Le doy debajo del mentón. Su cabeza se va hacia atrás de un tirón, el cuerpo le sigue, más lento, y cae arrojado contra la puerta. Por un instante, sus manos toquetean torpemente detrás de él, encontrando finalmente apoyo en el tirador de la puerta. Entonces se rinde, dejándose caer en el suelo.
Me quedo de pie inmóvil un momento. Entonces repto por los tres metros de entarimado, apoyándome en la cama, el armario y el lavabo, paralizada desde el ombligo hasta los pies. Recojo el pasador. De su bolsillo saco el pequeño tubo.
Tarda mucho en volver a estar presente. Espero, agarrada al pasador. Se palpa la boca y se escupe en las manos. Sale sangre con trozos más claros y consistentes.
– Me has destrozado la cara.
La mitad de uno de los dientes de la parte superior de la boca ha saltado. Se ve cuando habla. La furia se ha consumido en su interior. Parece un niño.
– Dame el tubo ese, por favor, Smila.
Lo saco y lo balanceo sobre mi muslo.
– Quiero ver la bodega de proa -le respondo.
El túnel empieza en la sala de máquinas. Desde el suelo de tablas bajan unas escalerillas entre las vigas de acero de la bancada del motor. Al final de las escalerillas, una puerta estanca contra incendios da paso a un estrecho pasillo que a duras penas tiene la altura necesaria para poder estar erguido y una anchura de escasamente un metro.
Está cerrada, pero Jakkeisen la abre.
– Allí, al otro lado de la máquina, debajo de los compartimentos estancos del castillo de proa, corre un túnel como éste que llega hasta los tanques laterales.
En mi camarote ha vertido una raya corta y gruesa sobre mi espejo de bolsillo y la ha aspirado directamente por una de las fosas nasales. Eso lo ha transformado en un guía soberbio y seguro. Aunque cecea a través del diente roto.
Apenas puedo apoyarme sobre el pie derecho. Está hinchado como si hubiera sufrido una dislocación grave. Le sigo a una cierta distancia. He hincado el pequeño destornillador de estrella en un tapón de corcho y lo he metido en la cintura de los pantalones.
Enciende la luz. Cada cinco metros hay una bombilla desnuda recubierta con una tela alámbrica.
– Mide veinticinco metros. Corre hasta donde empieza el castillo de proa. Encima hay un entrepuente con una capacidad de treinta y cuatro mil quinientos pies cúbicos, y encima de éste, hay otro de veintitrés mil pies cúbicos.
A lo largo de los lados del túnel, las cuadernas forman un entramado tupido. Allí pone su mano.
– Veinte pulgadas. Entre las cuadernas. El doble de lo habitual para un barco de cuatro mil toneladas. Planchas de un grosor de una pulgada y media en la proa. Estas medidas otorgan una resistencia local veinte veces superior a la requerida por las compañías de seguros y por la inspección de buques para homologar un rompehielos. Por eso sabía que nos dirigíamos hacia el hielo.
– ¿Cómo sabes tantas cosas sobre barcos, Jakkeisen?
Se incorpora. Todo encanto y efusión.
– Conoces a Peder Most, ¿no? Yo soy Peder Most. Nací en Svendborg como él. Soy pelirrojo. Y pertenezco a la era antigua. Cuando los barcos eran de madera y los marineros de acero. Ahora es al revés.
Pasa una mano por sus rizos rojos para darles un porte fresco de mar.
– También soy tan esbelto como él. He recibido varias ofertas para trabajar de modelo. En Hong Kong dos tipos firmaron un contrato conmigo. Estaban en el negocio. Se habían percatado desde lejos de mi porte. Debía presentarme a la primera sesión fotográfica al día siguiente. Entonces estaba embarcado como camarero. No me daba tiempo a acabar de lavar los platos, ¿sabes? Por lo tanto, eché toda la cubertería y la vajilla por el ojo de buey. Cuando llegué a su hotel, desgraciadamente ya se habían marchado. El patrón me descontó cinco mil coronas de mi paga para costear al submarinista que recuperó la vajilla del fondo del puerto.
– El mundo es injusto.
– Lo es, no sabes cuánto. Por eso sólo soy marinero. He navegado durante los últimos siete años. He estado a punto de entrar en la Escuela Náutica muchas veces. Pero siempre había algo que me lo impedía en el último momento. Aun así, lo sé todo sobre barcos.
