—Ningún joven elfo haría algo así —contestó quedamente ella, con las lágrimas brillándole en los ojos.
Tanis se inclinó y le besó el lustroso cabello. Recordaba a un joven semielfo que huyó de su hogar, de su gente; un joven semielfo que había huido de ella. Imaginó que su mujer debía de estar recordando lo mismo.
El ansia de cambio… la maldición de la raza humana.
O la bendición.
—No te preocupes —dijo—. Lo traeré de vuelta, sano y salvo.
Laurana siguió hablando, pero Tanis no la escuchaba. Estaba oyendo la voz de otra mujer, de otra madre.
«¿Qué sacrificaríais por vuestro hijo? ¿Vuestra salud? ¿Vuestro honor? ¿Vuestra propia vida?». Eran las palabras de Sara… Sara, madre adoptiva de Steel Brightblade.
Asustado, helado, Tanis recordó la visión. No había pensado en ello hacía años, lo había apartado de su mente. De nuevo se encontró en la maligna fortaleza de lord Ariakan, Caballero de Takhisis. Los negros nubarrones se apartaron, y la luz plateada de Solinari brilló entre el resquicio, ofreciéndole a Tanis una fugaz visión del peligro que envolvía a su débil hijo como un aguacero. Y entonces las negras nubes ocultaron a Solinari y la visión desapareció. Y él la había olvidado.
Hasta ahora.
—¿Qué ocurre? —Laurana lo miraba asustada.
¡Qué bien lo conocía! Demasiado bien…
—Nada —mintió, obligándose a esbozar una sonrisa tranquilizadora—. Tuve un mal sueño anoche, eso es todo. Supongo que aún me afecta. Sobre la guerra, ya sabes…
Sí, Laurana lo sabía porque ella también tenía esos sueños. Y sabía que no estaba diciendo la verdad, no porque no la amara o no confiara en ella o no la respetara, sino simplemente porque no era capaz. Había aprendido desde una edad temprana a mantener bien ocultos sus sufrimientos, pesares y temores internos. Demostrar alguna debilidad daría ventaja a cualquiera sobre él. Laurana no le culpaba por ello; había visto cómo había crecido. Un semihumano en la sociedad elfa, se le permitía vivir en Qualinesti por caridad y compasión. Pero él nunca lo había aceptado. Los elfos no habían dejado de mostrarle de un modo u otro que era —que sería siempre— un intruso.
—¿Y qué pasará con Rashas? —preguntó, teniendo el tacto de cambiar de tema.
—Me ocuparé de él —dijo Tanis, sombrío—. Debí adivinar que él estaría detrás de todo esto. Siempre conspirando. Me pregunto por qué lo aguantará Porthios.
—Porthios tiene otras preocupaciones, querido, pero ahora que Silvanesti ha quedado libre de la pesadilla de Lorac, podrá regresar a casa por fin y ocuparse de los asuntos de su patria.
La pesadilla de Lorac. Lorac había sido el anterior monarca silvanesti que dirigía la nación cuando estalló la Guerra de la Lanza. Temeroso de que su tierra fuese a caer víctima de los ejércitos invasores de la Reina Oscura, Lorac había intentado utilizar uno de los poderosos Orbes de los Dragones para salvar a su pueblo, a su reino. Por el contrario, trágicamente, Lorac había caído víctima del Orbe. El dragón del Mal, Cyan Bloodbane, se había apoderado de Silvanesti y había susurrado sueños horribles al oído del rey elfo.
Los sueños se habían convertido en realidad, y Silvanesti se transformó en una tierra devastada y encantada por la que pululaban criaturas malignas que eran, al mismo tiempo, reales y producto de la visión de Lorac desfigurada por el miedo.
Incluso después de su muerte y de la derrota de la Reina Oscura, Silvanesti no se había librado por completo de las tinieblas. Durante largos años, los elfos habían luchado contra lo que quedaba de la pesadilla, contra criaturas malignas que seguían merodeando por el país. Sólo ahora las habían derrotado finalmente.
Tanis pensó en la historia de Lorac y le encontró una relevancia especial en este día. Una vez más, algunos elfos actuaban de manera irracional, llevados por el miedo. Algunos elfos mayores, aferrados a las viejas costumbres, como el senador Rashas…
—Por lo menos Porthios tiene algo que le aparta la mente de las preocupaciones, ahora que Alhana está embarazada —comentó el semielfo con fingida alegría, que sólo era una fachada, mientras se abrochaba la armadura de cuero.
