– Parece que conocéis bien esa obra, sor Fidelma -admitió.
Fidelma se encogió de hombros.
– Lo suficiente para poner en duda su autenticidad. Si esas reglas se hubieran escrito en esta tierra hace doscientos años lo sabríamos.
Draigen se inclinó, molesta.
– Resulta obvio que lo ocultaron los que rechazaban el derecho de Roma a ser guía de la Iglesia.
– Pero nadie ha visto el manuscrito original, sólo las copias hechas por orden de Ultan.
– ¿Os atrevéis a poner en duda al arzobispo Ultan?
– Tengo ese derecho. Ese libro tiene disposiciones que, aunque de acuerdo con Roma, son contrarias a las leyes civiles y criminales de Éireann.
– Así es exactamente -admitió Draigen con aire de suficiencia-. Por eso sostenemos que la gente de la fe debería desconocer las leyes civiles y volverse hacia la ley eclesiástica para encontrar el camino de la verdad. Tal como dicen las leyes de Patricio, ningún miembro de la fe debería apelar a un juez seglar bajo pena de excomunión.
Fidelma lo encontraba divertido.
– Este planteamiento por sí mismo es un embrollo, pues ¿acaso no hay constancia de que Patricio utilizó a su propio brehon, Erc de Baile Shaláine, para representarlo a él mismo en todos los procedimientos legales de los tribunales de esta tierra?
La abadesa Draigen estaba asombrada.
– Yo no…
– Mucho más que un embrollo -insistió Fidelma, aprovechando la delantera que llevaba- es lo que escribió Patricio a favor de las leyes de esta tierra. Ese libro no es más que una falsificación realizada por vuestra facción prorromana, pues el mismo Patricio, junto con sus compañeros, los obispos Benigno y Cairenech, formaron parte de la comisión de nueve personas eminentes que se reunieron a petición del Rey Supremo, Laoghaire, para estudiar y revisar las leyes de los brehons y después ponerlas por escrito en los nuevos caracteres latinos. Eso fue en el año 438 de Nuestro Señor. Supongo que estaréis de acuerdo, Draigen, de que hubiera sido inconcebible que Patricio y sus colegas aconsejaran respecto a las leyes civiles y criminales de Éireann, dándoles un apoyo público, al tiempo que concebían un conjunto de reglas contrario a ellas y que exigieran que ningún miembro de la Iglesia apelara a ellas bajo pena de excomunión.
Se hizo un silencio. El rostro de la abadesa Draigen denotaba ira mientras intentaba encontrar la forma de refutar aquel argumento de manera lógica. Fidelma sonrió levemente ante aquel rostro que se ruborizaba, se inclinó hacia delante y empezó a dar unos golpecitos sobre el libro con el dedo índice.
– En la introducción de esta falsificación encontraréis una sabia advertencia: es mucho mejor discutir que enojarse.
La abadesa se quedó sentada, presa de la indignación, y Fidelma continuó atacando.
– Hay una cosa que me intriga, madre abadesa. Si creéis en lo que afirmáis, ¿por qué le pedisteis al abad Brocc que enviara a un brehon a investigar este asunto desde el principio? No respetáis las leyes seglares.
– Todavía nos gobiernan las leyes seglares -dijo la abadesa con voz punzante-. Adnár es el bó-aire y tiene la jurisdicción de magistrado. Yo hubiera reconocido la autoridad del mismo diablo con tal de soslayar el poder de mi hermano y evitar que interviniera en los asuntos de esta abadía.
– Así que aceptáis la ley de los brehons sólo cuando os beneficia. Eso no es un ejemplo para vuestra comunidad.
A Draigen le costó un rato recuperarse.
– No me vais a convencer. Yo estoy con Ultan y creo en la validez de este libro.
Fidelma inclinó la cabeza.
– Eso es cosa vuestra, madre abadesa. Si es así, he de haceros saber que las leyes eclesiásticas de Roma que me ha citado Lerben esta mañana no son justificables.
– ¿Cuáles? -exigió Draigen.
