– O sea que te has rendido.
– Creo -dice lentamente- que lo de ayer fue una prueba. Porque lo que está claro es que no resulta nada fácil echar una carga de tal envergadura por la borda. Te gustaría acertar las coordenadas correctas para poder volver y encontrar la mercancía. Te gustaría evitar que la caja se metiera en la hélice. No querrías dar demasiados bandazos si hay viento y mar gruesa porque te arriesgas a que se rompa algo. Y sabes que incluso los pequeños movimientos modificarán tu velocidad relativa en el radar de la Marina. Ante todo, desearías poder pararte y arriar la caja en la mar tranquilamente. Pero eso es imposible. Anotan todos los cambios de velocidad. Tendrías a las autoridades aduaneras por el VHF inmediatamente. O sea, que si realmente desearas dejar algo grande y pesado en el agua y lo quisieras hacer de una manera discreta e inadvertida, necesitarías hacer un ensayo previo. Para probar tus flotadores y tu equipo radiogoniométrico y para darles una posibilidad a los marineros de aprenderse las maniobras en cubierta. Para ajustar la botavara, el cabrestante y el aparejo adecuadamente. La caja de ayer era un ensayo, una simulación. Si la echaron al agua aquí, fue para asegurarse de que estábamos fuera del alcance de los radares. En realidad se trataba solamente de un ensayo general.
– ¿De qué?
– De la mercancía de verdad, la que vamos a buscar. Te puedo dar mi palabra. Lo sé todo sobre el mar. Esto les está costando una fortuna. Lo único que puede amortizar el capital que han invertido son las drogas, ¿sabes?
Al final del túnel, una estrecha escalera de caracol repta alrededor de una viga de acero que no es más gruesa que el pie de un asta de bandera. Jakkeisen apoya la mano contra el esmalte blanco.
– Ésta de aquí apuntala el palo de proa.
Estoy pensando en el puntal de carga y el cabrestante. La carga máxima que pueden soportar ambos, según está indicado, es de cuarenta y cinco toneladas.
– Es muy frágil.
– Presión vertical. Es decir, que la carga sobre el puntal produce una presión hacia abajo que se corresponde a la de un edificio de tres plantas. No existe apenas una presión lateral.
Cuento cincuenta y seis escalones y estimo que hemos ascendido un número de metros que equivale a una casa de tres plantas. Mi pie sólo soporta el ascenso a duras penas.
Aquí la escalera tiene un descansillo que da a un mamparo. En el mamparo se abre una escotilla circular de metro y medio de diámetro. Las dos manivelas de sujeción le hacen parecer una caja fuerte de dibujos animados. La escotilla contrasta con todo lo demás. El Kronos da la sensación de haber sido construido al mismo tiempo que el Kista Dan de la compañía armadora Lauritzen, la primera y abrumadora experiencia de mi infancia con grandes barcos diésel. Fue a comienzos de los años sesenta. La escotilla, en cambio, parece ser de anteayer.
Está precariamente cenada. Jakkeisen gira las manivelas media vuelta y estira de ella hacia afuera. Aunque debe de ser muy pesada, sin embargo, se desliza sin apenas ofrecer resistencia. En la parte interior cierra con un grueso borde de goma negra.
Detrás de la puerta hay una plataforma que está suspendida sobre el vacío, negro y oscuro. De algún lugar al lado de la puerta, Jakkeisen extrae una linterna grande a pilas. Se la quito de las manos y la enciendo.
Sólo por el sonido, por el remoto tintineo de unas paredes que están muy lejos, se adivinan las dimensiones de la bodega. El cono luminoso choca contra un fondo que parece estar vertiginosamente por debajo de donde estamos. En realidad se trata de unos diez o doce metros. Por encima de nosotros hay aproximadamente unos cinco metros hasta la escotilla. Dejo que la luz siga todo su contorno. Está provista del mismo borde de goma de antes. Ilumino el fondo. Éste consiste en una rejilla de acero inoxidable.
