Lentamente, sosteniendo en lo alto la vela, Fidelma fue caminando por el pasillo. Oía el arrastrar de muebles, y supuso que Berrach estaba retirando la barricada de la puerta. Cuando estaba llegando al final del pasillo, la puerta se abrió de golpe.
– ¡Alto! -avisó Berrach.
Fidelma obedeció inmediatamente.
La puerta se abrió más y la cabeza de Berrach apareció y se aseguró de que no había nadie más allí. Luego abrió más la puerta.
– Entrad, hermana.
Fidelma miró a la joven. Tenía los ojos rojos y las mejillas con lágrimas. Entró en la celda y se quedó quieta, mientras detrás de ella Berrach cerraba la puerta y empujaba una mesa para asegurarla.
– ¿Por qué os atrincheráis? -preguntó Fidelma-. ¿De quién tenéis miedo?
Berrach se dirigió balanceándose hacia la cama, se sentó y se agarró con fuerza al bastón.
– ¿No sabéis que han asesinado a sor Síomha?
– ¿Y eso qué tiene que ver con que os atrincheréis en vuestra celda?
– Porque me van a acusar del crimen y no sé qué voy a hacer.
Fidelma miró a su alrededor; vio una sillita y se sentó, dejó la vela sobre una mesa.
– ¿Por qué os iban a acusar de eso?
Sor Berrach la miró con ironía.
– Porque la abadesa Draigen me vio en la torre cuando se encontró el cuerpo. Y porque no gusto a la mayoría de la gente de esta comunidad debido a mi deformidad. Seguro que me acusarán de matarla.
Fidelma se reclinó y cruzó las manos sobre su regazo. Se quedó un buen rato mirando a Berrach con detenimiento.
– Al parecer habéis perdido el tartamudeo -observó Fidelma.
La joven hizo una mueca irónica.
– Sois rápida, sor Fidelma. No como las otras. Sólo ven lo que quieren ver y no perciben nada más.
– ¿Supongo que tartamudeabais porque era lo que se esperaba de vos?
Sor Berrach abrió bien los ojos.
– Sois inteligente, hermana. -Se detuvo y luego continuó-. Una mente deforme necesita forzosamente un cuerpo deforme. Ésa es la filosofía de la ignorancia. Tartamudeo delante de ellas porque creen que soy una bobalicona. Si diera muestras de inteligencia, pensarían que estoy poseída por algún espíritu maligno.
– Sois honesta conmigo, ¿por qué no podéis serlo con las demás?
Sor Berrach volvió a hacer una mueca.
– Seré honesta con vos porque sabéis ver tras la cortina del prejuicio lo que otros no ven.
– Me halagáis.
– El halago no es propio de mí.
– Decidme qué ha sucedido.
– ¿Esta noche?
– Sí. La abadesa Draigen os vio bajando de la habitación donde está el reloj de agua. Sor Síomha, tal como sabéis, ha sido encontrada sin cabeza en esa habitación. Vos ibais deprisa y de un empujón hicisteis a un lado a la abadesa y a ésta se le cayó la vela y se apagó. -Fidelma observó la ropa de sor Berrach-. Veo una mancha en vuestro hábito, hermana. Supongo que es de la sangre de sor Síomha.
Los ojos azules y desconfiados de sor Berrach se clavaron en los de Fidelma.
– Yo no la maté.
– Os creo. ¿Confías lo suficiente en mí como para explicarme con exactitud lo que sucedió?
Sor Berrach extendió las manos, casi con un gesto patético.
– Aquí se creen que soy una simplona sólo porque estoy tullida. Nací así. Con problemas en la columna, o eso es lo que dijo el médico a mi madre. Pero tengo el cuerpo y los brazos fuertes. Las piernas no se me han desarrollado bien.
Sor Berrach hizo una pausa, pero Fidelma no dijo nada esperando que la joven continuara.
– Primero el médico dijo que no podría vivir y luego dijo que no debía vivir. Mi madre no pudo criarme en su comunidad. Mi padre no quiso nada conmigo. Después de que naciera yo, incluso abandonó a mi madre. Así que crecí con mi abuela, pero la mataron cuando yo era pequeña. Sobreviví y me trajeron a esta abadía cuando tenía tres años y me cuidó Brónach. Sobreviví y he vivido. Esta comunidad ha sido siempre mi hogar.
