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– Normalmente son los pequeños, los que suelen defenderse mejor. Los de mi tamaño. Éramos nosotros los únicos capaces de seguir adelante siempre. Los grandes hacían un solo levantamiento y ya estaban acabados. Entonces nos veíamos obligados a cargarlos en el bote de goma y llevárnoslos a rastras. Pero con Foejl era distinto. Foejl era grande. Pero tan rápido como si fuera pequeño. No lograban agotarle. Nunca pudieron con él en los cursos de interrogatorios. Simplemente se limitaba a mirarles amablemente, tal como tú lo conoces. Y no cedía ni un solo milímetro. Un día, nos sumergimos debajo del hielo. Estábamos en invierno. El mar estaba cubierto por el hielo. Habíamos tenido que volar el hielo haciendo un agujero en él. Ese día había una corriente muy fuerte. En el descenso me encontré con una corriente fría. Este tipo de cosas pueden ocurrir. El agua condensada del aire espirado se congeló, bloqueando las válvulas de los tanques de aire. En ese momento, todavía no había colocado la cuerda de seguridad para poder volver a encontrar el agujero en el hielo. Suele suceder cuando buceas debajo del hielo. Si estás a dos metros, ya no lo ves. Caí presa del pánico. Perdí la cuerda. Me pareció que ya no podía ver el agujero. Debajo del hielo todo es verdoso, brillante, del color del neón. Tuve la sensación de ser absorbido hasta el Reino de las Sombras. Noté cómo me atrapó la corriente, llevándome hacia abajo y hacia afuera. Me contaron, posteriormente, que Foejl lo vio. Y que cogió un cinturón de plomo en una mano y saltó al agua sin botellas de oxígeno. Únicamente con una cuerda en la mano, porque ya no quedaba tiempo para más. Y se sumergió detrás de mí. Dio conmigo a doce metros por debajo del hielo. Pero llevaba un traje seco. Esto significa que la presión del agua oprime la goma contra la piel y hay que añadir una atmósfera por cada diez metros de descenso. Al llegar a una profundidad de aproximadamente diez metros, el canto de goma atravesó la piel de sus muñecas y tobillos. Lo que mejor recuerdo de nuestro ascenso son las nubes de sangre.

Estoy pensando en las cicatrices alrededor de sus muñecas y sus tobillos, negras como abrazaderas de hierro.

– También fue él quien me sacó el agua de los pulmones. Y quien me practicó la respiración artificial. Tuvimos que esperar mucho tiempo. Sólo disponían de un pequeño helicóptero propulsado por turbinas a reacción y las condiciones eran pésimas. Me aplicó un masaje cardíaco y respiración artificial durante toda la vuelta.

– ¿La vuelta a dónde?

– Al estrecho de Scoresby. Estábamos de maniobras en Groenlandia. Hacía frío. Pero a él le gustaba.

La nieve nos encierra entre unas rejas caóticas, en una confusión de rayas oblicuas.

– Ha desaparecido -digo-. He intentado llamarle por teléfono. Es un extraño el que coge el teléfono. Quizás haya sido encarcelado.

Un minuto antes de que aparezca entre la nieve, percibo la presencia del barco. La tracción del casco en las cadenas del ancla; el desplazamiento paulatino de toda esa enorme masa flotante.

– Olvídalo, tesoro. Es lo que hemos tenido que hacer los demás.

En el lado de babor han extendido un corto puente flotante bajo una sencilla luz amarilla, al final de una escalerilla muy empinada. No apaga el motor pero abarloa y estabiliza la lancha, sujetándose a una viga de hierro.

– Si quieres, puedes volver conmigo, Smila.

Hay un algo conmovedor en él; como si hasta este momento no se hubiera dado cuenta de que hemos dejado de jugar hace ya mucho tiempo.

– Lo que pasa es que, en realidad -digo-, no tengo nada por lo que volver.

Yo misma lanzo mi caja al puente. Cuando la sigo y, una vez allí, me giro, permanece un instante mirándome; una pequeña silueta que sube y baja en un movimiento de baile causado por la enorme lancha. Entonces me da la espalda y zarpa.