Laurana miró la armadura, que su marido nunca se ponía a menos que esperara topar con problemas. Se mordió el labio inferior, pero no hizo comentario alguno. Siguió el tema de conversación que él había iniciado.
—Sé que Alhana está muy complacida. Hace mucho que deseaba un hijo. Y creo que Porthios también siente lo mismo, aunque intenta actuar como si la paternidad no fuese nada especial, sólo un deber que cumplir para con su pueblo. Veo una calidez en su trato que no ha habido en todos estos años. Realmente creo que empiezan a sentir afecto el uno por el otro.
—Iba siendo hora —rezongó Tanis. Nunca le había gustado mucho su cuñado. Se echó la capa, la abrochó, cogió una mochila y se inclinó para besar la mejilla a su esposa—. Adiós, cariño. No te inquietes si no volvemos de inmediato.
—¡Oh, Tanis! —Laurana lo miró, interrogante.
—No temas. El chico y yo necesitamos hablar, ahora lo comprendo. Debería haberlo hecho hace mucho tiempo, pero esperaba que… —Se calló y después dijo—. Te mandaré noticias.
Se ciñó la espada, volvió a besar a Laurana, y se marchó.
No fue difícil seguir el rastro de su hijo. Las lluvias primaverales habían anegado Solamnia durante un mes; el terreno estaba embarrado, y en él se marcaban, profundas y claras, las huellas de cascos de caballo. La única otra persona que había recorrido esa calzada últimamente era sir William, para entregar el mensaje de Caramon, y el caballero había marchado en dirección contraria, hacia Solamnia, mientras que El Cisne Negro se encontraba en la calzada que se dirigía al sur, a Qualinesti.
Tanis cabalgó sin forzar el paso. El sol matinal era una rendija de fuego en el cielo, y el rocío resplandecía en la hierba. La noche había estado despejada, y la temperatura era lo bastante fresca para agradecer la capa, pero no fría en exceso.
—Gil tiene que haber disfrutado de la cabalgada —se dijo Tanis. Recordó, con culpable placer, a otro joven y otro viaje a medianoche—. Yo no tenía caballo cuando me fui. Fui a pie desde Qualinesti hasta Solace buscando a Flint. No tenía dinero ni cuidado ni sentido común. Es un milagro que llegara vivo. —Tanis rió de buena gana y sacudió la cabeza.
»Pero iba lo bastante raído para que ningún asaltante me mirara dos veces. No podía permitirme el lujo de dormir en una posada, de modo que no me metí en peleas. Pasaba las noches paseando bajo las estrellas, sintiendo que por fin podía respirar profundamente.
»Oh, Gil —suspiró Tanis—. Hice justo lo que me prometí cien veces que no haría jamás. Te até y te encadené. Eran unas cadenas de seda, forjadas por el amor, pero no por ello dejaban de ser cadenas. Mas, ¿de qué otra cosa podrían haber sido? ¡Eres tan importante para mí, hijo! Te quiero tanto. Si te ocurriese algo…
»¡Basta, Tanis! —se reprendió severamente—. Estás pidiendo prestados problemas y sabes el interés que esa deuda puede cobrarte. Hace un día precioso, Gil tendrá un buen viaje, y hablaremos esta noche. Pero hablar de verdad. Es decir, hablarás tú, hijo. Y yo te escucharé. Lo prometo».
Tanis continuó, siguiendo las huellas del caballo. Vio donde Gilthas había dado rienda suelta al animal, las señales de un galope alocado, tanto corcel como jinete borrachos de libertad. Pero después el joven había calmado al caballo y continuó a un paso razonable para no cansar al animal.
—Bien hecho, muchacho —dijo Tanis con orgullo.
Para olvidar sus preocupaciones, empezó a plantearse qué le diría a Rashas, del Thalas-Enthia. Tanis lo conocía bien. Más o menos de la edad de Porthios, Rashas era un enamorado del poder, y no había nada con lo que disfrutara más que con una buena intriga política. Había sido el elfo más joven que se había sentado en el senado. Corría el rumor de que había acosado a su padre hasta que éste cedió finalmente a la presión y renunció a su asiento en favor de su hijo. Durante la Guerra de la Lanza, Rashas había sido un cardo bajo la silla de montar de Solostaran, el Orador de los Soles. Y ahora le tocaba aguantar esa irritación al sucesor de Solostaran, Porthios.