Es aquí donde Moritz suele ganar gran parte del dinero que ayuda a dulcificar el atardecer despacioso de su vida. Pero, en este momento, está trabajando gratis. Está contemplando las radiografías que Lagermann, contraviniendo seis artículos de la ley, ha sacado del archivo del Instituto Forense.
– Falta el informe de la expedición del 66. Simplemente lo han retirado, haciéndolo desaparecer. ¡Qué hijos de puta!
Le he contado a Moritz que me buscan y que no pienso ponerme en contacto con la policía. Detesta las transgresiones de la ley pero se resigna cabizbajo porque, con o sin el consentimiento de la policía, es preferible que yo esté aquí a que me vaya.
Le he contado que me vendría a ver un conocido y que necesitaríamos el megatoscopio de su clínica. Su clínica es su santuario más íntimo, a tono con sus inversiones y sus cuentas bancarias en Suiza pero, sin embargo, baja la cabeza.
Le he dicho que no quiero hablar ni darle ninguna explicación del asunto. Baja la cabeza. Intenta amortizar la deuda que tiene conmigo. La deuda tiene una antigüedad de treinta años y no tiene fondo.
Ahora, que ha llegado Lagermann y lo ha sacado todo y ha colgado las radiografías con pequeñas pinzas, la puerta se abre y Moritz entra completamente encogido.
Allí, sobre el suelo de la consulta, de pie delante de nosotros, Moritz es tres personas en una.
Es mi padre, que sigue queriendo a mi madre y, tal vez, a mí también, y que ahora está enfermo por una preocupación que no puede controlar.
Es el gran médico, el doctor estrella de las inyecciones que nunca ha sido excluido y que siempre lo sabía todo antes que nadie.
Y es el niño pequeño que han dejado fuera, al otro lado de una puerta tras la cual está ocurriendo algo en lo que le encantaría, en lo que se muere por tomar parte.
Esta última persona es la que, tras una repentina ocurrencia, dejo entrar y presento a Lagermann.
Naturalmente, conoce a mi padre y le estrecha la mano y le envía una sonrisa ancha, puesto que ya lo ha visto en dos o tres ocasiones antes. Debía de haber supuesto lo que iba a ocurrir, es decir, que Lagermann lo arrastre hasta la pantalla.
– Eche un vistazo a esto -dice-, porque me juego lo que sea a que hay algo que le sorprenderá.
Se abre la puerta y Benja entra, dando pasitos de bailarina. Con sus calcetines de lana, sus pies de prima donna girados hacia afuera y sus reclamos de atención ilimitada.
Los dos hombres están pegados al transparente mapa celestial de la pantalla. Me hablan y me lo explican todo. Pero, en realidad, se dirigen el uno al otro.
– Hay pocas bacterias peligrosas en Groenlandia.
Lagermann no sabe que Moritz y yo hemos olvidado más sobre Groenlandia de lo que él pueda llegar a aprender en toda su vida. Sin embargo, no le interrumpimos.
– Hace demasiado frío. Y el aire es demasiado seco. Por esta razón, los casos de intoxicación por ingestión de alimentos deteriorados se dan en muy raras ocasiones. Con la excepción de una forma: botulismo, bacterias anaerobias que causan una peligrosa intoxicación de la carne.
– Yo soy lactovegetariana -dice Benja.
– El informe está en Godthaab, con copia en Copenhague. Según el informe, encontraron a cinco personas en un mismo día, el 7 de agosto del 91. Hombres jóvenes y sanos. Botulismo, la Clostridium Botulinum es anaeróbica, como lo es la bacteria del tétanos. Y, por sí sola, inofensiva. Sin embargo, sus toxinas son altamente tóxicas. Atacan el sistema nervioso periférico, donde los nervios enervan las fibras musculares. Paralizan la respiración. Justo antes de que sobrevenga la muerte, es todo, naturalmente, muy espectacular. Se produce hipoventilación, una acidosis galopante. La cara se pone azul. Pero cuando ya todo ha terminado, no quedan huellas. Naturalmente, la lividez cadavérica es algo más oscura pero, qué caramba, también lo son en casos de ataques cardíacos.