La joven sollozó en voz baja. Fidelma entendió entonces por qué sor Brónach siempre se mostraba protectora con la joven.
– Ahora decidme qué sucedió en la torre -insistió con suavidad.
– Cada noche, antes del amanecer, cuando casi toda la comunidad todavía duerme, yo me levanto y voy a la biblioteca -le confió Berrach-. Allí me dedico a leer. He leído casi todas las grandes obras.
Fidelma se sorprendió.
– ¿Por qué esperar casi al amanecer para ir a leer a la biblioteca?
Berrach se echó a reír, pero sin regocijo.
– Se creen que soy una simplona que no piensa, no digamos que sabe leer. He aprendido a leer sola en mi lengua y también en latín, griego e incluso algo de hebreo.
Fidelma se quedó mirando atentamente a la joven, pero no parecía que estuviera alardeando, sino simplemente señalando un hecho. Un pensamiento extraño cruzó de repente la mente de Fidelma.
– ¿Sabíais que esta abadía tiene una copia de los anales de Clonmacnoise?
Sor Berrach asintió de inmediato.
– Es una copia que hizo nuestra bibliotecaria -informó la muchacha.
– ¿La habéis leído?
– No. Pero he leído muchos otros libros.
– Continuad -suspiró Fidelma, decepcionada-. Decíais que os levantáis y vais a la biblioteca antes del amanecer. ¿No os da miedo estar sola en un lugar así?
– Siempre había una hermana de vigilancia arriba, en la torre. Últimamente -se estremeció- ha sido sor Síomha la que ha hecho las guardias nocturnas. Antes de estos acontecimientos no había nada que temer.
Fidelma hizo una mueca.
– No me refería a un peligro físico. ¿Qué me decís de ese sonido que se oyó bajo la duirthech y que asustó a las hermanas el otro día? Me han dicho que se ha oído otras veces.
Sor Berrach se quedó pensativa.
– Esos sonidos se han producido otras veces, pero no con frecuencia. La abadesa Draigen dice que hay una cueva subterránea que se llena de agua, pero a veces las hermanas tienen miedo. A mí no me da miedo y no debería dárselo a nadie que crea en la fe.
– Eso es loable, hermana. ¿Aceptáis la explicación de la abadesa de que lo causa el agua al llenar una cueva subterránea de la abadía?
– Es una posibilidad. Más probable que esos que hablan de los inquietos espíritus de las víctimas de los sacrificios paganos que creen que se realizaron aquí.
– ¿Pero no estáis segura? ¿No de que sólo haya agua en la cueva subterránea?
– Algunas veces, como el otro día en la duirthech, la abadesa hace que esa explicación sea plausible. Otras veces, en particular cuando me encuentro en la biblioteca de noche, el sonido es más débil, más como el repiqueteo producido por alguien que estuviera golpeando una roca o cavando. Pero sea lo que sea, es un sonido producido por agentes terrenales, ¿por qué habría de tener miedo?
– Desde luego. ¿Y esta madrugada fuisteis como siempre a la biblioteca?
– Sí, las horas anteriores al amanecer. Fui con el mayor de los sigilos, pues no quería alarmar a la hermana que estaba de guardia en el reloj de agua. En especial al ser sor Síomha, que no me aguanta.
– ¿Cuándo entrasteis en la biblioteca esta mañana? ¿Podéis decirlo con exactitud?
– Tanto como recuerde; había oído sonar la segunda hora y el primer cuarto de la hora siguiente. No estoy segura. No era más tarde de la tercera hora, eso lo sé, pues no recuerdo que ésta sonara.
– Continuad.
– Entré en la biblioteca y busqué el libro que quería…
– ¿Cuál?
– ¿Queréis saber el título del libro? -preguntó sor Berrach frunciendo el ceño.
– Sí.
– El Itinerario de Aecio de Istria. Me llevé el libro a una mesita en un rincón. Siempre elijo ese lugar por si alguien entra inesperadamente: así tengo tiempo de esconderme. Estaba leyendo el pasaje de cómo Aecio vino a Irlanda a conocer y estudiar nuestras bibliotecas, cuando se me ocurrió que el tiempo iba pasando. No había oído que la vigilante de la clepsidra hiciera sonar el gong. Fui al pie de las escaleras y escuché. Todo estaba en silencio. Demasiado en silencio.