Moritz parece no haberla oído. Su voz sigue siendo baja, introvertida. Como si, en realidad, estuviera hablándose, sobre todo, a sí mismo.
– Deseaba tanto la tranquilidad. Quería tener a la familia a mi alrededor. Pero no lo logré. Nunca lo he logrado. Pierdo el control de las cosas. Cuando vi la caja que trajeron esta tarde, entendí que volvías a marcharte. Como todas aquellas veces en las que te escapaste. Soy ya demasiado viejo para salir en tu busca y traerte de vuelta a casa. Tal vez también me equivoqué entonces haciéndolo.
Sus ojos están inyectados en sangre cuando me mira.
– No quiero que desaparezcas, Smila.
Cualquier vida encierra una posibilidad de esclarecimiento. Esta oportunidad Moritz la ha quemado, la ha desperdiciado. Los conflictos que ahora lo sujetan, presionándole contra el asiento del sillón, los tenía ya cuando estaba en la treintena, cuando me conoció, cuando se convirtió en mi padre. Todo lo que ha hecho la edad, ha sido mermar sus fuerzas para enfrentarse a ellos.
Benja se pasa la lengua por los labios.
– ¿Quieres salir tú misma -me dice- o prefieres que yo los traiga hasta aquí?
Hasta donde alcanza mi memoria, siempre he intentado abandonar esta casa, este país. Cada vez la existencia lo ha utilizado a él como su herramienta inanimada, carente de voluntad propia, para que me trajera de vuelta. En este instante se hace evidente, como nunca desde que era una niña, que la libertad de elección es una ilusión; que la vida nos conduce a través de una serie de confrontaciones amargas, involuntariamente cómicas e iterativas, con aquellos problemas que no hemos sabido resolver. En otras circunstancias y en otro momento, acaso hubiera podido sonreír. Ahora mismo estoy demasiado cansada. Agacho, pues, la cabeza, disponiéndome a rendirme.
Entonces Moritz se levanta de la silla.
– Benja -dice-, tú te quedas aquí.
Ella lo mira sorprendida.
– Smila -me dice-, ¿qué debo hacer?
Nos medimos el uno al otro con los ojos entornados. En su interior hay algo que se viene abajo.
– El coche -digo-. Lleva el coche a la puerta trasera. Lo suficientemente cerca, para que puedas transportar la caja que envié esta tarde, sin que lo vean. Y para que yo pueda meterme y echarme en el suelo delante del asiento trasero.
Cuando él abandona el salón, Benja se sienta en su silla. Su rostro es distante, inexpresivo, parece estar muy lejos. Oímos que el coche se pone en marcha, sale del garaje; suena el crujir de las ruedas sobre la gravilla delante de la puerta. El sonido de la puerta. Los pasos cautelosos, cansados de Moritz portando la caja hasta el coche.
Al volver a entrar, lleva unas botas de agua, un impermeable y una gorra de lana. Sólo permanece un instante en la puerta. Entonces se da la vuelta y sale.
Me levanto y Benja me sigue despacio. Entro en el saloncito donde está el teléfono y marco un número. Cogen el teléfono enseguida.
– Voy para allá -digo, y después cuelgo.
Cuando me doy la vuelta, Benja está detrás de mí.
– En cuanto os vayáis, saldré y les enviaré detrás de vosotros.
Me acerco a ella. Con el pulgar y el índice le agarro, a través de las mallas, el pubis y aprieto todo lo que puedo. Cuando abre la boca, la agarro con la otra mano por el cuello y le cierro la tráquea. Sus ojos se hacen grandes y están muy asustados. Se desploma sobre las rodillas y yo la sigo, hasta que estamos arrodilladas en el suelo, una delante de la otra. Es más robusta y pesa más que yo, pero su fuerza y su perfidia se encuentran en otro plano distinto al mío. En el Teatro Real no se aprende a conferirle una expresión física a la ira.
– Benja -susurro-, déjame en paz.
Vuelvo a apretar. Sobre su labio superior aparecen unas gotas de sudor.
Entonces la suelto. No despega los labios, no sale ni una sola palabra de su boca. Su rostro está vacío por el terror.
La puerta del vestíbulo está abierta. Justo delante de ella, espera el coche. Me deslizo a gatas hasta el fondo del vehículo. Sobre el asiento trasero está mi caja. Moritz me cubre con una manta y se sienta en el asiento del conductor.
