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Más tarde, Druso le mandó llamar nuevamente por otro asunto. Transcurrió un buen rato. Entonces, el mensajero regresó con la noticia de que Marco ya no se encontraba en el campamento.

—¿Se ha marchado? —preguntó Druso, desconcertado.

—Sí, señor. Me han dicho que usted lo envió en una misión de reconocimiento esta mañana, señor.

Druso clavó en él la mirada. La furia bullía en su interior como un manantial y a duras penas pudo reprimirse de golpear a aquel hombre. Pero sabía que eso sería encauzar equivocadamente su cólera. Marco era el único que se había equivocado, no el mensajero. En ningún momento le había dado la orden de salir a explorar; sólo le había dicho que reuniera al equipo de exploradores. Con la muralla a medio acabar, era demasiado pronto para enviar una patrulla de reconocimiento; lo último que Druso quería era alertar de su presencia a los indígenas antes de tiempo, lo cual podría ocurrir fácilmente si los exploradores se movían sin cautela cerca de alguna de sus aldeas. Y en cualquier caso, él nunca había tenido la intención de enviar al propio Marco con aquellos exploradores. Los exploradores eran prescindibles; Marco, no.

Pero Druso se dio cuenta de que era algo que debía haber previsto. Marco, ahora liberto, en todo momento trataba de demostrar su valor cívico. En más de una ocasión se había puesto en peligro innecesariamente cuando juntos patrullaban la frontera en África. Algunas veces, había que asumir riesgos deliberados, sí. Eso era lo que había hecho el propio Druso, haciendo guardia con sus hombres la noche pasada. Pero había riesgos necesarios y riesgos estúpidos. La idea de Marco, malentendiéndolo alegremente a propósito, de manera que él mismo pudiera encabezar la expedición de reconocimiento, le resultaba exasperante.

Sin embargo, no había nada que hacer por el momento al respecto. Tendría que vérselas con él cuando regresara de la expedición, y prohibirle ponerse en peligro otra vez.

El problema fue que el día pasó, el sol se puso, hundiéndose con rapidez entre las tinieblas, y los exploradores no regresaron.

Druso no había hablado con Marco del tiempo que la patrulla de reconocimiento tendría que estar ausente. Desde luego, nunca se le había ocurrido pedir a los exploradores que pasaran la noche fuera del campamento, no la primera noche. Pero lo que Marco tenía en mente, sólo Júpiter lo sabía. Quizá pensaba continuar hasta encontrar algo que valiera la pena.

Llegó la mañana, pero no Juniano. Al mediodía, profundamente exasperado y no poco atemorizado, Druso envió un segundo equipo de exploradores para buscar al primero, diciéndoles que bajo ninguna circunstancia se quedaran en el bosque al hacerse de noche. Sin embargo volvieron en menos de tres horas, y en cuanto Druso vio el semblante de su capitán, un tracio llamado Rufo Trogo, supo que había problemas.

—Han sido capturados, señor —dijo Trogo sin preámbulo alguno.

Druso se esforzó mucho para disimular su consternación.

—¿Dónde? ¿Por quiénes?

El tracio contó el relato rápida y concisamente. Mil pasos hacia el interior en dirección oeste y doscientos pasos hacia el norte, signos de lucha, ramas rotas, señales en el suelo, la funda de una espada, una jabalina, una sandalia. Pudieron seguir una pista de maleza revuelta en dirección oeste durante otro centenar de pasos más o menos y entonces el bosque se cerró sobre sí mismo y desapareció todo signo de presencia humana, ni siquiera ni una ramita torcida. Era como si los atacantes, tras sorprender y reducir muy rápidamente a los exploradores, se hubieran desvanecido en el aire junto con sus prisioneros.

—¿No viste ningún cadáver?

—No, señor. Ni tampoco signos de derramamiento de sangre.

—Supongo que deberíamos sentirnos agradecidos por ello —dijo Druso.

