De la oscuridad del espacio surgen dos imágenes verdes de radar que dan vueltas lentamente. Un punto rojo de luz mate en una gran brújula de burbuja líquida. En medio del portillo, con una mano sobre la rueda del timón manual, hay una silueta que nos da la espalda. Es el capitán Sigmund Lukas. Detrás de él hay una figura erguida e inmóvil. A mi lado, Jakkeisen se balancea inquieto sobre las plantas de los pies.
– Pueden irse.
Lukas ha hablado en voz baja, sin darse la vuelta. La silueta que está detrás de él se desliza por el hueco de la puerta y Jakkeisen la sigue inmediatamente. Por un rato, su recelo y obstinación desaparecen de sus movimientos.
Lentamente, mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad y, de la nada, surgen los instrumentos, entre los cuales hay algunos que conozco y otros que no, pero sobre los que pesan, indistintamente, mi recelo y desentendimiento, porque pertenecen al mar abierto. Nunca me he acercado a ellos, ni he querido entenderlos. Para mí simbolizan una cultura que ha depositado una capa de inanimación entre sí misma y el reto de intentar averiguar la posición en la que te encuentras.
Los cristales líquidos del ordenador SATNAV, la radio de onda corta, las consolas del LORAN C, un sistema de radiogoniometría que nunca he llegado a entender. Los números rojos de la sonda acústica. La consola del sonar de navegación. El indicador de escora. Un sextante sobre su soporte. Paneles de instrumentos. El teléfono que comunica con la sala de máquinas. Las vistas claras. Un radiogoniómetro. El piloto automático. Dos paneles con un voltímetro y leds de control. Y por encima de todo, el rostro alerta y hermético de Lukas.
Del VHF sale un crujido incesante. Sin desplazar la mirada, Lukas alarga la mano y la apoya. Se calla.
– Usted se encuentra a bordo porque necesitábamos una camarera. O stewardesse, como lo llaman ahora. No por otra razón. La conversación que mantuvimos fue estrictamente de carácter laboral, nada más.
Con mis enormes botas de agua y mi jersey demasiado grande me siento como una colegiala ante el director del colegio. Ni una sola vez se digna a mirarme.
– No nos han comunicado el lugar al que nos dirigimos. Nos lo notificarán más adelante. Hasta entonces, nos limitaremos a ir en dirección norte.
Lo noto cambiado. Son sus cigarrillos. Faltan. Tal vez sea que no fuma a bordo. Tal vez navegue para librarse de las mesas de juego y de los cigarrillos.
– El piloto Sonne le acompañará en una ronda por el barco y le señalará sus tareas. Además de ligeros trabajos de limpieza, se encargará de la lavandería del barco. Asimismo, servirá, excepcionalmente, la mesa de los oficiales.
Lo que me pregunto es por qué me ha aceptado en su barco.
– Ha oído lo que le he dicho, ¿no? Tiene que entender que navegamos sin saber adónde.
Sonne me está esperando detrás de la puerta. Joven, conecto, con el pelo corto. Bajamos un piso hasta llegar a la cubierta. Se da la vuelta encarándome, baja la voz y me mira con el rostro serio.
– En este viaje tenemos representantes de los armadores a bordo. Ocupan los camarotes de cubierta. La entrada a esa sección está terminantemente prohibida. A no ser que sea requerida para servir. Si no, no. Nada de limpieza, nada de recados. Continuamos hacia abajo. En la cubierta de paseo está la lavandería, el secadero, el pañol para la ropa de cama. En la cubierta superior, donde está mi camarote, se encuentran la zona habitable, los camarotes del jefe de la sala de máquinas y del electricista, el comedor, la sala de oficiales, la cocina. En la segunda cubierta están la cámara frigorífica para los alimentos, la gambuza, dos talleres, la cámara de CO2. Todo esto se encuentra en la superestructura y debajo de ésta. Delante de ésta y más allá se encuentran la sala de máquinas, los tanques laterales, los túneles y la bodega.