Delante del garaje, se detiene el coche. Moritz baja la ventanilla.
– Muchas gracias por su colaboración -dice la Uña.
Entonces nos vamos.
El Club de Esquí Acuático de Skovshoved tiene una rampa ancha de madera que baja desde el muelle hasta el agua. Allí nos está esperando Lander. Lleva un traje de navegación impermeable de una sola pieza que se introduce en las botas. Es negro.
Negra es también la lona que lleva encima del coche. No es el Jaguar, sino un Land Rover alto.
Negra es, asimismo, la lancha de goma que está amarrada debajo de la lona. Una Zodiac de tela cauchutada con fondo de madera. Moritz quiere ayudar pero no le da tiempo. De un ligero tirón, el hombrecito vuelca la lancha desde el techo del coche, la caza al vuelo con la cabeza y, en un movimiento fluido, la empuja por la rampa.
Del maletero saca un motor fueraborda, lo deposita en el interior de la lancha y finalmente lo ajusta en el armazón de popa.
Los tres levantamos la lancha para meterla en el agua. En mi caja, encuentro unas botas de agua, un pasamontañas, guantes de piel sintética y un mono que me pongo encima de la ropa.
Moritz no nos acompaña hasta la rampa, sino que permanece detrás de la valla.
– ¿Puedo hacer algo por ti, Smila?
Es Lander quien contesta.
– Puede irse lo antes posible.
Entonces desatraca y pone en marcha el motor. Una mano invisible agarra la lancha por debajo y nos transporta lejos de la costa. La nieve está cayendo copiosamente. Después de escasos segundos, la silueta de Moritz desaparece por completo. Justo en el momento en que se da la vuelta y se dirige al coche.
Lander lleva un compás en la muñeca izquierda. En un pasillo de visibilidad que se forma momentáneamente en medio de la nevada, se percibe Suecia. Las luces de Taarbaek. Y como manchas flotantes, algo más claras en la oscuridad, dos barcos que están fondeados entre la costa y el canal de navegación. Al noroeste del fuerte Flak.
– El barco que está a estribor es el Kronos.
Sólo tras un gran esfuerzo, soy capaz de separar a Lander de su despacho, su alcoholismo, sus zapatos alzados, sus trajes de etiqueta. El dominio con que maniobra la lancha entre el oleaje, que, a medida que nos alejamos de la costa, se hace más recio, me resulta impensable e insólito.
Intento orientarme. Hay una milla hasta el canal de navegación. Dos balizas de camino. Los faros en la entrada del puerto de Tuborg. Del puerto de Skovshoved. Los faros sobre las colinas de la carretera de Strand. Un barco portacontenedores de camino hacia el sur.
Cuando la nevada bloquea la visibilidad, le corrijo el rumbo dos veces. Me mira con una mirada escrutadora, pero acaba obedeciendo. No hago ningún intento de explicarle nada. ¿Qué podría contarle?
Se levanta una débil brisa. Nos golpea con frías y duras gotas de agua salada en nuestras caras. Nos arrastramos hasta el fondo de la lancha y nos apoyamos el uno contra el otro. La pesada Zodiac baila sobre el mar rizado. Lander apoya su boca en mi pasamontañas, que me he subido.
– Foejl y yo estuvimos juntos en la Marina de Guerra. En el Cuerpo de Submarinistas. Teníamos veintipocos años. Si eres una persona inteligente, sólo a esa edad puedes soportar tanta mierda. Durante medio año estuvimos levantándonos a las cinco de la mañana. Nadábamos un kilómetro en aguas heladas y corríamos durante una hora y media. Hacíamos saltos nocturnos sobre el agua, a cinco kilómetros de la costa de Escocia, y yo soy prácticamente hemerálope, apenas veo nada de noche. Arrastrábamos aquellos botes de goma de la mierda por los bosques daneses, mientras los oficiales se nos meaban encima, intentando reestructurar nuestra psique para que pudieran sacar buenos soldados de nosotros.
Pongo la mano sobre su brazo que sostiene el timón y corrijo el rumbo. A quinientos metros delante de nosotros, el buque portacontenedores nos corta la proa, con una luz de estribor verde y tres blancas en el árbol de luces.