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Que las alabanzas de Dios estén en sus bocas, y una espada de dos filos en sus manos.

Para ejecutar la venganza del cielo, y los castigos en la gente;

para atar a sus reyes con cadenas, y a sus nobles con grilletes de hierro;

para ejecutar en ellos el juicio escrito: este honor tienen todos sus santos. Alabado sea el Señor.

Fidelma se estremeció ligeramente.

¿Aquellas palabras tenían un significado del que ella no estaba enterada?

Sin embargo las laudes siempre eran los salmos del 148 al 150, que siempre se cantaban seguidos como un salmo largo cada mañana con la primera luz del día.

Las palabras no cambiaban. ¿Por qué le parecía ver en aquellas palabras alguna amenaza?

Sabía que había alguien que la estaba engañando. Pero dudaba quién era.

Capítulo XI

Sor Fidelma estaba a punto de empezar a atravesar el patio tras sor Berrach cuando una tos hueca la detuvo.

– Me han dicho que requeríais mi presencia aquí esta mañana, hermana.

Se giró y se encontró con los ojos azules y graciosos del hermano Febal. Seguía llevando el tradicional color negro en los párpados, que los realzaban. Iba todo él envuelto, de la cabeza a los pies, con una gran capa de gruesa lana ribeteada de piel, que también tenía una capucha, y en la mano llevaba una fuerte cambutta o bastón de caminante.

Se lo quedó mirando un momento sin expresión. Habían pasado tantas cosas desde que había hablado con Adnár el día anterior por la tarde… Intentó concentrarse.

– Así es -admitió con rapidez. Echó una mirada alrededor y luego indicó el camino que descendía hacia la cala y el embarcadero de la abadía. Se daba cuenta de que el hermano Febal no sería bienvenido en la abadía si lo viera la abadesa Draigen o cualquiera de sus ayudantes-. Venid a caminar un rato conmigo y hablaremos.

El hermano Febal la examinó curioso, con sus grandes ojos azules, y luego asintió con la cabeza y se puso a caminar junto a ella. El sol estaba más alto en el cielo, pero todavía hacía bastante frío.

– ¿De qué queréis hablar? -empezó, casi con un tono de guasa.

– Quisiera haceros algunas preguntas, Febal -replicó Fidelma.

– Adsum! -respondió en un latín pretencioso-. ¡Por eso estoy aquí!

– ¿Os habéis enterado de que ha habido otra muerte aquí en la abadía? -preguntó Fidelma.

– Las noticias corren deprisa en esta tierra, sor Fidelma. Se ha hablado de ello en Dún Boí.

– ¿Quién?

– Creo que la noticia la trajo un criado -respondió con vaguedad, y pareció que luego cambiaba de tema-. Me han pedido que os dé un recado, hermana. Es de Adnár y del señor Olcán. Os piden que asistáis al banquete de esta noche en Dún Boí. Mi señor Torcán se suma especialmente a esta invitación. Es su deseo compensaros por el susto que recibisteis ayer en el bosque. Adnár ha ofrecido enviar su barquero personal para que os lleve y traiga de la abadía a salvo.

Sonrió burlonamente y buscó en el interior de la bolsita de cuero que llevaba atada al cinturón.

– ¡Ah, sí, y mirad! -Sacó un monedero-. De parte de Torcán traigo también la multa que le impusisteis. Entiendo que es para las buenas obras de la abadía.

Fidelma tomó la bolsa con las monedas y, sin molestarse en contarlas, la colocó en el interior de su crumena.

– Me ocuparé de entregarlo.

Iba tomando en consideración la idea de la invitación. Resultaba que quería saber más de las actitudes en Dún Boí respecto a la situación en la abadía, y finalmente aceptó la propuesta.

– Podéis decirle a Adnár que esperaré a que me recoja su barquero.

Siguieron caminando durante un ratito y luego Fidelma empezó a preguntar.

– ¿Conocíais a sor Síomha?

– ¿Quién no? -respondió sin entusiasmo.

– ¿Podéis ser más explícito?

– Como rechtaire de esta abadía, sor Síomha estaba en un cargo inmediatamente inferior al de la abadesa. Venía con frecuencia a la fortaleza de mi señor.

