La cubierta está inundada de agua. La escotilla de la bodega de proa está cerrada. La mido con mis pasos. Mide cinco metros por seis. No siempre ha tenido las mismas medidas. En ambos extremos hay un borde blanco recién pintado de tres cuartos de metro. Y sobre la cubierta, un cordón de soldadura. La entrada ha sido ensanchada recientemente con por lo menos un metro en cada lado.
Para Europa, el mal simboliza lo desconocido, y el hecho de navegar constituye en sí el viaje y la aventura. Es una idea que no se corresponde en nada con la realidad. La navegación es el movimiento que se aproxima más a la inmovilidad. Experimentar que te mueves requiere recaladas, requiere que existan puntos fijos en el horizonte y protuberancias de hielo desapareciendo bajo los patines de tu trineo y la visión de las montañas por encima del napariaq, el soporte que lleva detrás el trineo, las formaciones de hielo que surgen, que superas y que se sumergen en el horizonte.
Todo esto le falta al mar. Un barco parece inmóvil, parece que sea una plataforma fija de acero, encuadrada en un horizonte redondeado, invariable, sobre el que planea un tiempo invernal, gris y helado y emplazada sobre un abismo móvil pero, sin embargo, siempre uniforme. Sacudido por el esfuerzo monótono de la máquina, el barco cabecea en vano en un mismo punto.
O tal vez sea yo la que se ha hecho demasiado mayor para viajar.
Junto con la niebla que nos viene de fuera, me llega la depresión.
Para poder viajar, se necesita un hogar desde el que partir y al que retornar. En caso contrario, te conviertes en un refugiado, un errante de las montañas, un qivittoq. Justo en esta época del año, los qivittoqs de Groenlandia del Norte se reúnen en los barracones de chapa ondulada en Qaanaaq.
Me pregunto, como tantas otras veces, cómo he venido a parar aquí. No puedo soportar la culpa yo sola, es una carga demasiado pesada; sin duda también he debido de tener muy mala suerte; de alguna manera, el universo debe de haberse apartado de mí. Cuando mi entorno se aparta de mí dándome la espalda, yo me encojo sobre mí misma como un mejillón vivo que rocían con limón. Soy absolutamente incapaz de ofrecer la otra mejilla, no puedo responder a la hostilidad con un exceso de confianza.
En una ocasión pegué a Isaías: le había contado que de niños, cuando el hielo se abría en el golfo de Siorapaluk, muy adentro, solíamos saltar de témpano en témpano a sabiendas de que, si resbalabas, te escurrías por debajo del hielo y entonces la corriente te llevaría hacia el fondo, hacia Nerrivik, la madre del mar, desde donde ya nunca podrías volver. Al día siguiente quiso esperarme fuera del supermercado Brugsen, cerca de la estatua del groenlandés que hay en la plaza. Cuando volví a salir, había desaparecido y al cruzar el puente, lo vi abajo, sobre el hielo. Un hielo recién formado y muy fino, que la corriente estaba desintegrando por su parte inferior. No grité, no pude gritar, sino que me acerqué al urinario que hay en el muelle y, desde allí, lo llamé con voz dulce. Y él vino hacia mí, vacilante y con pasitos cautelosos sobre el hielo y, cuando ya estaba sobre los adoquines del muelle, le pegué. Supongo que el golpe, de la manera que puede serlo la violencia, fue uno de mis sentimientos hacia él. Apenas podía mantenerse en pie.
– Me has pegado -dijo paseando la vista a su alrededor, acaso buscando, entre lágrimas, un arma con la que rajarme.
Entonces, con un solo, pero sin embargo, enorme movimiento, retornó a las reservas inagotables de su naturaleza.
– Naammassereerpoq, supongo que podré acostumbrarme -dijo.
Yo carezco de esa profundidad. Tal vez sea una de las razones por las que las cosas me han ido de esta manera.
