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A Tanis le dio un vuelco el corazón. Giró rápidamente y se encontró con Dalamar de pie a su lado.

—Supongo que, a estas alturas, debería estar acostumbrado a tus apariciones dramáticas —dijo Tanis, a lo que el elfo oscuro sonrió.

—De hecho no he utilizado la magia. Te he estado esperando junto al camino durante la última hora. Estabas tan absorto en gritar que no me oíste. —Miró las frondosas ramas de los álamos—. Alejémonos de aquí. Soy un blanco tentador. No es que sus ridículas armas puedan herirme, por supuesto, pero detesto desperdiciar mis energías.

»Responderé a tus preguntas —añadió, al ver el ceño de Tanis—. Tenemos mucho de que hablar.

Tanis lanzó a los elfos de los árboles una última y funesta mirada y después siguió a Dalamar entre los gigantescos robles que crecían en los márgenes del Bosque Oscuro, ahora más leyenda que realidad su fama de estar embrujado. Las sombras ofrecían frescor. En un claro, Dalamar había extendido un mantel blanco. Había vino, pan y queso. Tanis se sentó y bebió un poco de vino, pero era incapaz de ingerir nada. No dejaba de vigilar el camino.

—Ofrecí a lady Alhana un refrigerio antes de que emprendiera viaje —dijo Dalamar, con su irritante costumbre de responder a lo que Tanis estuviera pensando. El elfo se acomodó en un cojín sobre la hierba.

—¿Se ha marchado, entonces? —Tanis se había puesto de pie otra vez—. ¿Sola?

—No, amigo mío. Siéntate, por favor. Tengo que doblar el cuello para mirarte. La dama tiene un campeón que la acompañará a su destino. Samar está algo magullado y ensangrentado, pero es robusto y fuerte a pesar de todo.

Tanis lo miraba de hito en hito, estupefacto.

—La sangre que vimos en el suelo era suya, pero el Silvanesti debe de ser un mago guerrero —explicó Dalamar—. Samar intentó ayudar a Alhana y a tu hijo a escapar. Lo retenían en una prisión qualinesti por espía, y se enfrentaba a la ejecución. Se lo escamoteé en sus narices a esa Túnica Blanca, a quien encomendaron que lo vigilara. —Dalamar tomó un sorbo de vino—. Una experiencia placentera en extremo.

—¿Adónde se dirigen? —inquirió el semielfo mientras escudriñaba los árboles en dirección al camino que, para Alhana, sólo podía conducir a la oscuridad.

—A Silvanesti —respondió Dalamar.

—¡Pero eso es una locura! —protestó Tanis—. ¿Es que no se da cuenta de…?

—Se da cuenta, amigo mío. Y creo que deberíamos acompañarla. Por esa razón te esperaba. Piénsalo un momento, antes de rehusar. Rashas ha visto el rostro de la rebelión. Sabe que algunos de los suyos podrían levantarse contra él, y tiene miedo. A mi terrible soberana le encantan los que están asustados, Tanis. Sus uñas se han hundido profundamente en él, y seguirá arrastrándolo más y más abajo.

—¿Qué quieres decir? —demandó Tanis.

—Sólo esto: tarde o temprano Rashas pensará que Porthios es una amenaza, que el exilio no lo detendrá.

—Por lo que no puede permitir que viva.

—Precisamente. Puede que ya lleguemos tarde —añadió el elfo oscuro como sin darle importancia, encogiéndose de hombros.

—No dejas de hablar en plural. No puedes ir a Silvanesti. A pesar de tus poderes, te verías en apuros para luchar con todos los hechiceros elfos. Te matarían sin vacilar.

—Mi pueblo no me recibirá con los brazos abiertos precisamente —repuso Dalamar sonriendo astutamente—. Pero no pueden impedir que entre. Verás, amigo mío, se me ha otorgado permiso para visitar Silvanesti. Por ciertos servicios prestados.

—A ti te importa un bledo Porthios. —Tanis se sentía furioso de repente por la frialdad del elfo oscuro—. ¿Qué te va a ti en esto?

La respuesta de Dalamar llegó junto a una mirada de soslayo.

—Mucho, puedes estar seguro. Pero no esperes que te descubra mis cartas. De momento, somos compañeros en el juego. —Volvió a encogerse de hombros—. ¿Bien? ¿Qué decides, Tanis Semielfo? En menos que tardo en chasquear los dedos podríamos estar en tu casa. Querrás, naturalmente, hablar con tu esposa, contarle lo que ha pasado. Hará falta que Laurana nos acompañe. Será muy valiosa a la hora de meter un poco de sentido común a ese engreído y testarudo hermano suyo.