Le sigo hasta la cubierta superior. A través del pasillo, pasando por mi propio camarote. Detrás de todo, en el lado de estribor, está la sala de oficiales. Abre la puerta de un empujón y entramos.
Me tomo mi tiempo y contabilizo a once personas en el pequeño salón. Cinco daneses, seis asiáticos. Dos de los asiáticos son mujeres. Tres de los hombres parecen niños pequeños.
– Smila Jaspersen, la nueva camarera.
Siempre ha sido así. Yo estoy en la puerta, sola, los demás están sentados delante de mí. Tal vez se trate de una escuela, tal vez de la universidad, tal vez de cualquier otra congregación. No es seguro que tengan algo en contra de mí directamente, también puede ser que les dé igual, pero, no obstante, casi siempre parece que prefieren librarse de mí de una u otra manera.
– Verlaine, nuestro contramaestre. Hansen y Maurice. Ellos tres dirigen la cubierta. María y Fernanda, asistentas.
Son las dos mujeres.
En la puerta de la cocina hay un hombre grande y gordo con un traje blanco de cocinero y con una barba rojiza.
– Urs. Nuestro cocinero.
Todos tienen un aire apagado y disciplinado. Excluyendo a Jakkeisen. Está apoyado en la pared debajo del cartel de prohibido fumar con un cigarrillo en la boca. Ha cerrado uno de los ojos por el humo, con el otro me observa pensativo.
– Éste es Bernard Jakkeisen -dice el piloto. Vacila durante unos instantes-. También trabaja en cubierta.
Jakkeisen lo ignora.
– Jaspersen deberá mantener el orden en nuestros camarotes -dice-. Le llevará mucho trabajo limpiar para once marineros y cuatro oficiales. Yo, personalmente, tengo la costumbre de dejar caer los trastos en el suelo, ¿sabe?
Como mis botas de agua son demasiado grandes, se me han bajado los calcetines hasta los talones. Es imposible llevar una vida digna y humana con los calcetines caídos hasta los talones. Sobre todo cuando además estás cansada y asustada. Y ahora se ríen todos. No es una risa amable. Pero de la figura delgada emana tal aire de dominio que somete a todos los demás en la estancia.
Pierdo los estribos. Le agarro por el labio inferior y aprieto todo lo que puedo. Estiro, hasta dejar su dentadura a la vista. Cuando me agarra por la muñeca, yo le sujeto el meñique con la mano izquierda y le tuerzo la primera articulación hacia dentro. Cae de rodillas con un chillido de mujer. Aprieto todo lo que puedo.
– ¿Sabes cómo pienso ordenar tu camarote? -digo-. Abriré el ojo de buey. Y entonces me imaginaré que he abierto la puerta de un gran armario y lo meteré todo allí. Para acabar, lo baldearé con agua salada.
Entonces lo suelto y doy unos pasos a un lado. Sin embargo no intenta agarrarme. Lentamente se levanta del suelo y se escurre hasta llegar delante de una fotografía enmarcada del Kronos frente a un iceberg plano en la Antártida. Desesperado, busca su reflejo en el cristal.
– Me va a salir un hematoma, maldita sea, un hematoma.
Nadie se ha movido en la sala.
Me incorporo y paseo la mirada por sus rostros. No se suele estar demasiado dispuesto a pedir perdón en groenlandés. Nunca he aprendido la palabra en danés.
Ya en mi camarote, arrastro la mesa hasta la puerta y meto el diccionario groenlandés de Bugge debajo del tirador. Entonces me acuesto. Tengo esperanzas de que, esta noche, el perro me deje en paz.
2
Sólo son las seis y media, pero ya han desayunado y no hay nadie en el comedor aparte de Verlaine, que todavía sigue allí. Me tomo un vaso de zumo de naranja y lo sigo hasta el pañol, donde está la ropa de trabajo. Me dirige una mirada escrutadora y me tiende un montón de ropa.
Tal vez se deba a la ropa de trabajo, tal vez sea el ambiente, tal vez, el color de su piel. Pero, por un momento, siento la necesidad de contacto.