No se oye ningún ruido, pero sé que hay un hombre a mis espaldas. Entonces veo a Verlaine, que se apoya contra la regala y sigue mi mirada dirigida al mar. Se quita su guante de trabajo y extrae un puñado de arroz de su bolsillo.
– Yo creía que los groenlandeses eran paticortos y follaban como cerdos y que únicamente trabajaban cuando tenían hambre. La única vez que estuve allí arriba, transportábamos petróleo hasta un pueblo en algún lugar del norte. Bombeábamos el petróleo directamente en las cisternas que había en la playa. Un día llegó un hombrecito en una barca y disparó su fusil mientras gritaba. Entonces todos se fueron corriendo hacia sus cabañas y volvieron con sus rifles. Algunos se hicieron a la mar en sus botes mientras que otros se pusieron a disparar directamente desde la playa. Si no hubiera estado alerta, la presión hubiera hecho saltar las mangueras. Por lo visto, todo el alboroto se debió a que había pasado un banco de peces de algún tipo.
– ¿En qué estación del año fue?
– Tal vez en julio o a comienzos de agosto.
– Beluga -digo-. Una ballena pequeña. Entonces fue en uno de los poblados al sur de Upernavik.
– Telegrafiamos a la compañía mercantil diciéndoles que habían abandonado el trabajo y que habían salido a pescar. Nos contestaron que solía ocurrir varias veces al año. Ocurre cuando tratas con gentes primitivas. Cuando tienen el estómago lleno, no le encuentran el sentido al trabajo.
Asiento con la cabeza.
– Dicen en Groenlandia -le contesto- que los filipinos son una nación de pequeños chulos vagos, que únicamente sirven en la mar porque no es necesario pagarles más de un dólar la hora, pero que hay que cebarlos con montones de arroz hervido constantemente, para que no te apuñalen por la espalda.
– Es cierto -contesta.
Se arrima a mí para no tener que gritar. Alzo la mirada hacia el puente. Desde donde estamos, somos completamente visibles.
– Éste es un barco con normas. Algunas son del capitán. Otras de Toerk. Pero no todas. Las demás dependen de nosotros, las ratas.
Me sonríe. Sus dientes son trozos de tiza glaseada en contraste con su tez oscura. Se apercibe de mi mirada.
– Coronas de porcelana. Estuve encarcelado en Singapur. Tras año y medio en la cárcel, no me quedaba ni un solo diente entero en la boca. Te sujetaban la mandíbula con alambre galvanizado. Por lo tanto, planeamos una evasión.
Se arrima todavía más a mí.
– Fue allí donde descubrí lo mal que me sientan los policías.
Cuando finalmente se incorpora y se va, yo me quedo allí de pie contemplando el mar. Empieza a nevar. Pero no es nieve. Proviene de la cubierta. Me miro a mí misma. En toda su longitud, desde el cuello hasta el elástico alrededor de mi cintura, mi plumífero está rajado en un solo corte que, sin haber tocado el forro, ha abierto los canales desde los que ahora se desprenden los plumones, que suben, como copos de nieve en remolinos, a mi alrededor. Me quito la chaqueta y la doblo. De vuelta a mi camarote, mientras ando por la cubierta, me viene a la mente que debe de hacer frío. Pero no lo siento.
5
El Consejo de Bienestar de la Marina Mercante envía paquetes con nueve películas de vídeo a la vez a los abonados. Sonne lo ha preparado todo para mostrar la primera en la pantalla grande de la sala de pesas. Me siento en uno de los asientos de atrás. En el momento en que las primeras imágenes de una puesta de sol sobre un desierto aparecen en la pantalla, salgo a hurtadillas de la sala.
En la segunda cubierta está, distribuido en dos filas de armarios frente a frente, el pañol de herramientas y recambios. Saco un destornillador de estrella. Estoy hurgando al azar. En una caja de madera encuentro bolas de cojinetes. Son de acero, grises y ligeramente engrasadas, cada una un poco más grande que una pelota de golf y envuelta en papel aceitado. Me llevo una.