extraño, una persona que no percibe mi presencia. Pero, sobre mi piel, insensible a causa del frío, mi vello se encrespa como las púas de un erizo.
Llego hasta la escalera, atravesando los sótanos. El piso del mecánico está cerrado con llave y la cinta adhesiva sigue en su sitio.
La puerta del piso de Juliana está abierta. Cuando ya la he sobrepasado, sale al rellano de la escalera.
– ¿Te vas de viaje, Smila?
Parece indefensa y extenuada. A pesar de ello, la odio.
– ¿Por qué no me hablaste de Ving? -le pregunto-. ¿Por qué no me contaste que solía venir a buscar a Isaías?
Se echa a llorar.
– El piso. Nos dio el piso. Tiene un cargo importante en la sociedad constructora. Podría volver a quitárnoslo. Me lo dijo él mismo. ¿Volverás?
– Sí, seguramente -le contesto.
Es cierto. Tendré que volver. Ella es lo único que queda de Isaías. De la misma manera que yo, para Moritz, soy la única vía de tener a mi madre.
Subo hasta mi propio rellano. No han tocado la cinta adhesiva. Me encierro en mi piso. Todo está tal como lo dejé. Recojo la ropa imprescindible. Lleno dos maletas que pesan tanto que necesitaría llamar a un camión de mudanzas si pretendiera moverlas. Intento volver a hacerlas. Resulta bastante complicado, porque no me atrevo a encender la luz, y me veo forzada a trabajar a la luz del reflejo en la nieve de las farolas de la calle. Finalmente, consigo conformarme con una bolsa grande de deporte. Pero a costa de sacrificios desgarradores.
Desde el centro de mi salón, paseo la vista por las paredes por última vez. Entonces saco la caja de puros de Isaías del cajón y la meto en la bolsa. Me despido mental y brevemente de mi hogar.
En ese momento suena el teléfono.
Ya sé que debería dejar que sonara. Al fin y al cabo, le he prometido al mecánico que no subiría a mi casa. No me gustaría tener que hablar con la policía. Todo lo demás puede esperar. Lo único que debo hacer es dejarlo que suene. Tengo todo que perder y nada que ganar.
Despego la cinta adhesiva y cojo el auricular.
– Smila…
La voz es lenta, casi distraída. Pero, al mismo tiempo, dorada y sonora, como la voz de un anuncio. Nunca la había oído antes. El vello de la nuca se me eriza. Sé que pertenece al hombre del que, hace un instante, estuve a menos de un metro. Lo sé con toda seguridad.
– Smila… Sé que estás ahí.
Oigo su respiración. Profunda, tranquila.
– Smila…
Suelto el auricular, no lo dejo sobre el teléfono, sino encima de la mesa. Tengo que utilizar las dos manos para que no se me caiga. Me cuelgo la bolsa al hombro. No pierdo el tiempo en cambiarme de zapatos. Simplemente salgo disparada por la puerta y bajo las escaleras a trompicones. Salgo del portal y me precipito por la calle Strand cruzando el puente y cogiendo, finalmente, la calle del Puerto. Es imposible que nos controlemos en cada segundo de nuestras vidas. A cada uno de nosotros, nos llegará, antes o después, el momento en que el pánico se apodere de nosotros.
Lander me está esperando con el motor en marcha. Me lanzo sobre el asiento libre de delante y me aferró a él en un abrazo.
– Parece prometedor -me dice.
Lentamente recupero el aliento y logro que mi respiración recobre su ritmo normal.
– Ha sido una muestra de simpatía puramente excepcional -digo-. No dejes que se te suba a la cabeza.
Dejo que me lleve hasta la entrada principal de la casa. Al menos por esta noche, he perdido las ganas de estar sola en la oscuridad. Y no sé adónde ir si no. Es Moritz en persona quien me abre la puerta. En batín de rizo blanco, con unos pantalones cortos de seda blanca, el pelo despeinado y los ojos soñolientos.
Me mira. Mira a Lander, que lleva mi bolsa. Mira el Jaguar. A través de su cerebro medio dormido deambulan y luchan el asombro, los celos, la rabia durante muchos años contenida, la cólera, la curiosidad y la indignación fervorosa. Entonces se rasca la barba de tres días.
– ¿Quieres entrar? -dice-. ¿O prefieres que te pase el dinero directamente por el buzón de la puerta?
5
Las costillas son los arcos elípticos cerrados de los planetas, con sus focos principales en el sternum, el esternón, el centro blanco de la fotografía. Los pulmones son las sombras grisáceas de la vía láctea contra la pantalla de plomo negra del espacio celestial. El contorno oscuro del corazón es la nube de ceniza del sol consumido. Las hipérbolas nebulosas de las entrañas son los asteroides liberados, los vagabundos del espacio, el polvo cósmico fortuito.
Estamos en la consulta de Moritz, alrededor de la pantalla de luz en la que están colgadas tres radiografías. En la reducción técnica de una fotografía fotón queda más evidente que nunca que el hombre es un universo; un sistema solar visto desde otra galaxia. Y, sin embargo, este hombre está muerto. Durante las heladas pérmicas de Holsteinborg, alguien le ha cavado una tumba con un taladro neumático y la ha cubierto con piedras y cemento para así mantener a los zorros azules alejados de sus vísceras.
– Marius Hoeg, fallecido en el Glaciar de Barren, Gela Alta, en el mes de julio de 1966.
Moritz, el médico forense Lagermann y yo estamos de pie ante la pantalla. Sentada en un sillón de mimbre, está Benja chupándose el pulgar.
El suelo está cubierto de mármol amarillo y las paredes recubiertas de tela de saco marrón claro. Hay muebles de mimbre y una camilla de exploración que han lacado de color verde aguacate y tapizado con piel de buey de color natural. Un original de Dalí cuelga de la pared. Incluso el aparato de rayos X parece sentirse reconfortado en este intento de hacer que la alta tecnología sea acogedora.