Pero era una situación lamentable. Dos días en tierra y ya había perdido casi media docena de hombres; entre ellos a su mejor amigo. En aquellos momentos, los indígenas podían estar sometiéndolos a tortura o algo peor. Y también, involuntariamente, había comunicado a las gentes de aquel lugar que un ejército invasor había vuelto a desembarcar en sus costas. Naturalmente, lo habrían descubierto tarde o temprano, pero Druso hubiera querido tener primero alguna noción sobre dónde estaba él situado con relación a su enemigo. Por no mencionar el tener el campamento completamente amurallado y su maquinaria defensiva y otros ingenios bélicos a punto; los caballos desentumecidos y acostumbrados a galopar por tierra firme, y todo lo demás.

En cambio, ahora, era posible que sufrieran un ataque en cualquier momento, sin estar preparados para ello. ¡Qué maravilla ser recordado a través de los tiempos como Tito Livio Druso, aquel que consiguió con tanta diligencia que la segunda expedición al Nuevo Mundo corriera la misma suerte catastrófica que se había abatido sobre la primera!

Druso sabía que lo más apropiado era comunicar lo que había ocurrido a Lucio Emilio Capito, que debía de estar en su campamento, hacia el sur por la playa. Se suponía que uno debía mantener informado a su oficial superior de cosas como aquélla. Odiaba la idea de tener que confesar tamaña estupidez, a pesar de que ésta se debiera a Marco Juniano y no a él. Pero sabía que la responsabilidad última era suya. Druso garabateó una nota informando de que había enviado un comando de exploración hacia el interior y, según parecía, había sido capturado por el enemigo. Nada más que eso. Sin añadir ninguna excusa por haber permitido que los exploradores partieran sin que los defensas del campamento se hallaran terminadas.Ya era suficientemente malo que el episodio hubiera tenido lugar; no había necesidad de señalar además a Capito la gravedad de aquella brecha en la táctica habitual.

Al caer la noche, llegó un glacial memorando de Capito en el que solicitaba ser informado del desarrollo de los acontecimientos. Allí estaba la consecuencia, no tanto en lo que decía como en lo que callaba. Es decir: que si los indígenas atacaban el campamento de Druso al día siguiente o al otro, Druso debería apañárselas solo.

No se produjo ningún ataque. Durante todo el día siguiente, Druso estuvo yendo con inquietud de un lado a otro del campamento, apremiando a sus ingenieros para que finalizaran los trabajos de construcción de la empalizada. Cuando se enviaron nuevos equipos de batidores en busca de venados, cerdos y aquellos grandes pájaros, Druso decidió multiplicar por tres el número de soldados de escolta que se hubiera considerado necesario que les acompañaran, y permaneció abrumado de preocupación hasta que regresaron. También envió otro equipo de expedicionarios, encabezados porTrogo, para inspeccionar la zona contigua al lugar donde Marco y los suyos habían sido capturados, en busca de alguna pista de su desaparición. Pero una vez más, Trogo regresó sin ninguna información útil.

Druso durmió mal aquella noche, asediado por los mosquitos y los interminables alaridos y bramidos de las bestias de la jungla, y i por aquel calor húmedo que lo envolvía todo con una densidad casi palpable. Un pájaro que debía de estar en un árbol no muy lejano de su tienda, empezó a entonar un canto profundo y vibrante, tan lastimero que a Druso le pareció un canto fúnebre. Hizo innumerables conjeturas sobre la suerte de Marco. «No lo han matado —se decía con fervor—, porque si hubieran querido hacerlo, lo habrían hecho allí mismo, en la emboscada en el bosque. No, se lo han llevado para interrogarlo. Están tratando de obtener información sobre cuántos somos, cuáles son nuestras intenciones o qué armas tenemos.» Después pensó que no conseguirían tal información de Marco sin torturarlo.Y luego…

Por fin llegó la mañana. Druso salió de su tienda y vio centinelas de guardia acercándose por la playa en su dirección.