– Las que ella pronunció le daban autoridad para detener a sor Berrach y matarla, si hubiera sido culpable del crimen del cual la acusabais. Sin duda, dada su juventud, fuisteis vos quien instruyó a Lerben al respecto. Citó el libro del Éxodo, capítulo 22, versículo 18.
Draigen asintió rápidamente.
– Conocéis las Escrituras. Sí, así es la ley. A la hechicera no la dejarás con vida. Según eso, se podía matar a Berrach, cuando se demostrara que era una bruja que hacía uso de prácticas paganas.
– Pero, si os atenéis a la declaración de Ultan, y buscáis justificación en ese texto que pretende recoger las leyes del primer sínodo de Patricio en esta tierra, cogedlo y leedme la décima sexta ley.
La incertidumbre de la abadesa quedó reflejada en sus ojos cuando miró a Fidelma. Después de un momento de duda, se inclinó, tomó el libro y empezó a leer.
– ¿Podéis leer esa ley en voz alta? -insistió Fidelma.
– Ya sabéis lo que dice -contestó la abadesa, irritada.
Fidelma le sacó con suavidad el libro y empezó a leer en voz alta:
– «Un cristiano que crea que hay algo en el mundo como una hechicera, es decir, una bruja, y que acusa a cualquiera de serlo, ha de recibir la excomunión, y no puede volver a la iglesia hasta que -con su propia declaración- revoque su acusación criminal y haya hecho la penitencia con todo rigor.»
Deliberadamente, Fidelma cerró el libro y lo volvió a poner donde estaba. Después se sentó y miró a la abadesa con aire pensativo.
– Si vos acatáis los edictos de Ultan, deberéis aceptar que son la ley eclesiástica que tenéis que obedecer. La abadesa Draigen no replicó. Estaba claramente confundida.
– Los castigos están claros. -La voz de Fidelma era suave pero desdeñosa-. Excomunión o retractación de tales acusaciones o penitencia rigurosa.
La abadesa Draigen tragó saliva.
– Sois sutil como una serpiente -dijo en voz baja-. No creéis que se tenga que obedecer esta ley y sin embargo la utilizáis para cogerme en una trampa.
– No es así -replicó Fidelma, sin hacer caso del insulto-. Vertías simplex oratio est, el lenguaje de la verdad es simple.
– Sin embargo vos no creéis en esta ley que ahora me imponéis -repitió la abadesa con tozudez.
– Pero vos decís que sí creéis en ella. Si tenéis una mente lógica, tenéis que obedecerla. Es más, sois vos quien me la mencionó para justificarme el crimen que casi se comete.
Se oyó la campana de la torre. Sor Lerben entró con arrogancia. Miró con desprecio a Fidelma.
– Supongo que querréis saber que la campana para maitines está sonando, madre abadesa. La congregación os espera.
– Tengo oídos, Lerben. Cuando mi puerta esté cerrada, tenéis que llamar antes de entrar -contestó la abadesa Draigen con un ladrido quejumbroso. La joven novicia se mostró asombrada. Obviamente, no esperaba aquella reacción. Se sonrojó e iba a decir algo, pero percibió la mirada airada de la abadesa y se retiró con rapidez.
– ¿Queréis rechazar las enseñanzas de Ultan…? -insistió Fidelma-. ¿Tal vez necesitéis consejo de vuestra anam-chara, vuestra alma amiga?
La abadesa Draigen, airada, se puso súbitamente de pie.
– Mi anam-chara era sor Síomha -replicó secamente-. Pareció que iba a seguir discutiendo, pero apretó las mandíbulas-. Muy bien; revocaré mi acusación contra Berrach.
Fidelma también se puso en pie.
– Eso está bien. Tiene que ser delante de la comunidad, ya que tales acusaciones se hicieron ante la comunidad. Revocad la acusación, disculpaos y haced penitencia.
La expresión en el rostro de la abadesa era de desagrado.
– Ya he dicho que lo haría.
– Bien. Entonces, ahora es el momento apropiado, ya que la comunidad se reúne para maitines. Yo escoltaré a sor Berrach a la capilla, pues podría desconfiar y tener miedo después de toda la violencia que le han mostrado -añadió en voz baja- en un santuario de la fe.