El mar

I

1

El camarote mide dos y medio por tres metros. A pesar de ello, han conseguido meter un lavabo con espejo, un armario, un catre con una lámpara de lectura, una estantería para libros, un pequeño escritorio con una silla, debajo del ojo de buey, y sobre la mesa, el gran perro.

Llega desde el mamparo hasta por encima del catre y mide, por lo tanto, alrededor de dos metros. Sus ojos son tristes, sus patas oscuras, y, cada vez que el barco da un bandazo, intenta tocarme. En caso de que lo consiguiera, me descompondría al instante. La carne se desprendería de mis huesos; mis ojos se saldrían y se evaporarían de sus órbitas; mis entrañas fluirían a través de los poros de mi piel, explotando en nubes de metano.

No pertenece a este lugar, no debería estar aquí. No pertenece en absoluto a mi mundo. Se llama Aajumaaq y es de Groenlandia del Este; mi madre lo trajo a casa después de una visita a Ammassalik. Cuando lo vio por primera vez, allá abajo, entendió que siempre había estado rondando por Qaanaaq y, desde entonces, lo veía regularmente. Nunca toca el suelo y también esta vez flota un poco por encima de la mesa y está aquí, porque estoy en el mar.

Siempre he tenido miedo al mar. Nunca consiguieron meterme en un kayac, a pesar de que era el mayor deseo de mi madre. Nunca he puesto los pies sobre la cubierta del Swan de Moritz. Una de las razones por las que me gusta el hielo, es que cubre el agua y la hace firme, segura, transitable, sinóptica. Sé que fuera el oleaje y el viento han arreciado y, en la parte de delante, la proa del Kronos golpea las olas, rompiéndolas y enviando cascadas ruidosas de agua por las amuras, hasta que, delante de mi ojo de buey, se disuelven en una neblina silbante que resplandece blanca en la noche. En el mar abierto, no hay recaladas, únicamente existe un desplazamiento amorfo y caótico de masas de agua sin rumbo que se rompen y se balancean y cuya superficie vuelve a romperse por subsistemas que interfieren y crean remolinos y desaparecen y surgen y que, finalmente, se desvanecen sin dejar rastro. Lentamente, esta confusión penetrará en los laberintos de mis oídos, disolviendo mi sentido de la orientación. Se abrirá camino hasta mis células y removerá su concentración salina y, de esta manera, la conductibilidad del sistema nervioso, dejándome sorda, ciega y desvalida. No temo al mar porque quiera ahogarme. Lo temo porque quiere desposeerme de mi sentido de la orientación, el giroscopio interno de mi vida; mi conciencia de lo que está arriba y de lo que está abajo; mi conexión con el absolute space.

Nadie puede criarse en Qaanaaq sin navegar. Nadie puede, como he hecho yo, vivir como estudiante profesional, como avanzadilla de expediciones y como guía de Groenlandia del Norte sin verse obligada a salir a la mar. He estado a bordo de muchos barcos y durante mucho más tiempo del que me gusta recordar. Por regla general y siempre que no esté sobre la cubierta de un barco, logro reprimir el recuerdo.

Desde que subí a bordo, hace ya algunas horas, el proceso de derrumbamiento se ha puesto en marcha. Mis oídos han empezado a zumbar, en mis mucosas acontecen extraños e inexplicables desplazamientos de líquidos. Soy incapaz, a estas alturas, de señalar con seguridad los puntos cardinales. Sobre mi mesa, Aajumaaq espera paciente que baje la guardia, descubriéndome.

Me aguarda justo al otro lado de la puerta que lleva al sueño y, cada vez que escucho que mi propia respiración se hace más pesada y sé que estoy dormida, no me deslizo, introduciéndome en la obliteración pacífica de la realidad que necesito, sino que caigo en una nueva y peligrosa claridad al lado del espíritu auxiliador; ese perro con tres garras en cada pata, agrandado y amplificado en las fantasías de mi madre y, desde entonces, desde que era una niña, inoculado en mis pesadillas.

Hace, tal vez, una hora que pusieron en marcha la máquina y que yo, a lo lejos, más que oír, sentí el cabrestante del ancla y el crujido de las cadenas, pero estoy demasiado cansada como para estar despierta y demasiado tensa para dormir y, al final, mi único deseo es que llegue una interrupción.