– Debes estar loca, ¿sabes? Es zona prohibida. ¿Por qué no te arrojas al mar, Smila? ¿Por qué no haces eso y te dejas de estupideces?
– Vas a tener que ayudarme -le digo-. Si no, me veré obligada a subir al puente y pedirles que vengan a buscarte. Entonces, ante varios testigos, te arremangaré las mangas de tu camisa para que te ingresen en la enfermería, te aten a la camilla y te pongan un tipo vigilando la puerta.
– Eso no lo harías nunca, ¿me oyes?
– Mi corazón se rompería al verme obligada a delatar a un héroe de la mar. Pero tendría que hacerlo, pese a todo.
Está luchando con la incredulidad.
– Además dejaría caer unas cuantas palabras ante Verlaine sobre lo que has visto.
Este último comentario es el que lo derriba. Se pone a temblar de manera incontrolada.
– Me despedazaría -dice-. ¿Cómo puedes hacerme esto después de haberte salvado la vida?
Tal vez podría conseguir que lo entendiera. Pero eso exige una explicación que no puedo darle.
– Quiero -digo-, quiero saber lo que vamos a buscar. Para qué ha sido acondicionada la bodega.
– ¿Por qué, Smila?
Empieza y acaba por un ser humano que cae desde un tejado. Pero, en medio, existe una serie de conexiones que acaso nunca podrán ser desenmarañadas. Y lo que necesita Jakkelsen es una aclaración tranquilizadora. Los europeos necesitan explicaciones sencillas. En todo momento preferirán una mentira unívoca a una verdad llena de contradicciones.
– Porque se lo debo -le digo-. Se lo debo a alguien a quien amo.
No es una equivocación hablar en presente. Isaías ha dejado de existir sólo en un sentido reducido y físico.
Jakkelsen me observa con una mirada escudriñadora, desilusionado y melancólico.
– Tú no amas a nadie. Ni siquiera te gustas a ti misma. No eres una mujer de verdad. Cuando te arrastré escaleras arriba, vi aquella pequeña espiga que salía del saco. Un destornillador. Como un pequeño pene erecto. ¡Cómo lo elevaste!
Su rostro está lleno de asombro.
– No te clasifico, en serio. Eres el hada madrina en la jaula de los monos. Pero también eres endiabladamente fría, ¿me oyes?, tienes algo de alma en pena.
Cuando salimos al entramado de la cubierta superior, suenan dos repiques dobles del reloj del puente. Son las dos de la madrugada, estamos en el meridiano de la guardia.
El viento se ha calmado, la temperatura ha disminuido y pujuq, la niebla, ha levantado cuatro muros blancos alrededor del Kronos.
A mi lado, Jakkelsen ya ha empezado a temblar. No soporta demasiado bien el frío.
Ha pasado algo con el contorno del barco. Con la regala, los palos, los focos, la antena de radio que, a una altura de treinta metros, se extiende desde el palo de proa hasta el palo de popa. Me froto los ojos. Pero, sin embargo, no se trata de una visión mía.
Jakkelsen pone un dedo sobre la regala y lo vuelve a quitar. Donde lo había posado, aparece una marca negra una vez se ha fundido la capa fina y lechosa de hielo.
– Hay dos tipos de heladas, ¿no? Está la helada fea que proviene de las olas que rompen contra el casco, y se hielan en cubierta. Más y más, cada vez más rápido, cuando los obenques y todo lo que está derecho sobre el barco empieza a cubrirse con una capa cada vez más gruesa. Y está la mala de verdad. Aquella que proviene de la niebla marina. No requiere que haya oleaje, sencillamente se posa por todos lados. Como algo que simplemente está allí.
Hace un gesto hacia la blancura.
– Esto es el comienzo de la mala. Cuatro horas más y tendremos que sacar los mazos.
Sus movimientos carecen de fuerza pero sus ojos brillan. Odiaría tener que machacar el hielo con un mazo. Pero en algún lugar de su interior, hasta este aspecto del océano despierta un júbilo salvaje en él.
Camino diez metros a proa. Hasta donde no pueda ser vista desde el puente. Pero desde donde pueda abarcar con la vista una parte importante de los portillos en la cubierta de botes. Todos están a oscuras. Todos los portillos en la superestructura están a oscuras, salvo la luz tenue que proviene de la sala de oficiales. El Kronos duerme.
