Goldmoon, Tasslehoff, Sturm… Ellos y el resto de los Compañeros habían estado con Tanis en esta sala, en esta torre. El semielfo percibía su presencia junto a él ahora. Recorrió con la mirada la cámara del Orador de los Soles y se sintió reconfortado. Todo iría bien. Alzó la vista hacia la cúpula, al resplandeciente mosaico que representaba el cielo azul y el sol en una de sus mitades, mientras que en la otra aparecían la luna plateada, la luna roja y las estrellas en la bóveda nocturna.
—Quieran los dioses que así sea —rezó quedamente Tanis—. Te llevaré a casa, hijo mío, y volveremos a empezar. Y esta vez las cosas irán mejor, lo prometo.
Dalamar, de pie junto al semielfo, también miraba a lo alto. El elfo oscuro soltó una risita divertida.
—Me pregunto si sabrán que la luna negra está visible ahora en ese techo.
Conmocionado, Tanis observó atentamente; después sacudió la cabeza.
—Sólo es un agujero. Unas cuantas baldosas se han caído, eso es todo.
Dalamar le lanzó una mirada de soslayo y sonrió.
Tanis, incómodo, dejó de contemplar el mosaico.
Las blancas paredes de mármol de la torre reflejaban la luz rojiza del amanecer. La inmensa sala redonda en la que se encontraban se hallaba vacía en esos momentos, a excepción del estrado situado justo debajo del techo abovedado. La gente no se había reunido todavía en la cámara; esperaría hasta que el sol hubiera asomado completamente por el horizonte. Tanis y Dalamar habían llegado temprano viajando por los caminos de la magia, un breve pero perturbador tránsito que había dejado a Tanis confuso y desorientado.
Antes de abandonar la Torre de la Alta Hechicería, Dalamar le había entregado a Tanis un anillo tallado en un cuarzo cristalino.
—Ponte esto, amigo mío y nadie podrá verte —le había dicho.
—¿Quieres decir que seré invisible? —le preguntó Tanis mientras observaba el anillo con incertidumbre, sin tocarlo.
Dalamar se lo había puesto en el dedo índice.
—Lo que quiero decir es que nadie podrá verte —replicó—, salvo yo.
Tanis no lo había entendido, pero decidió que tampoco le apetecía mucho entenderlo. Ahora, moviendo la mano torpemente, sin atreverse a tocar el anillo por miedo a romper el hechizo, aguardó impaciente a que la ceremonia comenzara. Cuanto antes empezara, antes terminaría, y Gil y él volverían sanos y salvos a casa.
La intensa luz del sol penetró por las pequeñas ventanas abiertas en la torre y se reflejó en los espejos situados en las brillantes paredes de mármol. Los Cabezas de Casas empezaron a entrar en la cámara. Varios caminaron hasta pararse justo delante de Tanis, que se puso tenso, esperando que lo vieran. Otros elfos pasaron muy cerca de él, pero ninguno le prestó atención. Tanis se relajó y miró a Dalamar. Él podía ver al hechicero y viceversa, pero nadie más. La magia funcionaba.
Tanis escudriñó la muchedumbre.
—¿Está tu hijo aquí? —preguntó Dalamar, que se acercó para hablarle en un susurro al oído.
El semielfo sacudió la cabeza. Intentó convencerse de que el muchacho se encontraba bien. Era temprano, y probablemente Gil entraría con el Thalas-Enthia.
—Recuerda el plan —añadió innecesariamente el hechicero. Tanis sólo había pensado en ese plan durante toda la larga noche en vela—. He de tener contacto físico con él a fin de transportarlo mágicamente. Lo que significa que nos delataremos. El chico se alarmará y quizás intente soltarse. Dependerá de ti tranquilizarlo. Hemos de actuar con presteza, porque si cualquier elfo Túnica Blanca nos ve…
—Deja de preocuparte —lo interrumpió Tanis, impaciente—. Sé lo que tengo que hacer.