– De la caja que tiramos ayer al agua, no entendiste nada, ¿verdad?
Entorna los ojos.
– ¿Entonces es cierto lo que dice Verlaine?
Aguardo.
Hace un gesto envolvente con la mano.
– Podría llegar a ser un hombre valiosísimo para la policía. Podrían incorporarme en la brigada de estupefacientes. Conozco al dedillo todo ese mundo, ¿sabes?
Sobre nuestras cabezas corre una tubería de agua. Cada diez metros han instalado llaves de salida de extintores contra incendios. Cada llave está provista de una bombilla roja. De su bolsillo saca un pañuelo y lo deposita con un movimiento experimentado alrededor de la llave. Entonces enciende un cigarrillo.
– Hay detectores de humo incorporados en cada una de las llaves. Si te sientas en un rincón para fumarte un pitillo, se dispara la alarma, salvo que previamente hayas tomado las precauciones necesarias.
Se llena los pulmones placenteramente y entorna los ojos contra el dolor que proviene del diente roto.
– En Dinamarca es un infierno desprenderse de una carga ilegal. Y es que todo el país está controlado de punta a punta. Con sólo acercarte a un puerto, ya tienes a la policía, a las autoridades del puerto y a las autoridades aduaneras persiguiéndote. Quieren saber de dónde vienes, adónde vas y quién es tu consignatario. Y es imposible encontrar a gente que se dejen sobornar en Dinamarca, todos son funcionarios, no te aceptan ni siquiera un vaso de agua mineral. Entonces tienes la brillante idea de que uno de tus colegas podría abarloar en una embarcación menor, llevarse la caja y desembarcarla en un tramo oscuro de la costa, en algún lugar recóndito. Pero eso tampoco funciona. Porque todos sabemos que en Dinamarca, la Marina y las autoridades aduaneras colaboran. En las dos grandes estaciones de Anholt y Frederikshavn los soldados voluntarios se pasan las horas identificando y siguiendo todos los barcos que entran y salen dentro de las aguas jurisdiccionales danesas. Verían a tu amigo del barco enseguida. Por eso se te ocurre que podrías limitarte a echar tu caja por la borda. Dispuesta con una baliza o con un par de flotadores. Una pequeña emisora accionada por una batería emite una señal que puede ser captada por la persona o la embarcación que tenga que recogerla.
Intento encontrar la conexión entre lo que ahora he oído y lo que he visto.
Apaga el cigarrillo.
– Sin embargo, hay algo que no encaja. El barco vino de un astillero de Hamburgo. Ha estado en aguas jurisdiccionales danesas durante quince días. Ha atracado en Copenhague. Es demasiado tarde para echar la mercancía por la borda, habiéndonos adentrado ya quinientas millas marinas en el Atlántico, ¿no te parece?
Estoy de acuerdo. Es incomprensible.
– Lo de ayer, no creo que se tratara de mercancía de contrabando. Conozco los movimientos que hacen los traficantes, sé, con toda seguridad, que no era mercancía. Y ¿sabes por qué? Porque había echado un vistazo en el contenedor. ¿Sabes lo que había? Cemento. Cientos de sacos de cincuenta kilos de cemento Portland. Lo miré de noche. Estaba cerrado con un candado. Pero las llaves de la bodega siempre están colgadas en el puente, por si acaso el tonelaje se desplazara. Por lo tanto, después de mi guardia, me llevé la llave. Estaba ansioso, lo prometo. Abrí el portillo, y no había nada más que cemento. Me dije a mí mismo que no podía ser, que no era cierto. Que había gato encerrado. Por lo que vuelvo sobre mis pasos hasta la cocina y cojo un pincho. Estoy a punto de morirme de miedo, sólo con pensar que Verlaine pudiera descubrirme. Malgasto dos horas en ese maldito contenedor. Moviendo los sacos de un lado a otro y pinchándolos para encontrar alguna cosa. Acabé con la espalda destrozada, me dolía horrores. Se me agrietó la piel de las manos. El polvo de cemento es lo peor que hay. Pero no encuentro nada, ¿sabes? No puede ser, es imposible, me digo. Todo este montaje, el viaje. Todo el secreto. La paga incrementada porque no sabemos adónde nos dirigimos. Porque no sabemos lo que se supone que transportaremos. Y todo eso por un contenedor de basuras lleno de cemento. Es demasiado. Apenas soy capaz de dormir por las noches. Me digo a mí mismo que tiene que tratarse de droga.