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Con el destornillador, hago dos agujeros y una rasgadura en la lona.

Después de haber visto las traviesas en la bodega, una podría llegar a creer que tal vez nos dirijamos a Groenlandia con el propósito de tender una vía de setenta y cinco metros y fundar una compañía de ferrocarriles. Debajo de la lona hay un montón de raíles.

Pero no van a poder fijarse a las traviesas. Han sido soldadas, formando una enorme construcción cuadrada sobre un fondo de escuadras.

Me recuerda a algo, pero pronto abandono la idea. Tengo treinta y siete años. Con la edad, todo acaba por recordarte cualquier cosa.

De vuelta en el entrepuente, echo una ojeada al despertador. A estas horas, la lavandería debe de estar en calma. Pueden haberme llamado. Puede haber pasado alguien por allí.

Me adentro en la bodega.

Las vibraciones en el casco indican que la hélice debe encontrarse en algún lugar debajo de mis pies. Según el plano que he hecho, a unos quince metros aproximadamente. Aquí la cubierta se delimita por un mamparo con una escotilla. La llave de Jakkelsen encaja. Al otro lado de la puerta hay una luz de emergencia roja provista de un interruptor. No enciendo la luz. Debo encontrarme en la cubierta debajo de la superestructura de popa de techo bajo. Ha estado cerrada con llave desde que subí a bordo.

La escotilla da a un pasillo corto con tres puertas a cada lado. La llave abre la primera a la derecha. No hay puerta que se resista a Peder Most y a sus amigos.

La estancia fue, hace muy poco tiempo, uno de los tres camarotes menores en el lado de babor. Los tabiques han sido echados abajo creando de esta manera un solo espacio. Un pañol. A lo largo de las paredes hay rollos de cable azul de nailon de sesenta milímetros. Maroma de polipropileno trenzada. Ocho juegos de maroma doble Kermantel de ocho milímetros en colores de seguridad alpinos y brillantes, un viejo conocido del Indlandsis. Cada juego cuesta cinco mil coronas, tiene una resistencia a la tracción de cinco toneladas y puede, como la única soga del mundo, estirarse un 25% más de su longitud.

Sujetados con correas, hay escaleras de aluminio, anchas, tiendas de campaña, palas ligeras y sacos de dormir. De unos soportes de metal que están fijados en el mamparo con tornillos cuelgan hachas para el hielo, pioletos, pitones, frenos dinámicos y tornillos de hielo. Tanto los estrechos, que parecen sacacorchos, como los anchos, cuyo núcleo se atornilla en un cilindro de hielo, pueden sujetar hasta a un elefante.

Detrás de unas puertas, abiertas al azar, en los armarios metálicos a lo largo de la pared, hay cuñas, gafas de sol para los glaciares, una caja con seis altímetros Tommen. Mochilas sin armazón, botas Meindl, correas de seguridad; todo directo de fábrica y empaquetado en plástico transparente.

Al lado de estribor, la habitación también ha resultado de la supresión de tres camarotes. Aquí hay más escaleras y más cabos y un armario contra incendios con la inscripción de explosivos que la llave de Jakkelsen desgraciadamente no puede abrir. En tres grandes cajas de cartón hay tres piezas iguales, de artículos de calidad daneses, tres manual winches de veinte pulgadas, de Sophus Berendsen, tres gatos hidráulicos. No sé mucho de engranajes, pero son tan grandes como barriles y dan la impresión de poder levantar una locomotora.

Calculo que el pasillo debe medir cinco metros de largo. En un extremo, una escalera lleva hasta el nivel de la cubierta. Allí arriba hay un lavabo, un pañol de pinturas, un taller de metales, un pequeño comedor que hace las veces de cobertizo cuando se trabaja en cubierta. Decido postergar el examen de estas estancias para otra ocasión.

Entonces cambio de opinión.

He dejado la puerta abierta prendida de un gancho. Tal vez, porque de otra manera, el pasillo y las pequeñas estancias parecerían una ratonera.

Tal vez para poder percibir si alguien enciende la luz a mis espaldas.

Se oye un ruido. No mucho. Sólo un pequeño ruido que casi desaparece en medio del estruendo de la hélice y del crepitar borboteante del mar contra el casco del barco.