– ¿Eso quiere decir que no se dan signos externos de la enfermedad? -pregunto.
Sacude la cabeza negativamente.
– En efecto. El botulismo es un diagnóstico de exclusión. Una sospecha a la que se llega porque es imposible encontrar otras causas mortales. Para ello se hace un análisis de sangre. Muestras de los alimentos que están bajo sospecha. Se envía todo al Instituto Serológico. El Hospital de la Reina Ingrid en Godthaab dispone, desde luego, de un laboratorio médico. Pero no dispone de facilidades para rastrear las sustancias tóxicas menos frecuentes. Por lo que enviaron las muestras de sangre a Copenhague. En las muestras encontraron toxinas del Botulinum.
Saca una de sus enormes cerillas para puros. Las cejas de Moritz se fruncen. Está terminantemente prohibido, so pena de muerte, fumar en la clínica. Los fumadores son enviados al fumadero, que en realidad significa darse una vuelta por el jardín. Incluso en el jardín, Moritz no lo contempla con agrado. Es de la opinión de que la simple visión de alguien fumando, incluso a lo lejos, puede trastornar el equilibrio de su swing. Una de las pocas, grandes, milagrosas victorias sobre mi madre fue conseguir que ella saliera fuera a fumar mientras estaban en Qaanaaq. Una de sus muchas derrotas, que ella fumara en la tienda de campaña de verano en Siorapaluk.
Con el extremo de la cerilla, Lagermann señala una serie de cifras microscópicas en el borde inferior de la radiografía.
– Las radiografías cuestan un ojo de la cara. Únicamente las utilizamos para localizar la quincalla con la que la gente anda apuñalándose. No tomaron ninguna placa en el 91. No lo estimaron necesario.
Saca un puro envuelto en celofán del bolsillo de su camisa.
– Está prohibido fumar aquí -dice Benja.
La contempla con aire distraído. Entonces golpea suavemente la fotografía con el puro.
– Pero en el 66 tuvieron que hacer radiografías. Tenían ciertas dudas a la hora de identificar a las víctimas. Porque estaban muy mutiladas por la explosión. No tuvieron más remedio que hacer radiografías. Con el fin de localizar antiguas fracturas, etcétera. Entonces las radiografías debían haber sido enviadas a todos los médicos groenlandeses. Junto con una radiografía completa de lo que quedaba de sus dentaduras.
Hasta este momento, no me había percatado de que en las radiografías no aparecen los fémures debajo de las caderas.
Lagermann coloca con cuidado dos radiografías más al lado de la que ya estaba colgada. En una de ellas, prácticamente toda la columna vertebral está intacta. La otra es un caos de trozos de huesos y sombras oscuras, un universo desmembrado.
– Las radiografías plantean varios problemas de carácter profesional. Como, por ejemplo, el emplazamiento de los cuerpos en relación a la detonación. Parece como si hubieran estado sentados encima de la carga explosiva. Da la sensación de que ésta no ha sido introducida, tal como suele hacerse cuando se utilizan explosivos plásticos en las rocas o en el hielo, en un canal previamente barrenado o amasado con forma de lata invertida, que orienta la explosión a un punto determinado. En otras palabras, de que les ha explotado directamente entre las nalgas. Lo cual es inusitado, teniendo en cuenta que se trataba de profesionales.
– Yo me voy -dice Benja. Pero, sin embargo, se queda.
– Todo esto, hay que decirlo, no son más que especulaciones sobre indicios de poco peso.
Cuelga las radiografías mayores debajo de las primeras.
– Ampliaciones del negativo de estas zonas.
Las señala con el puro.
– Se pueden apreciar los restos del hígado, el esófago inferior y el estómago. Aquí se ha incrustado la costilla inferior, encima de la vértebra lumbar que está aquí. Esto es el corazón. En esta parte está lesionado; en ésta, intacto. ¿Qué ve usted?
Para mí es un caos de matices grises y negros. Moritz se inclina hacia delante. La curiosidad supera a la vanidad. De su bolsillo interior, saca las gafas con las que únicamente nosotras, las mujeres de su vida, le hemos visto. Entonces pone una uña en cada imagen.