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Dos puertas, una a cada lado del cuarto, conducían a habitaciones privadas. Los muebles, un sofá, una mesa y varias sillas, eran cómodos y elegantes.

—Milady —saludó respetuosamente Rashas—, tenéis una visita.

La mujer continuó en la misma postura un momento más. Sus hombros parecieron ponerse tensos, como si se preparase para algo. Después se volvió lentamente hacia ellos.

Gil soltó una exclamación de ahogada admiración. Nunca había visto o imaginado que existiese una belleza igual, que pudiera encarnarse en un ser vivo. El cabello de la mujer era de un tono tan oscuro como el cielo en la medianoche más profunda, sus ojos poseían el profundo color violeta de las amatistas. Era grácil, encantadora, etérea, efímera, y a su vez la envolvía un halo de tristeza que igualaba la de los dioses.

Si Rashas la hubiese presentado como Mishakal, compasiva deidad de la curación, Gil no se habría sorprendido lo más mínimo. Se sintió fuertemente impelido a postrarse de rodillas en señal de reverencia.

Pero esa mujer no era una diosa.

—Mi príncipe, os presento a Alhana Starbreeze… —empezó el senador.

—La reina Alhana Starbreeze —lo corrigió suave, altaneramente. Se mostraba orgullosa y, curiosamente, desafiante.

—La reina Alhana Starbreeze —rectificó Rashas con una sonrisa, como quien consiente el capricho de un niño—. Permitidme que os presente a Gilthas, hijo de Lauralanthalasa de la Casa de Solostaran… y de su esposo, Tanthalas Semielfo. —Lo último lo añadió como si acabara de ocurrírsele.

Gil advirtió la ligera pausa en la frase del senador, una pausa que separaba de manera muy efectiva a su padre de su madre. Gil sintió arderle las mejillas de azoramiento y vergüenza. No podía mirar a esa orgullosa y altanera mujer, que debía sentir lástima y desprecio por él. Ella habló, pero no a Gil, sino a Rashas, y tal era la confusión del joven que al principio no entendió lo que decía. Cuando lo hizo, levantó la cabeza y la miró con complacida estupefacción.

—… Tanis Semielfo es uno de los grandes hombres de nuestro tiempo. Es conocido y respetado en todo Ansalon. Se le han conferido los mayores galardones que cada nación puede ofrecer, incluidas las elfas, senador. Los orgullosos Caballeros de Solamnia se inclinan ante él con respeto. La Hija Venerable Crysania, del Templo de Paladine de Palanthas, lo considera un amigo. El rey enano de Thorbardin llama hermano a Tanis Semielfo…

El senador tosió.

—Sí, majestad —dijo secamente—. Tengo entendido que el semielfo también cuenta con amigos entre los kenders.

—Sí, en efecto —repuso fríamente Alhana—. Y se considera afortunado de haberse ganado su inocente consideración.

—Hay gustos para todo —comentó Rashas, curvando los labios.

Alhana no contestó. Miraba a Gil y ahora fruncía el entrecejo, como si una idea nueva y desagradable se le hubiese ocurrido de repente.

Gil no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Todavía se sentía demasiado aturdido, demasiado nervioso. ¡Oír tan grandes elogios de su padre, y de boca de la reina de Qualinesti y Silvanesti! Su padre uno de los grandes hombres de la época… Caballeros orgullosos inclinándose ante él… El rey enano llamándole hermano… Los mayores honores de cada nación…

Él no había sabido nada de eso. Nunca.

Comprendió de repente que un silencio ensordecedor se había apoderado por completo de la estancia. Se sintió terriblemente incómodo y deseó que alguien dijera algo. Y entonces se alarmó.

«¡Quizá sea yo! —se dijo para sus adentros, presa del pánico, e intentando recordar las lecciones de su madre sobre cómo tratar y agasajar a la realeza—. Quizá se espera que sea yo quien inicie una conversación».

Alhana lo observaba con gran atención. Sus adorables ojos, clavados en él, lo privaron de cualquier alocución coherente. Gil intentó decir algo, pero se encontró sin voz. Miró alternativamente al senador y a la reina y supo que algo iba mal.