Es el sonido de metal contra metal. Cauteloso, pero reforzado por la resonancia dura del espacio.

Me precipito escaleras arriba, buscando salir a cubierta. Arriba de todo hay una escotilla. La llave hace que el pestillo retorne con un clic, pero la puerta no se abre. Está asegurada desde fuera. Por lo tanto, vuelvo sobre mis pasos.

En la oscuridad del entrepuente me echo a un lado, me pongo en cuclillas y espero.

Llegan casi al instante. Son dos, quizá más. Se mueven con lentitud, examinando en el camino la estancia a su alrededor. Discretos, pero sin esforzarse realmente por no hacer ruido.

Deposito la linterna sobre la cubierta. Estoy esperando a que el Kronos acelere en una oleada. Cuando esto ocurre, enciendo la linterna y la dejo caer al suelo. Empieza a rodar hacia estribor y la luz que desprende vaga entre las columnas.

Echo a correr hacia delante, apretándome contra la pared.

Mi maniobra no los distrae. Delante de mí hay algo que parece una cortina. Quiero echarla a un lado pero me aprisiona, envolviéndome. A ésta le sigue otra flotando, alrededor de la parte superior de mi cuerpo, envolviendo mi rostro. Aunque grito el sonido sale apagado, ahogado por la tela gruesa, y se convierte en un pitido en mis oídos y en un sabor a polvo y tela en mi boca. Me han envuelto en mantas contra incendios.

No ha habido violencia, todo se ha efectuado de manera diligente y sin dramatismo.

Me depositan en el suelo e imprimen una mayor presión sobre las mantas, con la que llega un nuevo olor a moho y a yute. Por encima de las mantas, desde la cabeza y hacia abajo, han deslizado uno de los sacos de los que vi tantos en la bodega.

Me levantan, todavía con consideración. Estoy tendida sobre los hombros de dos hombres, me transportan por la cubierta y, de forma totalmente irracional y vanidosa, me sobreviene la idea de que debo estar haciendo un ridículo espantoso.

Se abre y se vuelve a cerrar una escotilla. Mientras bajan las escaleras, me mantienen extendida entre ellos. La ceguera hace que preste mayor atención a mi cuerpo, pero ni una sola vez choco contra los escalones. De no haber sido por el envoltorio y las circunstancias, podría llegar a parecer un transporte de enfermos.

Un ruido, al mismo tiempo sordo y cercano, me informa de que nos hemos detenido delante de la escotilla de la sala de máquinas. Se abre la escotilla, cruzamos la sala de máquinas y el sonido vuelve a extinguirse. Las distancias y el tiempo se dilatan. Siento como si hubiera transcurrido una eternidad cuando suben el primer escalón. En realidad sólo podemos haber recorrido los veinticinco metros que nos separaban de la escalera de proa.

Ahora hay un solo hombro bajo mis pies. Intento liberar los brazos.

Me depositan con cuidado sobre la cubierta. De algún lugar por encima de mi cabeza proviene una ligera vibración de metal.

Ahora sé hacia dónde nos dirigimos. La puerta que han abierto no lleva a ninguna parte sino que concluye en la pequeña plataforma sobre la que estuvimos Jakkelsen y yo, doce metros sobre el fondo.

No sé por qué, pero sé, con toda seguridad, que pretenden precipitarme desde la plataforma hasta el fondo del tanque.

Me han dejado sentada sobre la cubierta. De esta manera, la tela forma un pliegue, dejándola lo suficientemente holgada como para que pueda deslizar mi brazo izquierdo hacia arriba a lo largo del pecho. En la mano tengo el destornillador.

Cuando me levanta del suelo, mi pecho se apoya contra el suyo. Intento tantear su pecho, buscando el lugar donde terminan sus costillas, pero estoy temblando demasiado. Además, la punta del destornillador sigue hundida en el corcho.

Alguien me apoya contra la barandilla y se arrodilla delante de mí, como una madre a punto de levantar a su hijo del suelo.

Estoy segura de que voy a morir. Pero alejo la idea de mi mente. No quiero tener que soportar esta humillación. La manera en que han debido de calcularlo todo encierra una frialdad degradante. Ha sido todo tan fácil para ellos y ahora estoy aquí colgada, yo, Smila la groenlandesa, a punto de convertirme en papilla.