A casa. Tanis suspiró. Deseaba mucho encontrarse allí, encerrarse en su bonito hogar y… ¿hacer qué? ¿Qué sentido tenía ahora? ¿De qué servía?

—Cuando Alhana llegue a su país —dijo lentamente, siguiendo el hilo del pensamiento hasta su amarga conclusión—, los silvanestis conocerán el insulto del que ha sido objeto su reina en manos de los qualinestis. Dará lugar a derramamiento de sangre, y Alhana no podrá impedirlo esta vez. Una vez, hace mucho, los elfos luchamos entre nosotros. Estás hablando de empezar otra Guerra de Kinslayer.

Dalamar se encogió de hombros en actitud despreocupada.

—Vas por detrás del tiempo, Tanis. Esa guerra ya ha comenzado.

Tanis vio que era cierto lo que decía el elfo oscuro, lo vio con tanta claridad como cuando tuvo la visión de Gilthas. Sólo que ahora, en lugar de ser Solinari la que iluminaba el futuro del joven lo que Tanis veía eran relámpagos y fuego, todo teñido por la sangre.

La guerra llegaría… y él estaría enfrentado a su propio hijo.

Tanis cerró los ojos. Podía ver el rostro de Gil, tan joven, intentando desesperadamente ser valiente, sabio…

—¿Padre? ¿Estás ahí?

Por un instante Tanis pensó que la voz sonaba en su cabeza, que la imagen evocada por su mente había conjurado a su hijo. Pero la llamada se repitió, más fuerte, con un timbre de alegría y nostalgia.

—¡Padre!

Gilthas se encontraba en el camino, justo en el borde interior de la frontera de Qualinesti. La hechicera Túnica Blanca permanecía cerca, vigilando con celo. No la complació ver a Tanis. Obviamente no esperaba encontrarlo allí. Puso una mano firme sobre el brazo de Gilthas, al parecer dispuesta a hacerlo desaparecer.

Un susurro en las copas de los árboles fue un aviso, probablemente el único que Tanis recibiría.

—¡Tanis! —gritó Dalamar—. ¡Ten cuidado!

El semielfo no le hizo caso, ni a la hechicera Túnica Blanca, ni a los elfos subidos a los árboles, con sus arcos y flechas. Caminó hacia su hijo.

Gilthas se soltó de un tirón de la hechicera, que volvió a agarrarlo con más fuerza en esta ocasión.

Una rojez, producto de la rabia, tiñó las mejillas del joven, que se contuvo y tragó saliva con esfuerzo. Tanis vio a su hijo tragarse la ira, y se vio a sí mismo reflejado en el muchacho. Gilthas dijo algo en voz baja, conciliadora.

La Túnica Blanca, aún con gesto de desagrado, lo soltó y se retiró un poco hacia atrás. Tanis cruzó la frontera, alargó los brazos y estrechó a su hijo.

—¡Padre! —exclamó Gil con voz quebrada—. Creí que te habías ido. Quería hablar contigo, pero no me dejaban…

—Lo sé, hijo, lo sé —dijo Tanis, abrazando más fuerte a Gil—. Lo entiendo. Créeme, ahora lo entiendo todo. —Lo apartó, puso las manos en sus hombros y lo miró a los ojos—. Lo entiendo.

—¿Está la reina Alhana a salvo? —inquirió el joven, sombrío el gesto—. Rashas me aseguró que sí, pero los forcé a que me trajeran para asegurarme con mis propios ojos…

—Está a salvo —lo tranquilizó Tanis. Su mirada buscó a la Túnica Blanca, que seguía apartada a un lado, su furibunda mirada yendo alternativamente del muchacho que tenía a su cargo al hechicero Túnica Negra que permanecía al borde del bosque, a la sombra de los robles—. Samar acompaña a la reina, la protegerá bien, como creo que sabes por experiencia.

—¡Samar! —El rostro de Gil se iluminó—. ¿Lo rescataste? ¡Cuánto me alegro! Querían hacerme firmar la orden de su ejecución. No lo habría hecho padre. No sé cómo —concluyó, endureciendo el gesto— pero no habría accedido a hacerlo.

Tanis volvió a mirar a la hechicera. Dalamar podía impedirle que entrara en acción, mas, ¿podría impedir, al mismo tiempo, que los arqueros disparasen? Estos, sin embargo, serían reacios a poner en peligro la vida de su nuevo Orador…