La cámara se llenó rápidamente; a los elfos se los notaba tensos, excitados. Los rumores brotaban más deprisa que las malas hierbas. Tanis oyó pronunciar el nombre de Porthios varias veces, más con pesar que con ira. Sin embargo, cada vez que se decía el nombre de Alhana por lo general iba acompañado de una maldición o un insulto. Obviamente Porthios era una víctima de la seductora silvanesti. La palabra «bruja» fue utilizada por varios elfos de edad que se encontraban cerca de Tanis.
Rebulló inquieto, resultándole difícil contenerse. Habría dado toda su fortuna a cambio de hacer chocar sus cabezas, de meter a la fuerza algo de sentido común en aquellos viejos necios retrógrados.
—Tranquilo, amigo mío —advirtió quedamente Dalamar mientras ponía la mano en el brazo del semielfo—. No nos delates.
Tanis apretó las mandíbulas e intentó calmarse. Una discusión estalló al otro lado de la cámara. Varios elfos jóvenes, que habían llegado a Cabezas de Casas por la muerte prematura de sus padres, se mostraban en desacuerdo con sus mayores a voz en cuello.
—Los vientos del cambio soplan en el mundo trayendo nuevas ideas, conceptos innovadores. Los elfos deberíamos abrir las ventanas, airear nuestras casas, librarnos de costumbres trasnochadas y estancadas —proclamaba uno de los jóvenes.
Tanis aplaudió en silencio a aquellos hombres y mujeres jóvenes, pero lamentó ver que eran pocos y que sus voces renovadoras eran fácilmente acalladas.
Una campana de plata dio un toque y el silencio se adueñó de la asamblea. Los miembros del Thalas-Enthia llegaban. Los otros elfos abrieron paso respetuosamente a los senadores. Ataviados con sus vestiduras ceremoniales, formaron un círculo alrededor del estrado.
Tanis buscó a Gil en el grupo, pero no lo localizó.
Una hechicera Túnica Blanca, miembro del Thalas-Enthia, levantó la cabeza y escudriñó intensamente y con el entrecejo fruncido la cámara.
—Así se la trague el Abismo —rezongó Dalamar mientras tiraba de la manga a Tanis—. No pierdas de vista a esa hechicera, amigo mío. Percibe algo extraño.
—¿Te ve? ¿Nos ve? —inquirió, alarmado, el semielfo.
—Todavía no. Para ella soy como un mal olor —respondió Dalamar—. Igual que lo es ella para mí.
La Túnica Blanca siguió examinando a la muchedumbre, y entonces la campana de plata dio cuatro toques. Todos los elfos empezaron a estirar el cuello, los más bajos poniéndose de puntillas para atisbar por encima de hombros y cabezas de los más altos. Sus ojos se dirigían a un pequeño cuarto adyacente a la cámara central, un cuarto que Tanis recordó de repente. En aquella antesala sus amigos y él habían esperado hasta que los llamaron para presentarse ante Solostaran, Orador de los Soles, padre de Laurana, un hombre que había sido padre adoptivo de Tanis.
Tanis supo, con una dolorosa opresión en el corazón, que en aquella antesala se encontraba su hijo.
Gilthas entró en la cámara.
Tanis olvidó el peligro, lo olvidó todo en su preocupación, su estupefacción y, tuvo que admitirlo, su orgullo.
El muchachito que había escapado de casa ya no existía, reemplazado por un joven de aspecto grave y solemne, un joven que caminaba erguido y digno con los brillantes ropajes amarillos del Orador.
Los elfos intercambiaron murmullos. Obviamente estaban impresionados.
Tanis también lo estaba. Desde esa distancia, el aspecto de su hijo era el de un rey de los pies a la cabeza.
Y entonces Gilthas entró en un haz de luz de sol. La atenta mirada del amoroso padre captó el leve temblor en sus mandíbulas prietas, en la palidez de su rostro, en su expresión, que mantenía cuidadosa y deliberadamente impasible. Rashas y la hechicera Túnica Blanca avanzaron para situarse junto a él.
—Ése es Gilthas. Vamos.
La mano sobre la espada, Tanis hizo intención echar a andar, pero Dalamar lo agarró y lo detuvo.
—¿Qué pasa ahora? —demandó, furioso, el semielfo, y entonces se fijó en la expresión del elfo oscuro—. ¿Qué ocurre?