– ¿Con qué motivo? -preguntó Fidelma, en cierto modo sorprendida.

– Debéis saber que Adnár no se lleva nada bien con la abadesa Draigen. Por tanto era mejor que sor Síomha se ocupara de los asuntos entre la abadía y mi señor.

– ¿Y había muchos asuntos de qué ocuparse? -insistió Fidelma.

– Como jefe de esta costa, Adnár controla buena parte del comercio; la abadía necesitaba bienes y artículos y había que informar a Adnár. Por tanto, como rechtaire de la abadía, sor Síomha visitaba a Adnár con frecuencia.

– ¿Y sor Síomha se llevaba bien con Adnár?

– Muy bien.

Fidelma miró enseguida al hermano Febal pero su rostro era inexpresivo. No estaba segura de haber percibido una ligera inflexión en su voz.

– ¿Conocíais bien a sor Síomha? -se vio instada a preguntar.

– La conocía, pero no bien -respondió el hermano Febal con firmeza.

Habían llegado al muelle de la abadía. Fidelma pasó delante y bajó unas escaleras hasta la playa. Se dirigió hacia unas rocas junto al agua que proporcionaban un buen abrigo para sentarse protegidos del viento del norte. El sol estaba bien alto en el cielo azul sin nubes y sus rayos, aunque débiles, calentaban. Tan sólo el grito lastimero de las gaviotas junto con el suave susurro del agua que lamía la orilla llena de guijarros rompía la tranquilidad.

Fidelma se sentó en una roca cómoda sobre la cual el sol lanzaba sus rayos cálidos y esperó a que el hermano Febal también se sentara.

– Cuando hablasteis ayer de la abadesa Draigen, os olvidasteis de mencionar que estuvisteis casado con ella.

– ¿Tiene importancia?

– Yo creo que sí. En vista de lo que teníais que decir de ella, creo que importa mucho. Por lo que dijo Adnár, entendí que fuisteis vos quien sugirió que la abadesa podría ser responsable de la muerte de la persona que se encontró en el pozo. Sea cierto o no, indica que no hay cariño entre ambos.

Febal se ruborizó y bajó la mirada a sus sandalias como si de repente sintiera la necesidad de examinarlas en detalle.

– Resulta obvio que no podéis ver a la que fue vuestra esposa -observó Fidelma-. Tal vez me sería de ayuda saber cómo os conocisteis.

Febal siguió mirándose los pies unos momentos, frunciendo el ceño, como intentando decidirse.

– Muy bien. Yo tenía diecisiete años cuando entré en esta abadía de El Salmón de los Tres Pozos. Ah, entonces era una casa mixta, una conhospitae. En aquel tiempo estaba la abadesa Marga. Era una mujer culta y ella fue la primera que animó a los amanuenses a que vinieran a copiar los libros en la biblioteca para venderlos o intercambiarlos con otras bibliotecas.

– ¿Por qué ingresasteis en la abadía? ¿Os interesaban los libros?

Febal sacudió la cabeza.

– Yo no soy amanuense. Mi padre era pescador. Murió ahogado. Yo no quería acabar como él, así que entré en la vida religiosa tan pronto como llegué a la edad de elegir.

– ¿Así que estabais aquí antes de que llegara la abadesa Draigen?

– Oh, sí. Ella llegó a la abadía a los quince años. Ya tenía la edad de elegir. Sus padres habían muerto y tomó los hábitos. Al menos así es como recuerdo yo la historia. A Draigen la educaron los miembros de la comunidad.

– ¿Y cuál era vuestra posición aquí cuando ella entró?

Febal sacó pecho con orgullo.

– Yo ya era el doirseór, el ostiario de la abadía.

– Un cargo de confianza -admitió Fidelma-. ¿Cómo se convirtió Draigen en vuestra esposa?

– Como sabéis, en algunas casas se anima a los hermanos a que se casen para educar a los hijos en Cristo. He de admitir que me sentía atraído por Draigen. Era una mujer bella e inteligente. Yo no sé lo que ella vio en mí, salvo que yo ya tenía un cargo de responsabilidad aquí.