El sol no podía entrar en aquella estancia; las cortinas estaban echadas en los ventanales. Las sombras, que al principio parecían frescas y relajantes, ahora resultaban ominosas, inquietantes, como el sudario que envuelve al mundo antes de estallar una violenta tormenta. Hasta el aire transmitía peligro, cargado de tensión.

Alhana rompió el silencio. Sus ojos violeta se oscurecieron hasta casi tornarse negros.

—Así que éste es vuestro plan —le dijo a Rashas, hablando qualinesti con un ligero acento que Gilthas reconoció como el de los silvanestis, su pueblo.

—Y uno muy bueno, ¿no os parece? —le contestó el senador, que se mantenía tranquilo, sin inmutarse ante la ira de la mujer.

—¡Sólo es un niño! —gritó Alhana en voz baja.

—Tendrá guía, un sabio consejero a su lado —repuso Rashas.

—Vos, por supuesto —comentó mordazmente ella.

—El Thalas-Enthia elige al regente. Por supuesto, me agradará ofrecer mis servicios.

—¡El Thalas-Enthia! ¡Tenéis a ese grupo de hombres y mujeres ancianos en vuestro bolsillo!

Gil sintió el nudo atenazándole el estómago, y la sangre empezó a palpitar dolorosamente en su cabeza. De nuevo, los adultos hablaban sobre, alrededor, por debajo y por encima de él, como si fuese uno de aquellos árboles que se alzaban desde el suelo.

—No lo sabe, ¿verdad? —dijo Alhana. Su mirada a Gil fue de lástima.

—Creo que tal vez sepa más de lo que da a entender —manifestó el senador con una sonrisa astuta—. Ha venido por propia voluntad. No se encontraría aquí si no quisiera esto.

Y ahora, majestad —añadió con un ligero sarcasmo—, si vos y el príncipe Gilthas me disculpáis, he de ocuparme de asuntos importantes en otro lugar. Hay muchos preparativos que hacer para la ceremonia de mañana.

El senador hizo una reverencia, giró sobre sus talones y abandonó la habitación. Los sirvientes cerraron la puerta nada más salir él.

—¿Querer qué? —Gil estaba perplejo y furioso consigo mismo—. ¿De que hablaba? No entiendo…

—¿De veras? —le preguntó Alhana.

Antes de que pudiera responder, la mujer se dio la vuelta. Estaba rígida, con los puños tan apretados que se clavaba las uñas en las palmas.

Sintiéndose como un chiquillo al que han encerrado en el cuarto de los niños mientras los adultos celebran una fiesta en el salón de abajo, Gil se encaminó hacia la puerta y la abrió bruscamente.

Dos de los kalanestis altos y fuertes se interponían en el umbral. Ambos sostenían una lanza en las manos.

Gil empezó a empujarlos para apartarlos.

Los elfos no se movieron.

—Disculpad, pero quizá no lo entendéis. Me marcho —dijo cortésmente el joven, pero en un tono severo para demostrarles que hablaba en serio.

Adelantó un paso. Los dos guardias permanecieron en silencio y con las lanzas cruzadas delante de él.

Rashas desaparecía en ese momento escaleras abajo.

—¡Senador! —llamó Gilthas, que intentaba mantener la calma. La llama de la ira empezaba a vacilar bajo el viento frío del miedo—. Hay un malentendido. ¡Vuestros sirvientes no me dejan salir!

Rashas se detuvo y miró hacia atrás.

—Ésas son sus órdenes, mi príncipe. Encontraréis realmente cómodos los aposentos que compartiréis con su majestad, de hecho son los mejores de la casa. Los Elfos Salvajes os proporcionarán cuanto deseéis. Solamente tenéis que pedirlo.

—Lo que quiero es marcharme —dijo el joven sin alzar la voz.

—¿Tan pronto? —Rashas sonreía placenteramente—. No podría permitirlo. Acabáis de llegar. Descansad, relajaos, mirad por la ventana, disfrutad del paisaje que se divisa.

»Y, por cierto —añadió el senador mientras empezaba a bajar de nuevo la escalera, de manera que las palabras flotaron en el aire tras él como una estela—. Me complace enormemente que Qualinost os parezca hermosa, príncipe Gilthas. Vais a vivir aquí mucho, mucho tiempo.