– Duermen.
Jakkelsen ha salido al castillo de popa para poder ver los portillos que dan a popa.
– Todos deberíamos estar durmiendo, joder.
Bajamos hasta la cubierta de botes. Él continúa hasta el siguiente rellano. Desde allí podrá ver si alguien piensa abandonar el puente. O si alguien piensa abandonar la cubierta de botes. Dentro de un saco, por ejemplo.
Llevo puesto mi uniforme negro de servicio. Carece prácticamente de valor como coartada, aquí, a las dos de la madrugada. No se me ha ocurrido otra cosa. Estoy actuando con la sensación de no tener que pensar. Porque no existen otros caminos, otras direcciones, que no sea seguir hacia delante, tampoco existe la posibilidad de detenerme. Meto la llave de Jakkelsen en la cerradura. Entra con facilidad. Pero no puedo girarla. Han cambiado la cerradura.
– Me huelo que esto es una señal. Una señal que nos dice que deberíamos dejarlo.
Ha bajado conmigo y está a mis espaldas. Le cojo por el labio inferior. El hematoma todavía no ha desaparecido. Hubiera protestado de no ser porque le estoy tapando la boca.
– Si es una señal, entonces es una señal de que, detrás de esa puerta, hay algo que se han molestado en que no podamos ver.
Le he estado susurrando en el oído. Ahora lo suelto. Tiene muchas cosas que le gustaría decir pero se las aguanta. Sigue mis pasos cabizbajo. En cuanto surja la oportunidad, se tomará su venganza y me pisoteará, me venderá a quien sea o me dará el último empujón por la espalda. Ahora mismo, sin embargo, le tengo sometido.
Cualquier salón que tiene por finalidad acoger a la colectividad, se hace irreal cuando se abandona. Escenarios de teatro, iglesias, comedores. La sala de oficiales está oscura y desierta pero, a pesar de ello, poblada por el recuerdo de la vida y de las comidas.
La cocina desprende un fuerte olor a ácido, a levadura y a alcohol. Urs me ha contado que su pan fermenta durante seis horas, desde las diez de la noche hasta las cuatro de la mañana. Disponemos de una hora y media, como mucho de dos.
Cuando abro las dos puertas correderas, Jakkelsen se percata de lo que va a suceder.
– Sabía que estabas loca, Smila. Pero que lo estuvieras hasta tal punto…
El montacargas de servicio ha sido limpiado y, dentro, han depositado una bandeja con tazas, platillos, platos de almuerzo, cubiertos y servilletas. La preparación simbólica de Urs para el nuevo día que despunta. Retiro la bandeja y la cubertería.
– Me está entrando claustrofobia -dice Jakkelsen.
– No eres tú el que va a subir en el montacargas.
– Padezco también por los demás.
La caja del montacargas es rectangular. Me siento sobre el mármol de la cocina y me introduzco en él de lado. Primero pruebo si es posible meter la cabeza entre las piernas. Luego meto la parte superior del cuerpo en la caja.
– Me enviarás hasta la cubierta de botes, ¿de acuerdo? Cuando haya salido, el ascensor deberá permanecer allí, para no hacer más ruido que el estrictamente necesario. Luego subes hasta la escalera y esperas. Aunque te pidan que te vayas, tú te quedarás allí. Si insisten, dirígete a tu camarote. Me das una hora. Si no he vuelto, despierta a Lukas.
Se retuerce las manos.
– No puedo, ¿me oyes?, no puedo.
Me veo obligada a estirar las piernas, mientras intento no meter las manos en la pasta que está reposando sobre la mesa.
– ¿Por qué no puedes?
– Es mi hermano, Smila. Por eso es por lo que estoy aquí. Por eso tengo la llave. Cree que estoy limpio.
Lleno los pulmones de aire una última vez, expiro y, retorciéndome, logro meterme en la pequeña caja.
– Si no he vuelto en una hora, despiertas a Lukas. Es tu única posibilidad. Si no venís a buscarme, se lo contaré todo a Toerk. Él hará que Verlaine se encargue de ti. Verlaine es su hombre.