– Lo han bajado -dice-. Cuando el contenedor todavía estaba aquí, el suelo estaba más alto.
Debajo de la rejilla el suelo desciende hasta un sumidero.
Localizo una esquina y con el cono de luz sigo la juntura de las paredes de arriba.
Las paredes son de acero pulido. Un poco más arriba, el cono de luz descubre un saliente en la pared. Se asemeja a la cabeza de una ducha de teléfono. Pero está sesgado hacia abajo. Más arriba hay uno más. Después otro. Lo mismo pasa en el otro lado de la pared. En toda la bodega hay dieciocho en total.
Repaso todas las paredes. En medio, arriba y abajo de cada pared, hay una rejilla de cincuenta por cincuenta centímetros.
La plataforma sobre la que nos encontramos sobresale medio metro de la pared. En el lado izquierdo hay una especie de panel de instrumentos. Enmarca cuatro luces, un interruptor, un medidor que está marcado con «oxyg. 0/00», otro análogo, marcado con «air atm.», un termostato con una escala que va desde +20° hasta -60° C, así como un higrómetro.
Vuelvo a colgar la linterna en su sitio. Salimos y yo cierro la puerta. A la izquierda hay una portezuela blanca. Lo intento, pero la llave de Jakkeisen no la puede abrir. No es tan importante. Sé, más o menos, lo que hay detrás de ella. Un panel como el de dentro del tanque. Además de otros mandos de control.
Volvemos, Jakkeisen va delante. Su energía está decreciendo. Está a punto de consumirse.
Lo dejo esperando en su camarote mientras voy a por sus piezas de ajedrez. No me encuentro con nadie. Mi despertador indica que son las 3:30. Me siento envejecida.
Me meto en la bañera. Cuando salgo del baño, me lo encuentro en la puerta. Pletórico de fuerzas. Con un viso sereno en todo su joven y fino rostro.
– Smila -susurra-, ¿qué te parece un polvo rápido?
– Jakkeisen -le digo-. Dime una cosa. Ese Peder Most, ¿también era un drogata?
6
Meto la cabeza en la secadora de ropa y entierro las manos en los trapos de cocina, todavía ardientes. Inmediata y sensiblemente, la piel de la cara y de las manos empieza a resecarse.
Si no tienes casa, siempre estarás buscando las analogías, la similitud, los pequeños aromas y colores y tactos que te hagan recordar un lugar en el que antaño te habías sentido en casa, en el que, alguna vez, te habías sosegado, te habías sentido en paz contigo misma. En una secadora, el aire es como el de un desierto. En el desierto una vez me sentí como en casa.
Cruzamos una planicie en el fondo de un valle y, a nuestro alrededor, había una estepa, llana y yerta, y encima, un tórrido sol. Como si un dios despiadadamente curioso hubiera dirigido su microscopio y su lámpara de laboratorio hacia nosotros, únicos seres vivos en un mundo, por lo demás, extinto. Atravesamos dunas y superamos sartenes de sal, a través de un infierno de color ocre y gris ceniza, pero, a pesar de todo, conmovedoramente bello. Al final del día nos sobrevino una tormenta de polvo, tuvimos que echarnos al suelo apretándonos unos contra otros y taparnos los rostros con pañuelos. No nos quedaba agua y uno de los participantes de la expedición, un hombre joven, sufrió un acceso de fiebre y empezó a gritar que se estaba muriendo de sed. Cuando la tormenta finalmente se alejó, la franja de arena que se había levantado con el viento estuvo suspendida en el aire durante un instante, entre nosotros y el sol. Brillaba, desde dentro, como si hubiera abrazado al sol, como si un enorme enjambre de abejas incandescente se elevara en el espacio celeste junto con el sol. Me sentí despejada y feliz, sin que hubiera ningún motivo aparente.